Aparato Crítico. Grafía y Acentuación

Aparato Crítico. Grafía y Acentuación

En una edición crítica, la modernización de la grafía es muchas veces una exigencia filológica, pues solo la grafía moderna, por familiar, diáfana y ‘neutra’, puede evitar, por ejemplo, la superposición de los opuestos rasgos lingüísticos propios de las varias fuentes o eludir la coloración demasiado peculiar que imprimiría al texto el carácter dialectal del único testimonio conservado. En el caso del Quijote, tal modernización se impone como el modo regular de proceder, también porque, cinco siglos después, ningún otro es más respetuoso con la intención del autor ni hace mayor justicia a la esencia misma de la obra.

No sería ilegítimo un Quijote que ensayara la imposible empresa de reconstruir el manuscrito de Cervantes, como no son ilegítimos los facsímiles (aunque desgraciadamente nunca se hayan preparado con la mínima solvencia científica) ni las ediciones que se proponen mantener (así SB) o regularizar (FL) las singularidades gráficas del corrector y los cajistas de Cuesta. Pero, en la realidad cultural de nuestros días, el recurso a esas formas de transcripción supone cambiar el libro de registro, substraerlo al ámbito que le es inherente, el ámbito normal de la lectura, y convertirlo en un objeto extraño, en un artilugio en exceso distinto y distante de los textos que ordinariamente disfrutan quienes gustan de la literatura. La fidelidad a unos elementos superficiales —a Pierre Menard le costó averiguarlo— implica una traición grave a los más profundos. Un Quijote con grafía de antaño (¿y en demanda de una pronunciación a la antigua?) deja hoy de ser una novela compuesta «para universal entretenimiento de las gentes», para que todavía «los niños la manoseen, los mozos la lean, los hombres la entiendan y los viejos la celebren» (II, 3, 647 y 652), y, contra la transparente voluntad del autor, entra en hibernación, lo queramos o no, en un estado artificial, provocado, que no es el suyo natural y que lo falsifica alejándolo del lector más de lo que pide una justa perspectiva histórica.

En la riquísima crítica textual anglosajona, «some editors feel that a surviving completed manuscript of a published work is the proper choice for copy-text because it reflects the author’s characteristics more accurately, while others feel that the published text should be the copy-text because the author expected his manuscripts to be subjected to the normal routines of publishing» (cito solo un resumen, impecable como suyo, de G. Thomas Tanselle 1978:47). Si apareciera el manuscrito del Quijote, seguramente tendríamos que decidirnos por la segunda posibilidad.

Todo indica que Cervantes compartía la actitud más frecuente hasta el siglo xviii, en España como en el resto de Europa, según la cual la grafía de un libro era incumbencia del impresor, no del autor. Los creadores de entonces consideraban la ortografía de sus originales cuestión tan personal y tan libre como la caligrafía, y a la ortografía de los que daban a la estampa no solían prestarle más atención de la que nuestros contemporáneos conceden comúnmente a la tipografía, en general aceptando que ha de plegarse a las costumbres o los caprichos de la editorial, la colección o la revista: la eventualidad de que el impresor se atuviera a la materialidad de sus textos autógrafos les habría sonado tan rara y tan poco atractiva como al narrador a quien en la actualidad propusiéramos publicar una novela, no en composición tipográfica (o análoga), sino en un facsímil del manuscrito.

Sin duda tendría Cervantes ciertas preferencias y hábitos fonéticos y ortográficos, pero eran tan flexibles (o laxos), que no le impedían escribir unas veces tuue y otras tube, o bien e y he (de haber), ansi, assi y asi, rescibos, reçiuo, receui y reciui, mesmo y mismo, dozientas, duzientas y docientas, etc.etc. (M. Romera-Navarro 1954). En cualquier caso, no solo no contaba con que el impresor conservara esos posibles hábitos y preferencias, sino que esperaba y quería que los adaptara a unas convenciones diversas, las que a él, el impresor, le eran propias, pero que un escritor no tenía por qué observar. No en balde en todos sus autógrafos firmó como «Cerbantes» y en las portadas de sus obras dio siempre por bueno que se estampara «Ceruantes» (cf. D. Eisenberg 1983:21-23). No tengamos hoy escrúpulos en poner «Cervantes».

El Quijote debió de pasar por todas las fases que a comienzos del Seiscientos eran corrientes para que un libro llegara al lector romancista: el autor escribía a su aire, un amanuense profesional sacaba en limpio el autógrafo, y la copia del amanuense (revisada o no por el escritor) era repasada a su vez por el corrector de la imprenta, quien, a grandes rasgos, marcaba sobre ese «original» o exponía a los operarios las reglas ortográficas que debían aplicar, con la inevitable interferencia de errores, gustos y modalidades lingüísticas propias, que luego él, con mayor o menor diligencia, procuraba subsanar en las pruebas (cf. F. Rico 1998, en prensa). Pero si en 1605 los componedores de B no sintieron la obligación ni la conveniencia de seguir punto por punto la grafía de A, es decir, de la edición que estaban reproduciendo a plana y renglón (cf. R.M. Flores 1975), ¿qué pudo sobrevivir en 1604, con todos esos factores interpuestos, de los pormenores ortográficos del manuscrito cervantino?

Ciertamente, pensar que cuando en A se encuentra ansi, assi o asi, mesmo o mismo, rescibio, recebi o recibi, cada una de esas variantes refleja en concreto la empleada por el novelista precisamente ahí, sería tan erróneo como creer que la princeps supone una mutación substancial. La edición de Cuesta ofrece bastante más regularidad gráfica que los autógrafos de Cervantes (compárense simplemente en la una y en los otros las formas de recibir recién citadas), pero, con todo y con ello, no solo está lejanísima de la uniformidad que llegaría a implantar la Real Academia Española, sino que de hecho muestra gran parte de las vacilaciones presentes en aquellos. Es, pues, razonable entender que el conjunto (aunque no cada una) de tales vacilaciones refleja grosso modo el uso real del autor, mientras, desde un punto de vista complementario, la sistematización relativamente mayor a que sin duda fueron sometidos otros elementos ortográficos responde en general a la voluntad de Cervantes, a su aquiescencia a las prácticas habituales en la época. Que «contra el uso de los tiempos no hay qué argüir» (I, 49, 560).

De esas consideraciones resulta que nuestros criterios de modernización consistan fundamentalmente en reducir las consonantes del viejo sistema fonológico a los grafemas que hayan venido a heredarlas en la actualidad, manteniendo íntegramente las oscilaciones del vocalismo y de los grupos consonánticos (en una o en dos sílabas) de carácter culto, excepto cuando nos hallamos ante la flagrante anomalía de algún componedor (cf. por ejemplo I, 365.20-21, y II, 1094.18).

La modernización de la antigua serie de oposiciones entre b y v (o u), s y ss, c o ç y z, g o j (o i) y x, en crisis ya a principios del siglo xvii (para Cervantes, cf. solo D. Eisenberg 1990), apenas plantea más dudas que las relativas a ximio y oxte, que en el primer caso transcribimos con j y en el segundo con x, en ambos siguiendo a la Academia (cf. también II, 1101.27), y a la posible distinción entre anex– y anej-, que, como sea, resolvemos en j, en tanto conservamos México y mexicano, tan justamente arraigados. (El helenismo Xanto lo damos con j, pero el contexto exige Xenofonte, como las excepciones análogas en el donaire alfabético de I, 34, 425.)

Observamos básicamente el uso moderno de la h (para hanega, cf. I, 358.1), añadiéndola, por tanto, en voces doctas y patrimoniales (hipogrifo, Heraclio, Henares, holandas), eliminándola en hancas, hazeña, hijadas, holfato, hornato o trahía, y optando otras veces por una de las dos posibilidades que ofrece la Real Academia Española, para elegir arriero (que en los autógrafos cervantinos comparece con y sin h), harpa (más común en A) o hético ‘demacrado’ (según hoy se prefiere).

A otros propósitos, entendemos que requesta, pese a la relación con requerir, se pronunciaba como encuesta, y según ello procedemos igual que con requa, quaxada o grandíloqua. La y consonántica se mantiene como en A (que se sirve solo de yerba, yelo, yele) y la vocálica o semivocálica de Reynaldos, ruybarbo o Egypto se convierte en i. Escribimos con j la inicial del híbrido iurisperito y simplificamos las geminadas etimologistas de illustre o summa, mientras en las palabras romances chr– y ph pasan a cr– y a f.

En embidio, combidar o conpusieron, nos amoldamos a la ortografía académica. En los grupos proclives a una grafía latinizante, respetamos las fluctuaciones de A, y editamos, pues, rescibir y recibir, efecto y efeto, subtiles y sutiles, captivo y cautivo, repto y reto, etc.etc., según aparezcan en la princeps, excepto cuando se trata de peculiaridad aislada de un determinado tipógrafo (así en I, 151.16 y 544.5). Por fortuna, las formas de A que ahora nos resultan menos gratas, por más pedantes (prompto, digamos, o sumptuosa), están en franca minoría, de modo que guardan al texto una cierta pátina de época sin llegar a entorpecer la lectura. (Es obvio que Cervantes decía pronto, y no prompto, como se lee en el f. 27v del Viaje del Parnaso, en rima con tonto; pero la pronunciación concreta del escritor es pura anécdota sin trascendencia ninguna, mientras la grafía latinizante algo nos apunta sobre los horizontes culturales del período.) Otra manera de proceder (como la sensatísimamente aplicada por J.J. Allen en 1977) habría desembocado en más inconsecuencias de las admisibles en una edición como la presente, dirigida a un público muy amplio, pero también orientada por un estricto criterio histórico y aun documental.

Las diferencias entre el uso actual y los voltarios usos antiguos en voces o sintagmas que pueden sentirse como una o dos palabras, en prefijos percibidos como más o menos separables y en la aglutinación de enclíticos explicarán que cuando aparecen hayamos convertido sanbenito en sambenito, enoblecer en ennoblecer, prerogativa en prerrogativa, enrrejados en enrejados, pela ruecas en pelarruecas, o pónganos en póngannos, pero quitámosselo en quitámoselo. La posibilidad de que sea del autor nos decide a mantener inre-.

En la separación o unión de palabras o morfemas, nos adherimos a la tradición filológica española para seguir a la princeps en el empleo de deste y dél (etc.) o bien, con frecuencia mucho menor, de este y de él. Pero en principio, y habida cuenta de que en ese terreno estamos especialmente al albur no ya de los cajistas, sino incluso de los accidentes tipográficos, hemos tendido a favorecer, usándolas regularmente, las formas más familiares hoy, y cambiado en consecuencia las de A en casos como empós, de priesa, de bajo, de tras, a penas, a posta, simpar, arrienda suelta, contra punto, medio día, destripa terrones, Carlo Magno, Jesú Cristo, etc.etc., aunque en ocasiones cuenten con refrendo académico. No hacemos excepción con a demás en el sentido de ‘en exceso’ o ‘por demás’, pero sí una vez con a caso, y siempre con a Dios (solo rarísimamente junto en A, y entonces mantenido), porque así llega a imponerlo el contexto, y con números como diez y seis o veinte y dos. (Al paso: expresamos en letras ciertos numerales que A formula en guarismos, y conservamos el clásico IIII, y no IV, en los romanos.) Transcribimos uniformemente nonada. Si la analogía con sobremanera nos recomienda sobremodo, el contemporáneo sobremesa no nos disuade de dar sobre mesa y sobre comida (y cf. II, 930.25, para sobre escrito y sobreescrito). Otros particulares los recogemos en el aparato crítico.

Sin embargo, ni antigua ni modernamente está tan clara, por ejemplo, «la distinción de uso sintagmático y morfológico de bien y mal» (M. Morreale 1979:486), como para sometermos a una norma inflexible: se hace un poco cuesta arriba mantener «todas las veces que me acuerdo de mi mal logrado» (II, 48, 1019) o «no querría que se mal lograse» (I, 21, 228), si uno no recuerda «Oye a una triste doncella / bien crecida y mal lograda» (II, 44, 987), o «Tomé Cecial … vio cuán mal había logrado sus deseos» (II, 15, 748); enhorabuena constituye a veces una unidad evidente (y también enhoramala aparece sustantivado), pero alterna asimismo con en buen(a) hora; el matiz que separa a un gentil hombre de un gentilhombre o el elogio que convierte al primero en el segundo resultan a menudo imperceptibles, y no es forzoso entender que en cuantos oírla quieren o encarecerse pueden el pronombre debe escribirse unido al infinitivo. Tampoco es llano decidir si una a (funcione o no como complemento directo de persona) está embebida en la palabra contigua por descuido o por práctica aceptable y si conviene restituirla. Frente a dilemas por el estilo de esos, hemos procedido con más libertad de la que otros se hubieran tomado, confortándonos con la idea de que estamos en un terreno mal definido y, sobre todo, de que tales lugares podrán quizá causar alguna duda a quien se pregunte por las categorías gramaticales del texto o las costumbres gráficas de A, pero no estorbarán nunca la comprensión del lector.

En cuanto a la acentuación, si nos consta que Cervantes pronunciaba una palabra de otro modo que hoy, no dudamos en darle la versión gráfica correspondiente: Dario (no Darío), numidas, nigromancía, carácteres, etc. Los editores se mueven entre los extremos de no poner nunca (RM) y poner siempre (MZ) tilde en el como completivo («ya les había dicho como era loco y que por loco se libraría…», I, 3). Nosotros hemos tendido, pero desde luego sin generalizarla, hacia la primera posibilidad, no ya por la dificultad de precisar cuándo estamos ante un adverbio y cuándo ante una conjunción (cf. R. Mendizábal 1945:448), sino además en armonía con la parquedad que la Real Academia Española aconseja ahora en el recurso a la tilde para el adverbio solo y para los pronombres demostrativos: y nosotros, en efecto, solo nos servimos de ella en esos términos si hay riesgo grave de anfibología.

En fin, el reparto de mayúsculas y minúsculas es básicamente el moderno (incluso en algunas indecisiones), pero no hasta el punto de escribir La Mancha, como hoy se hace casi invariablemente, por referencia a la región autónoma.