Las Interpretaciones del Quijote

Las interpretaciones del Quijote

Por Anthony Close

La bibliografía crítica del Quijote es, como el caos primitivo, vasta y pletórica. Ya en el siglo xix escaseaban los epítetos necesarios para ponderar su inmensidad y, desde entonces, se han impreso no pocos millones de palabras sobre el Quijote. El narrar la historia de su interpretación desde 1605 hasta nuestros días dentro del breve ámbito de un prólogo es, pues, una tarea que exige por parte del historiador un brutal esfuerzo de selección. Solamente voy a tomar en cuenta las interpretaciones que, bien por su amplia repercusión o por su valor representativo, constituyen importantes hitos de esa evolución histórica. Además, para dar un enfoque preciso a lo que pudiera fácilmente degenerar en un catálogo de fechas, nombres y títulos, pienso centrarme en una de las constantes de tal historia: el conflicto entre dos actitudes hacia los clásicos. La primera es el tipo de comprensión histórica definido por Schleiermacher, que remite siempre al dominio lingüístico del autor y de sus lectores contemporáneos; la segunda, de índole acomodaticia, trata de adecuar el sentido del texto, a pesar de su infraestructura de supuestos arcaicos, a la perspectiva mental del lector moderno. Esta segunda actitud es la postura espontánea del lector medio y también la del crítico literario, en cuanto portavoz de los intereses de ese simbólico personaje.

Como suele pasar en los matrimonios, la frecuente tensión entre las dos actitudes oculta una simbiosis latente que se remonta a los orígenes de la hermenéutica —la ciencia de la interpretación de los textos sagrados—, de la cual se derivan las premisas de la historia literaria moderna. Si bien la exégesis de la primera era del Cristianismo interpreta el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo, acomodándolo por medio de un código alegórico, aquellos intérpretes, ante la proliferación de versiones heréticas, se vieron obligados a fijar reglas de interpretación para acotar el terreno de las lecturas legítimas. La misma alternancia entre flujo liberador y reflujo regulador puede observarse en la tradición que ahora nos ocupa. Aquí, el yelmo de la acomodación lucha por imponerse a la bacía del historicismo o de la metodología rigurosa, y a la inversa, resultando muchas veces del conflicto el objeto híbrido acuñado humorísticamente por Sancho Panza. Examinemos un momento clave, a comienzos del siglo xx, en que nace el baciyelmo de la crítica moderna del Quijote.

Un mito es una leyenda acerca de los orígenes: su objeto es justificar las prácticas o creencias de un pueblo, hallándoles una génesis divina. De acuerdo con esto, el comentario de Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho (1905), debe considerarse una recreación mítica del Quijote, que lleva la tendencia acomodaticia a sus últimas consecuencias. Para comprender sus premisas, tenemos que echar nuestra mirada atrás, hacia la segunda mitad del siglo xviii, cuando Herder puso en circulación la idea de que cada pueblo tiene un alma histórica, que inspira su peculiar manera de ser y alcanza su más cálida expresión en las grandes obras de arte nacionales. Después de atravesar varias etapas en su desarrollo a lo largo del siglo xix —Hegel, Carlyle, Taine—, la tradición, casi a punto de agotarse, llega a su culminación irónica en el comentario de Unamuno. Aquí, por medio de caprichosas inversiones de las premisas de Cervantes, Unamuno se muestra pícaramente consciente de lo idiosincrático de su comentario al Quijote: por ejemplo, don Miguel toma al pie de la letra la burlesca ficción de que nos las habemos con la crónica verdadera de un caballero heroico; de ahí que trate a Cervantes como a un tonto jovial incapaz de entender el alcance de su creación. ¿Interpretación legítima o malabarismos de un prestidigitador perverso? A juzgar por el prólogo a Del sentimiento trágico de la vida (1913), la segunda alternativa parece la más verosímil. Aquí Unamuno declara en tono desafiante: «¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes». Para Unamuno, este mensaje vivo se relaciona con una corriente de espiritualidad congénita a la esencia histórica del pueblo español, común a sus grandes santos (San Ignacio, Santa Teresa) y a sus anónimas tradiciones populares. Tal como ha sido plasmada en el personaje de don Quijote, concuerda con el cristianismo secularizado, lúcidamente irracional, del propio Unamuno, que él ofrece a los lectores españoles como vocación colectiva, capaz de catalizar una futura regeneración de España. El don Quijote unamunesco, pues, es un héroe mítico, vate de la fe propia de nuestro tiempo.

Ya hemos observado que la actitud acomodaticia lleva dentro de sí los gérmenes de su contraria y no se resigna fácilmente a renunciar a sus derechos de legitimidad. Resulta evidente para todo el que lo lee que el comentario de Unamuno, a pesar de sus caprichos y bufonadas, aspira a imponerse al lector como una legítima explicación del sentido del Quijote, y descansa sobre la distinción entre el sentido vivo de un texto clásico correspondiente a sus rasgos perdurables y la efímera capa histórica que tanto les preocupa a los especialistas universitarios. Este tipo de distinción la hallamos también en los demás miembros de la llamada generación del 98, mayormente Azorín, quien, como Unamuno, se opone vigorosamente al tipo de historia literaria vigente en la época de Menéndez Pelayo (1856-1912). Lo que la generación aborrece en esa pedagogía institucional es su cerril sensatez, típica del positivismo decimonónico, preocupado siempre por el preciso sentido filológico y los determinantes históricos del texto literario. Todo ello, los noventayochistas pretenden reemplazarlo por una aproximación íntima y viva a los clásicos, que los haga asequibles al lector moderno y descubra en ellos señales que apunten a un nuevo ideario colectivo, catalizador de una nueva España.

Sin embargo, por razones evidentes, la nueva valoración de los clásicos no podía imponerse eficazmente si no se tomaba en serio el problema metodológico al que Unamuno volvía caprichosamente las espaldas. Esta justificación metodológica la aportarían dos hombres ilustres: primero, José Ortega y Gasset; después, Américo Castro. Consideremos primero las Meditaciones del «Quijote» de Ortega, cuya publicación en 1914 marca el momento en que el yelmo de la interpretación unamunesca se convierte en baciyelmo.

En unas breves y, al parecer, inocentes frases de su prólogo, Ortega efectúa una revolución en la interpretación del Quijote, mediante una distinción entre personaje y estilo: «Conviene, pues, que haciendo un esfuerzo, distraigamos la vista de don Quijote, y vertiéndola sobre el resto de su obra, ganemos en su vasta superficie una noción más amplia y clara del estilo cervantino». Sugerencia que supone un rechazo tanto de la interpretación noventayochesca del Quijote, centrada obsesivamente en la figura del héroe, como de la crítica positivista (Morel-Fatio, Rodríguez Marín), empeñada en ver los textos literarios como mero reflejo o producto de las circunstancias históricas y biográficas en que se engendraron. Para Ortega, como para su contemporáneo Benedetto Croce, dichos textos tienen una estructura regida por leyes propias e internas, de índole estética, que corresponden a la intuición creadora del artista, su peculiar manera de ver el mundo: «El ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva». Con esta afirmación, Ortega sienta no solo las bases de su propia filosofía, sino las del cervantismo moderno. Las palabras reflejan una filosofía post-kantiana que da primacía a la mente, no a la materia, y le confiere la función de estructurar a priori nuestro conocimiento de la realidad. Por aquellos mismos años, Ferdinand de Saussure difundía unas enseñanzas semejantes en su Curso de lingüística general, enseñanzas que sus sucesores aplicarían al lenguaje literario, a la antropología, a la semiótica en sus diversas ramas. La estilística (Spitzer, Hatzfeld, Casalduero, Rosenblat), muy influyente en la crítica cervantina del siglo xx, sacará de tal fuente sus premisas fundamentales: sobre todo, la concepción del lenguaje como un sistema formal reducible a unos pocos principios dinámicos y simetrías estructurantes. El pensamiento de Cervantes de Américo Castro (1925), que inaugura el cervantismo moderno, es complementario de ese movimiento.

Pero, junto a esos elementos nuevos, hay otros supuestos en el libro de Ortega que se remontan directamente al romanticismo alemán: la mencionada creencia en el alma de un pueblo; la idealización del arte como síntesis simbólica del pensamiento de toda una época; la convicción a priori acerca de la profundidad enigmática de las obras maestras. Estos supuestos, que no desaparecerán, ni mucho menos, en el transcurso del siglo xx, favorecen la supervivencia de la interpretación mítica del Quijote. Así que, si bien Ortega opone una bacía al yelmo de Unamuno, la oposición dista mucho de ser radical.



Para Ortega, el Quijote es un llamamiento a los españoles para que domeñen la sensualidad anárquica inherente a su cultura y reivindiquen su herencia teutónica: la meditación, en un sentido lato del término. En efecto, sin mencionar a Unamuno, Ortega contrasta el vitalismo irracional de aquel con su propia filosofía de la razón vital. Para Ortega, la alucinación de don Quijote, que toma por gigantes los prosaicos molinos de viento del campo de Montiel, simboliza el eterno esfuerzo en el que se debate la cultura toda por dar claridad y seguridad al hombre en el caos existencial en que se halla metido. El error quijotesco, pues, es heroico y ejemplar. Pero no constituye en absoluto una advocación de un racionalismo abstracto, aislado en su torre de marfil. Al enfrentar el plano del mito, propio del género épico, con el plano de la tosca realidad, vinculado con la comedia, Cervantes define la misión de la cultura en el mundo moderno y el tema del género híbrido encargado de expresar su Weltanschauung: la novela. Esa misión consiste en proclamar un nuevo valor, distinto a las verdades absolutas o a las consabidas tradiciones milenarias: la vida, radicada en el yo de cada ser humano. Tal es el sentido de la aventura del retablo de maese Pedro. De la misma manera que don Quijote se halla imantado por la ilusión teatral hasta el punto de creer verdaderos los sucesos representados en el retablo, asimismo el lector se halla sutilmente sugestionado por la ilusión novelesca, arrastrado hacia su interior, gracias al truco mediante el cual Cervantes opone ilusión (el retablo y lo que representa) a realidad (el cuarto del mesón y los espectadores allí reunidos). De esta manera, el lector percibe que la alucinación de don Quijote simboliza el voluntarismo autocreador en que consiste la existencia humana, obligada a alzar el vuelo del plano cotidiano hacia un «más allá» de ideales subjetivos. Como veremos, las sucintas páginas dedicadas a la aventura del retablo de maese Pedro son el punto de arranque de dos corrientes de crítica literaria que surgen después de la guerra civil española: el existencialismo y el perspectivismo.

Volvamos ahora al punto de partida cronológico de nuestra historia: el siglo xvii. «El Quijote ni fue estimado ni comprendido por los contemporáneos de Cervantes», falla tajantemente Azorín en uno de sus ensayos. Este juicio, aunque esencialmente falso, encierra una verdad a medias. Es falso porque pasa por alto la gran popularidad de que disfrutó el Quijote en la España del siglo xvii, época en que era casi tan familiar como el Romancero para el hombre de la calle. Un ejemplo curioso de esta familiaridad nos lo ofrece la conversión de la lamentación de Sancho por la pérdida del rucio en tópico consagrado que se saca a colación cuando a algún personaje de comedia le sobreviene una desgracia semejante1. Ahora bien, lo que contribuyó sin duda a la consagración del tópico, aparte de los méritos del pasaje, tan acorde con el regocijo, típico en aquella época, ante cualquier confusión de lo asnal con lo humano, son las asociaciones más o menos proverbiales que lo envuelven todo: el famoso olvido de Cervantes con respecto a la pérdida y hallazgo del rucio; el tema de la amistad de este con su amo, con antecedentes en el refranero; la encarnación de Sancho y su asno en figuras carnavalescas que desfilaban por las calles en fiestas públicas, como las organizadas en honor de la Inmaculada Concepción en Utrera y Baeza en 1618.

El mencionado juicio de Azorín es inexacto por dos razones más. En primer lugar, resta valor a los enfáticos tributos que a los méritos de Cervantes —invención, ingenio, gracia, elegancia, decoro, discreción— rinden jueces tan calificados como Valdivielso, Salas Barbadillo, Tirso de Molina, Quevedo, Tamayo de Vargas, Márquez Torres y Nicolás Antonio. El juicio de este último es significativo. Para un siglo que estimaba tan altamente el ingenio, no debe considerarse menudo elogio lo siguiente, proferido por su principal bibliógrafo: «ingenii praestantia et amoenitate, unum aut alterum habuit parem, superiorem neminem» (‘por la excelencia y amenidad de su ingenio, tuvo algún que otro igual, pero ninguno superior’). En segundo lugar, Azorín exige anacrónicamente que los hombres del siglo xvii, al enjuiciar el Quijote, compartiesen el criterio de profundidad propio de la generación del 98. Todos, sin excepción, incluso tan perspicaz y entusiasta admirador de Cervantes como el francés Saint-Evremond, vieron en la novela simplemente una obra de entretenimiento genial, de naturaleza risible y propósito satírico. Como justificación de esta «miopía» masiva, conviene añadir que los numerosos juicios que el propio Cervantes emite sobre su obra no disienten esencialmente de la opinión común; el más elocuente de estos juicios, por ser sin duda el que Cervantes querría que tuviese valor de epitafio literario, es la entusiasta salutación proferida por el estudiante a quien Cervantes y su pequeña comitiva encontraron en el camino de Esquivias a Madrid: «¡Sí, sí; este es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las Musas!» (Persiles y Sigismunda, Pról.). Salutación repetida con variantes en múltiples ocasiones en la Segunda parte del Quijote, donde Cervantes recoge fielmente las reacciones de lectores contemporáneos ante su libro, diferenciándolas según sus especies: juvenil, madura, sofisticada, plebeya, regocijada, despectiva…

Sin embargo, el juicio de Azorín llama la atención sobre una curiosa deficiencia en la actitud del siglo xvii hacia el Quijote. Con algunas excepciones, como el licenciado Márquez Torres, aprobador de la Segunda parte del Quijote, el siglo se muestra extrañamente reacio a otorgar a un autor tan estimado el rango clásico que lógicamente parece corresponderle y que, en España, les fue conferido a Garcilaso, Góngora, Lope de Vega, Alemán, Fernando de Rojas, Quevedo y Calderón. A falta de tal promoción, la obra de Cervantes nunca consigue la atención ponderada que se presta a estos otros autores. A este respecto, es relevante comparar la fortuna del Quijote con la de Guzmán de Alfarache y La Celestina, dos obras que, como aquel, pertenecen a un género bajo y risible y son excéntricas en relación con los cánones de la poética clásica. Los factores que llevan a los traductores extranjeros de La Celestina y Guzmán, y a Gracián, en sus fervorosos elogios a ambas obras en su Agudeza y arte de ingenio, a elevarlas al nivel del Parnaso son la gravedad ejemplar y sentenciosa, de origen libresco, que manifiestan. Cualidades que para Gracián tienen el realce privilegiado de la agudeza. Aunque el Quijote no esté exento, ni mucho menos, de tales propiedades, Cervantes, en el Prólogo a la Primera parte, casi hace alarde de renegar de las mismas y, en el cuerpo de la obra, tiende a ocultarlas bajo un velo de amena jovialidad. Así que, a ojos de sus contemporáneos, el Quijote no pone en primer término las cualidades más indicadas para redimirle de cierto aire de alegre intrascendencia, y ello a pesar del general reconocimiento de que Cervantes, «ese ejecutor acérrimo de la expulsión de andantes aventuras» (Tirso de Molina), se propuso un fin provechoso y lo logró con éxito fulminante. A esto se deberá sin duda el que Gracián no mencione nunca el nombre de Cervantes y el que aluda a él de forma tan despectiva en El Criticón, en el episodio de la Aduana de las Edades, destinado a calificar la lectura apropiada para la madurez varonil (El Criticón, II, crisis primera). Por otra parte, algunas de las cualidades más destacadas del Quijote —la famosa urbanidad de Cervantes, el naturalismo de su caracterización, su brillante sátira contra la afectación literaria y los estereotipos y convenciones novelescos— no coincidían exactamente con los juicios de valor preconcebidos vigentes en la época, al menos en España e Inglaterra. Buen ejemplo al propósito es la versión del Quijote de Avellaneda. Aquí desaparece todo el chispeante humor del estilo narrativo de Cervantes, incluso la ficción acerca de Benengeli, los incansables juegos de palabras, la parodia de diversos registros. Se esfuma el relieve dado a la textura de la vida cotidiana y a la psicología correspondiente. Se eliminan el entorno pastoril o montañoso, imbuido de alusiones literarias y las continuas interferencias entre lo cómico y la evasión romántica. Lo más llamativo de estas modificaciones es el notable empobrecimiento de las personalidades de amo y mozo; este, en manos de Avellaneda, se vuelve el simple gárrulo, tosco, glotón y maloliente de la comedia del siglo xvi, mientras que aquel apenas si sale del molde fijado por Cervantes en los capítulos iniciales de su novela: el delirante y ensimismado imitador de literatura caballeresca.

El Quijote goza de mayor prestigio en Francia. En el siglo del bon goût y del academicismo literario, los mencionados méritos del Quijote cundieron como ejemplo práctico, repercutiendo brillantemente en Le roman comique, de Paul Scarron, y recibieron aprobación formal por parte del padre Rapin en sus Réflexions sur la poétique d’Aristote (1674). Merecen mención especial los elogios de su contemporáneo Saint-Evremond, que considera el Quijote como el libro más capacitado para enseñarnos a formar «un bon goût sur toutes choses»; partidario de los Modernos, en la querella de los Antiguos y los Modernos, equipara el Quijote con la Aminta de Tasso y los Essais de Montaigne, que pueden rivalizar con cualquier producción de la Antigüedad. Con estos juicios, pisamos ya los umbrales del siglo xviii.



En el siglo xviii Cervantes tuvo mejor suerte; a este siglo se debe el honor de haberle colocado sobre un pedestal, empresa en que tienden a confundirse los elogios a las virtudes del hombre con los méritos de su obra. Se suele decir que fueron los extranjeros, mayormente los ingleses, quienes enseñaron a los españoles a estimar en su justo valor a Cervantes. Aunque no puede negarse que la fervorosa afición a Cervantes manifestada por los ingleses del siglo xviii estimulara en parte el giro de opinión producido en España, este, a mi juicio, habría surgido espontáneamente de una u otra manera, gracias a una serie de factores característicos de la Ilustración española, que eran favorables a Cervantes en la misma medida en que no lo eran para Góngora y Calderón. Estos factores son el espíritu crítico y normativo de la época, acorde con los motivos neoclásicos que inspiran la sátira cervantina del género caballeresco; la actitud moralizante que lleva a Luzán, en su Poética (1737), a declarar que «el fin de la Poesía es el mismo de la filosofía moral»; la propensión a mirar con ojos benignos a escritores del Siglo de Oro clásicos y castizos, no contaminados por las tendencias «decadentes» del siglo xvii, como el culteranismo. Este último motivo lleva a Gregorio Mayans y Siscar, en su Retórica castellana (1757), y a Antonio Capmany, en su Teatro histórico-crítico de la elocuencia española (1786), a citar múltiples trozos de Cervantes como modelos estilísticos. Las dos obras citadas marcan importantes hitos en el proceso de institucionalización pedagógica de Cervantes en España. Por lo que hace a las interpretaciones extranjeras del Quijote, solo mencionaré de paso dos aspectos: primero, la nueva valoración del figurón (humourist) en Inglaterra, que da pie a la creación de personajes extravagantes pero amables modelados directamente sobre don Quijote; y, en segundo lugar, la elaboración del tipo de humor caprichoso y reflexivo que exhibe Cervantes como narrador del Quijote, incluido todo el repertorio de trucos tendentes a llamar la atención sobre la ilusión ficticia o ironizar acerca de las convenciones literarias. Todo ello culmina en The Life and Opinions of Tristram Shandy de Laurence Sterne, que, además de ser una novela genial, encierra, de modo implícito, una interpretación audazmente innovadora del Quijote, que tendrá que esperar hasta el siglo xx para su formulación. Ahora vuelvo la mirada a España, donde tienen lugar los adelantos más significativos.

El libro de Mayans y Siscar Vida de Miguel de Cervantes Saavedra es un estudio crítico fundamental, que sienta las bases de la investigación metódica de la vida y obra de Cervantes. Fue traducido al inglés y al francés y reeditado varias veces en España. Se trata de una obra de encargo, solicitada por lord John Carteret para servir de prólogo a la esmerada edición del Quijote, corregida por Pedro Pineda, que imprimió el librero londinense Jacob Tonson en 1738 y que Carteret regaló a la reina Carolina para adornar los estantes de su pabellón de Richmond Park. El valenciano Mayans, jurisconsulto, latinista, impugnador de la decadencia lingüística y, en las postrimerías de su vida, editor de una magistral edición de las obras de Juan Luis Vives, ejercía de bibliotecario real en la época en que escribió el libro. Habida cuenta de que este se compuso en los albores de la investigación metódica de la historia literaria, no es de extrañar que contenga una apreciable cantidad de errores o suposiciones inexactas; lo impresionante del libro es la frecuencia con que Mayans da en el blanco, gracias a su conocimiento detallado de los textos cervantinos, que cita copiosamente. En cuanto interpretación del Quijote, fija las grandes líneas que seguirán los principales sucesores de Mayans en la época neoclásica española, y tiene el mérito de ver la obra de Cervantes como un sistema artístico coherente, cuyos «manifiestos» teóricos, como la discusión entre el canónigo de Toledo y el cura (I, 47-48), concuerdan entre sí y con la práctica de Cervantes. Esta idea fecunda fue desechada en el siglo xix, para no ser rehabilitada hasta el tercer decenio del siglo xx. La aproximación de Mayans es fundamentalmente apologética y da por sentada la premisa que al siglo xvii español le había resultado tan difícil reconocer: la de que las obras en prosa de Cervantes son dechados de regularidad neoclásica y pueden rivalizar con los monumentos de la Antigüedad. Así que el Quijote es comparable con la Ilíada: «Si la ira es una especie de furor, yo no diferencio a Aquiles airado de don Quijote loco. Si la Ilíada es una fábula heroica escrita en verso, la Novela de don Quijote lo es en prosa, “que la épica (como dijo el mismo Cervantes) tan bien puede escribirse en prosa como en verso”» (Vida, p. 158). Por supuesto, Mayans reconoce que este principio formal está desarrollado en el Quijote bajo un aspecto gracioso, popular y cotidiano, y con la variedad de estilos y asuntos que caracteriza las novelas de Cervantes en general (Vida, pp. 43, 51, 156). Las actitudes reformistas de Mayans y su simpatía hacia los humanistas españoles del siglo xvi se hacen patentes en su tratamiento del desarrollo de la literatura caballeresca y de los errores que había introducido en la historia, denunciados por hombres como Pedro de Rhúa, Pero Mexía y Juan Luis Vives. Para Mayans, estas denuncias y la sátira de Cervantes obedecen al mismo impulso crítico. Una sección importante del ensayo está dedicada a rebatir, mediante una exposición de las teorías dramáticas de Cervantes, las acusaciones que Avellaneda le había hecho de escribir el Quijote impulsado por la envidia que les tenía a él y a Lope de Vega. He aquí otra oportunidad para insistir en el neoclasicismo de Cervantes, y además en su serenidad y magnanimidad, cualidades estéticas y morales que Mayans contrasta repetidamente con los defectos de su detractor.

Sobre los cimientos puestos por Mayans, el docto artillero Vicente de los Ríos montó el edificio de su Análisis del Quijote, que sirve de prólogo a la magnífica edición del Quijote publicada por la Real Academia Española en 1780. El ensayo fue objeto de un caluroso elogio en la Historia de las ideas estéticas de Menéndez Pelayo. En España, al menos hasta mediados del siglo xix, ninguna otra interpretación del Quijote superaría a esa en autoridad e influencia. Lo que Vicente de los Ríos añadió a la interpretación de Mayans fue, principalmente, un penetrante análisis de la dicotomía entre ilusión y realidad en que se funda la acción de la novela. Para de los Ríos, el Quijote contiene una novela épica, con todas las de la ley, encajada dentro de una novela realista; y esta estructura concéntrica la consigue Cervantes mediante las dos perspectivas sobre la acción, antagónicas pero perfectamente sincronizadas, que mantiene desde el comienzo hasta el fin. La primera, que es la del protagonista y permanece inmune a la realidad gracias a su locura, le permite interpretar todo lo que le pasa como una serie de maravillas propias de la épica caballeresca, con sus peripecias, obstáculos y resoluciones correspondientes. La segunda, que es la nuestra, nos hace considerar la primera como ridículamente extraviada y contraponer a su cadena de lances imaginarios una serie muy distinta: casual, prosaica, caprichosa y, sobre todo, verosímil. Así que, en el crisol de la verosimilitud psicológica con que ha retratado la manía quijotesca, Cervantes ha fundido dos mundos artísticos en uno, logrando los efectos maravillosos del género caballeresco sin incidir en su empalagosa inverosimilitud. Nadie se acuerda ya de Vicente de los Ríos, pero, en esencia, esta idea suya acerca de la doble perspectiva del Quijote ha sobrevivido a todos los cambios de interpretación sucedidos desde su tiempo hasta el nuestro.

En el balance arrojado por la interpretación neoclásica del Quijote hay que tener en cuenta también el debe. Después de los panegíricos prodigados a Cervantes por sus más destacados intérpretes dieciochescos, entre los que se cuentan los grandes editores del siglo (John Bowle, Juan Antonio Pellicer), tenía forzosamente que llegar una reacción, y esa se produjo en la gran edición de Diego Clemencín (1833-1839). Henos aquí ante una nueva forma de la dicotomía que definimos al principio de este prólogo. Por extraño que parezca el calificar de neoclásico a un hombre del siglo xix, las premisas de Clemencín cuadrarían perfectamente en el siglo xviii, y sus mismos reparos al Análisis de Vicente de los Ríos se inspiran en la estética neoclásica: una concepción antihistórica de la pureza de la lengua, y también de las sacrosantas reglas. Estos son los palos que empuña Clemencín para castigar en sus notas a pie de página las supuestas incorrecciones del Quijote —torpezas gramaticales y estilísticas, inconsecuencias cronológicas y geográficas—, abriendo así un debate y una temática que han permanecido vivos hasta época muy reciente, y haciendo revivir virulentamente el antiguo tópico de «Cervantes, ingenio lego». De aquí en adelante, al menos hasta 1925 (año de la publicación de El pensamiento de Cervantes), la crítica más autorizada considerará a Cervantes como un genio inconsciente. La inmensa autoridad de la edición de Clemencín, que completa y corona los esfuerzos de sus grandes precursores Bowle y Pellicer por documentar las referencias de Cervantes a la literatura caballeresca, contribuye a perpetuar esta opinión.

En torno a 1800, la interpretación neoclásica del Quijote se vio minada por el romanticismo alemán, que tomó la obra como modelo del género que proclamaría como suyo, la novela, y lo convirtió, además, en una de las piedras angulares de su reconstrucción de la estética y de la historia literaria. Gracias al impacto de esta revolución sobre la historia intelectual posterior, sus repercusiones en la interpretación del Quijote habían de ser profundas. Para los hombres de aquella generación —Friedrich y August Wilhelm Schlegel, F.W.J. Schelling, L. Tieck, Jean Paul Richter—, el Quijote constituía una cima artística tan elevada como las obras de Shakespeare y cumplía el requisito de la novela ideal: el de ser un poema en prosa que «ejecuta fantásticas variaciones sobre la melodía de la vida». Lo admiraban por su rica polifonía de tonos y estilos, las caprichosas piruetas de su humor, su actitud agridulce hacia la caballería medieval, su universalidad mítica; e interpretaban todo eso de acuerdo con su visión del destino histórico del hombre, escindido entre el espíritu y la naturaleza, y en un proceso de desarrollo continuo hacia una síntesis. Para ellos, la obra ejemplificaba la llamada ironía romántica en todas sus manifestaciones: el sentido de la oposición entre lo ideal y lo real; el escepticismo del artista hacia sus más queridas ilusiones; el lúdico desinterés que demuestra ante su propia creación. Entre estos juicios y los característicos del siglo xviii media una distancia inmensa. Ya no se califica el Quijote de «épica burlesca» (Vicente de los Ríos), ni de «sátira contra el entusiasmo y el extremismo» (lugar común compartido por Voltaire, D’Alembert, el doctor Johnson, Fielding y el alemán Bertuch, en su traducción del Quijote de 1775). Ni mucho menos se le considera una obra de burda comicidad solamente válida para «entretener la hora de la digestión después del almuerzo», según la caricaturesca frase de Friedrich Schlegel. Ahora se habla de su «exquisita seriedad», se insiste en la ambigua profundidad de su alcance satírico, y, en cuanto obra épica, se le equipara con los grandes poemas de Camõens, Ariosto, Milton, Tasso. La apoteosis de esta nueva interpretación la marcan las páginas que en su Philosophie der Kunst el filósofo Schelling dedica al género de la novela, cuyos paradigmas principales son el Quijote y Wilhelm Meister de Goethe. Aquí, Schelling desarrolla la idea, fundamental para el siglo xix, de que mediante el personaje de don Quijote Cervantes presenta la lucha simbólica entre lo ideal y lo real, adoptando un tono robustamente cómico y realista en la Primera parte del Quijote, y un sofisticado perspectivismo en la Segunda, donde lo ideal se halla atrapado, reflejado y degradado por la sociedad, de manera algo semejante a lo que les ocurre a los compañeros de Ulises con la maga Circe.



Una de las grandes ideas innovadoras del romanticismo representa una inversión —y por eso mismo una prolongación— de la premisa fundamental del Siglo de las Luces, que postula que la civilización europea representa una progresiva superación del pensamiento mítico y primitivo. El romanticismo acepta la premisa, pero saca conclusiones diametralmente opuestas, al considerar como proceso negativo la enajenación a la que se ve sometido el hombre urbano apartado de sus orígenes. Estos —el mundo gótico, los mitos, la robusta sencillez de la Edad Media— se evocan ahora con nostalgia idealizante. Revolucionaria también es la concepción de la naturaleza como un vasto organismo, animado por una corriente de energía vital, que al exteriorizarse en el mundo de las criaturas se ve sometida a continuas evoluciones, destinadas a llegar algún día a una síntesis de la naturaleza y el espíritu. Tal concepto de la naturaleza mina la fe neoclásica en la universalidad de las leyes del gusto, y, en cambio, celebra la diversidad cultural. Así, en sus discursos sobre literatura antigua y moderna (Viena, 1812), Friedrich Schlegel afirma que el Poema de Mio Cid, por su casticismo de pura cepa, es de más valor para España que toda una biblioteca, y que el Quijote revive ese espíritu de caballería medieval y retrata en colores imperecederos las costumbres y los valores de la España de Felipe II. A partir de este momento, la crítica decimonónica del Quijote estará marcada por un carácter histórico-nacionalista, en contraposición con el espíritu preceptivo del siglo anterior. Sin embargo, como veremos, la oposición entre las dos posturas oculta rasgos de continuidad menos aparentes.

En España, la manifestación más temprana de la aproximación romántica al Quijote exhibe claramente el aludido carácter nacionalista y sirve para rechazar una acusación de antipatriotismo que se le venía haciendo a Cervantes desde mediados del siglo xvii. Según sus detractores —el más célebre era Lord Byron—, Cervantes «destrozó con una sonrisa» no solo los libros de caballería, sino la caballería en general, y con ella, el pundonor castellano. La necesidad de rechazar esta especie nada lisonjera originó un tipo de aproximación al Quijote que, en España, durante un siglo y medio, gozaría de gran autoridad. Entre sus epónimos figuran Agustín Durán (1849), Juan Valera (1864), Menéndez Pelayo (1905) y Menéndez Pidal (1920). Fue Agustín Durán, en el prólogo a su gran edición del Romancero español en la Biblioteca de Autores Españoles, quien dio con el germen de un alegato de defensa convincente. Según Durán, lejos de acabar con el espíritu guerrero de Castilla, Cervantes limpió un foco de infección que lo iba estragando, a saber, una forma de caballería perniciosa, de origen francés, que se introdujo en España a raíz de la imposición de la monarquía autoritaria por los Reyes Católicos. En efecto, Durán convierte a Cervantes en un liberal patriótico que se rebela contra el afrancesamiento cultural y un gobierno despótico semejante al introducido por los Borbones. Y desvirtúa la tradicional acusación de que Cervantes «deshizo con una sonrisa la caballería española» añadiéndole las palabras: «y de buena nos libramos».

Cuando los tres mencionados sucesores de Durán recogen y desarrollan esa tesis, en sendas conferencias magistrales, ya se ha establecido en España la idealización romántica de la caballería medieval y del carácter de don Quijote. La visión que del Quijote proyectan los tres críticos es, hasta cierto punto, homogénea. Todos señalan la sobriedad y el realismo histórico de la épica y el Romancero españoles, en contraste con sus exóticos congéneres del norte de Europa; todos dividen la personalidad de don Quijote en dos mitades, una noble y otra ridícula, correspondientes a los dos aspectos de la dicotomía entre castizo y extranjero; todos atribuyen a Cervantes una actitud ambivalente hacia la épica medieval, en relación con la cual el Quijote es a la vez canto de cisne y ave fénix, destruyéndola en su aspecto anacrónico y renovándola en una nueva forma —la novela— más adecuada al mundo moderno.

La conferencia de Menéndez Pelayo «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote» es, como cabía esperar del maestro santanderino, una sinopsis magistral, aún no envejecida, de las conexiones intertextuales en que se sustenta la obra cervantina. Exhibe el casticismo conservador típico de todas sus obras de historia intelectual o literaria, y además un clasicismo latente, que se manifiesta en los epítetos con los que intenta captar los rasgos más típicamente cervantinos: «lo claro y armónico de la composición»; «el buen gusto que rara vez falla»; «cierta pureza estética que sobrenada en la descripción de lo más abyecto y trivial»; «cierta grave consoladora y optimista filosofía»; «la olímpica serenidad de su alma, no sabemos si regocijada o resignada». Para Menéndez Pelayo, todo esto es síntoma de un clasicismo espiritual, no aprendido en los libros, que hace de Cervantes un alma gemela de Luciano, Boccaccio y los erasmistas y humanistas españoles. Y, por encima de todo, descuella esa entrega candorosa a la realidad, propia del artista helénico, que suprime toda afectación de estilo, toda contorsión de la fantasía, y hace que nos preguntemos constantemente: «Entre la naturaleza y Cervantes, ¿quién ha imitado a quién?». Estas palabras resumen la actitud del positivismo decimonónico ante el Quijote, contra la que va a arremeter Américo Castro veinte años después.

La conferencia de Menéndez Pidal «Un aspecto en la elaboración del Quijote» es, en realidad, la comprobación sistemática de una idea de Menéndez Pelayo: la de que el carácter de don Quijote evoluciona mediante un proceso de depuración, a medida que Cervantes se va emancipando de la tosca fórmula paródica adoptada en los primeros capítulos de la novela. La aportación de Menéndez Pidal consiste en hallar catalizadores precisos para las etapas de dicho proceso: en especial, el anónimo Entremés de los romances, supuesto modelo de los capítulos iniciales del Quijote. Aunque la tesis de Menéndez Pidal, por lo que al entremés respecta, ha perdido crédito en años recientes, esta conferencia fue durante mucho tiempo una demostración ejemplar de cómo analizar la relación entre el artista y sus fuentes. Por otra parte, de esta conferencia, como de la de Menéndez Pelayo, trasciende un espíritu conservador que hace ver el Quijote como paradigma del tradicionalismo de la cultura castellana: según esta visión, la novela de Cervantes es un soberbio fruto tardío de corrientes creadoras derivadas de la Edad Media.

El libro de Salvador de Madariaga Guía del lector del «Quijote» (1926) sirve de colofón a estas dos conferencias, y analiza la supuesta depuración de la personalidad de don Quijote bajo un aspecto psicológico.

El estereotipo de un Cervantes genialmente irreflexivo, común a los críticos más autorizados del período 1860-1925, debe considerarse históricamente como una prolongación de los reparos pedantescos de Clemencín a las «incorrecciones» del Quijote y, como ellos, representa un movimiento de péndulo contrario a una postura de fervoroso elogio. En el mencionado período, este desenfrenado entusiasmo estaba representado por dos bandos, que podemos calificar de «escuela panegírica» y «escuela esotérica». Los del primer grupo intentaban comprobar la pasmosa pericia de Cervantes en una determinada profesión o ciencia: navegación, medicina, economía, geografía, teología, psicología; los del segundo grupo, encabezados por Nicolás Díaz de Benjumea, sostenían que el Quijote era una sutil alegoría alusiva a la biografía del autor y la historia contemporánea. En sus panfletos polémicos, que lucen los donosos títulos de «La estafeta de Urganda» (1861), «El correo de Alquife» (1866) y «El mensaje de Merlín» (1875), Benjumea identifica a don Quijote con el propio Cervantes y le equipa de una ideología de librepensador republicano. Para este crítico, el discurso de la Edad de Oro proclama los ideales de libertad, igualdad y fraternidad; Dulcinea del Toboso simboliza el Libre Pensamiento; Avellaneda es un seudónimo tras el cual se oculta una cábala —Lope de Vega, López de Úbeda y otros— que contrapone al caballero de izquierdas cervantino con una contrahechura mojigata y reaccionaria. Hasta qué punto la «benjumeización» del Quijote logró hacerse respetable a partir de 1859, fecha de publicación del primero de los folletos de Benjumea, lo podemos ver siguiendo el desarrollo de lo que él llamaba la aproximación «filosófica» al Quijote.

Con este pomposo epíteto se designaba cualquier tipo de interpretación que rompiera con el neoclasicismo; el máximo exponente europeo era Hippolyte Taine, quien, en los años sesenta, dio a luz una serie de obras destinadas a descubrir nada menos que el pensamiento colectivo de un pueblo a través de su literatura. Para el crítico francés, los estudios literarios se convierten en una rama de la historia, que intenta demostrar cómo el ideario nacional, en cualquier etapa de su desarrollo, es el producto riguroso de tres determinantes: raza, medio ambiente, momento histórico. Entre las obras españolas que siguen este camino se cuenta La filosofía del derecho en el «Quijote», de Tomás Carreras y Artau (1903), compilación erudita y sustanciosa de los lugares comunes del Siglo de Oro acerca de la soberanía, los derechos de la guerra, las minorías étnicas y las relaciones internacionales. Buen representante del positivismo de la época, Carreras y Artau da por sentado que en el Quijote asistimos a una «representación cinematográfica del siglo xvi», la cual ofrece el panorama «del modo de pensar, de sentir y de obrar de aquella generación española», dividida en un estrato culto (don Quijote) y otro plebeyo (Sancho).

Sin embargo, daríamos una idea equivocada de la escuela de Benjumea si le atribuyéramos el rigor erudito exhibido por el mencionado libro. El rasgo más típico de esa generación es su impresionismo novelesco, manifiesto en su manera de conjugar los avatares vividos por Cervantes con los propios de su época. Para estos críticos, la sátira contra los libros de caballerías llevaría a Cervantes a adivinar una crisis histórica en ciernes: el colapso del feudalismo y su reemplazamiento por un nuevo sistema de valores, democrático, burgués, racional. He aquí la verdadera grandeza del Quijote.



Según Francisco Tubino (1862), «como artista, pertenece Cervantes a su siglo; como pensador, a la posteridad». Y lo que hizo posible tan genial intuición fue que varios de los factores que contribuyeron a esa crisis repercutieron también en la azarosa existencia de Cervantes: Lepanto, la Armada, los triunfos militares de Carlos V, los fracasos económicos de Felipe II, la expulsión de los moriscos, la frivolidad de la corte de Felipe III. ¿Cómo no ver que las decepciones de Cervantes coincidían con las de otros dos idealistas fracasados, España y don Quijote? Y, si se toma en cuenta que el siglo xvi fue decisivo para la formación de los rasgos castizos del pueblo español, ¿cómo no comprender que la meditación sobre tales simetrías llevaría forzosamente a la comprensión del alma de la raza?

Estos tópicos vienen repitiéndose, casi sin variación, desde los artículos de Benjumea, publicados en La América en 1859, hasta Don Quijote, don Juan y La Celestina, de Ramiro de Maeztu (1926). La influencia de este tipo de idealización sentimental de Cervantes se percibe fácilmente en múltiples estudios publicados en tiempos más recientes: por ejemplo, los ingentes tomos de la biografía de Cervantes compuesta por Astrana Marín (1948-1958).

El pensamiento de Cervantes, de Américo Castro marca una ruptura tan decisiva con la crítica anterior como lo hicieron en su momento los juicios sobre el Quijote del romanticismo alemán. Al igual que las Meditaciones del «Quijote», es una reacción declarada contra la imagen de candorosa sensatez que le había adjudicado a Cervantes la escuela de Menéndez Pelayo. Realiza triunfalmente la necesidad que sentía la generación del 98 de hallar un sentido vivo y actual en Cervantes, sin tener, para ello, que sacrificar el rigor universitario, lo cual era para esa generación una condición ineludible.

La premisa dinámica de Castro, que conforma todo el mapa de relaciones que entre Cervantes y el pensamiento renacentista presenta en su libro, es la de que para fijar estas relaciones hay que saber primero cuáles fueron los «supuestos primarios» de Cervantes, más bien que cómo pensaban sus precursores. Estos supuestos son el observatorio desde el cual otea el panorama intelectual en torno suyo, constituyen el prisma que lo refracta en múltiples facetas, cada una de las cuales está orientada hacia una vida individual. Tales imágenes ópticas son un rasgo recurrente del libro y el aspecto más evidente de sus varias deudas con Ortega, sobre todo su relativismo. El desarrollo sistemático de la mencionada premisa a lo largo de El pensamiento de Cervantes le confiere la mayor parte de su valor, que consiste concretamente en tratar el pensamiento de Cervantes como un sistema coherente que se manifiesta en todo el repertorio de sus obras. Y puesto que —según Castro— este sistema opta por el medio artístico más bien que por el discursivo o teórico para su expresión, arte y pensamiento son aspectos inseparables. De golpe, las ideas de Cervantes adquieren vida e interés propios, en vez de quedar relegadas a la categoría de lugares comunes de la época, irrelevantes para las intuiciones del Cervantes creador. Todo ello repercutirá provechosamente en la crítica cervantina posterior a 1925, sobre todo en lo tocante a la apreciación de las obras menos populares de Cervantes, como Persiles y Sigismunda, que van a sacarse del trastero reservado a las modas literarias anticuadas para estudiarse con detenimiento y respeto, como fruto del mismo sistema que produce las obras maestras.

Quizá la tesis más fecunda de Castro fuese la de que Cervantes estaba plenamente familiarizado con las poéticas del Renacimiento y que el tema central del Quijote se identifica con una de sus candentes polémicas: la relación de la poesía con la historia. Esta tesis está vinculada con la concepción fundamental de un Cervantes congénitamente ambiguo, partidario de la fe renacentista en los valores y verdades absolutos, pero dispuesto también a echar las garras de su ironía sobre tan preciadas abstracciones. Esta ironía se matiza de un melancólico escepticismo típico de los espíritus más ilustrados de fines del siglo xvi, escindidos entre la adhesión a la Contrarreforma y la nostalgia por el ambiente secular del humanismo. De ahí la ironía «prismática» de Cervantes y su forma peculiar de tratar el problema teórico que más de cerca le afectaba: ¿hasta qué punto puede acomodarse a la verosimilitud, con su aire de veracidad histórica, la mimesis universal y ejemplar a que debe aspirar la poesía? En vez de resolver la pregunta, Cervantes da con la ocurrencia genial de dramatizarla en la antítesis de don Quijote y Sancho, contraponiendo los dos aspectos de la dicotomía en abierta e irresoluble dialéctica. En fin, en el mundo cervantino todo se resuelve en un juego de puntos de vista contrastados; el único valor que escapa a este relativismo es el deber de cada cual de adherirse a las leyes de su propia subjetividad.

Tal es, en resumen, el argumento de este libro, el cual, a pesar de haber suscitado previsibles antagonismos por parte del cervantismo tradicional, reforzados por el clima conservador de la España de posguerra, sigue repercutiendo en la crítica cervantina de hoy en día. Su vigencia se explica no solo por el acierto de determinadas tesis, sino también por la fecundidad de los supuestos metodológicos que las sostienen. Con todos estos méritos, El pensamiento de Cervantes, considerado en relación con el ciclo de oscilaciones de péndulo que hemos ido observando, representa un movimiento excesivo hacia el polo acomodaticio. Este impulso tendencioso queda de manifiesto en la frecuente torsión a la que se someten tanto los textos cervantinos como su contexto ideológico, y obedece al deseo de derribar de su pedestal al Cervantes hecho a la medida de la época de la Restauración, para reemplazarlo por un Cervantes más digno de la España del siglo xx. Este nuevo Cervantes es algo así como un Montaigne español: un novelista profundamente escéptico y reflexivo, quien, nutrido por las ideologías más innovadoras de su siglo, y en medio de un clima de opinión reaccionario, ha llevado a cabo una revisión radical del programa del yo, disimulando su mensaje por medio de un arte cargado de elocuentes apartes y de segundas intenciones.

A partir de 1925 las tendencias dominantes de la crítica del Quijote podrían esquematizarse bajo las siguientes etiquetas: 1) el perspectivismo (Spitzer, Riley, Mia Gerhard); 2) la crítica existencialista (Castro, Gilman, Durán, Rosales); 3) la narratología o socio-antropología (Redondo, Joly, Moner, Segre); 4) la estilística y aproximaciones afines (Hatzfeld, Spitzer, Casalduero, Rosenblat); 5) la investigación de las fuentes del pensamiento cervantino, sobre todo en su aspecto «disidente» (Bataillon, Vilanova, Márquez Villanueva, Forcione, Maravall); 6) un grupo de críticos que se opone, desde puntos de vista diversos, al impulso modernizante que manifiesta El pensamiento de Cervantes (Auerbach, Parker, Otis H. Green, Riquer, Russell, Close). Hay, además, otras corrientes críticas que se derivan de tradiciones antiguas, aunque las renueven a la luz de supuestos críticos modernos: la investigación de la actitud de Cervantes ante la tradición caballeresca (Murillo, Williamson, Eisenberg); el estudio de los «errores» del Quijote (Stagg, Flores) o de su lengua (Amado Alonso, Rosenblat); la biografía de Cervantes (McKendrick, Canavaggio). Como la mayoría de estos críticos presupone que Cervantes ha inaugurado la novela moderna, se suelen inspirar en los estudios globales sobre dicho género o en obras de teoría literaria que versan sobre el tema. Me refiero a trabajos de Ortega, Lukács, Bajtin, Robert Alter, Wayne Booth, Trilling, Levin, René Girard, Northrop Frye, Marthe Robert, Foucault, Genette, Segre… El impacto de este ingente cuerpo de pensamiento teórico o sintético, enriquecido por Freud, Jung, el estructuralismo francés y, en años recientes, las corrientes postmodernistas (Derrida, Barthes, Kristeva, etc.) ha aumentado de manera notable desde 1975, mayormente en Estados Unidos.

El escoger, entre esa masa heterogénea de trabajos críticos, unos pocos que representen adecuadamente las mencionadas tendencias es imposible, tanto por razones de espacio como por el hecho de que las tendencias se entrecruzan. Me limitaré, pues, a mencionar cuatro estudios sobre el Quijote que han repercutido profundamente en la crítica posterior e ilustran el tema central del presente prólogo. Todos manifiestan el afán de renovación de que he venido hablando, contrarrestado por un rigor o una sutileza analíticos que vuelve a establecer el debido equilibrio entre acomodación y comprensión histórica.

La Teoría de la novela en Cervantes, de Edward C. Riley (1962), arranca de premisas derivadas de El pensamiento de Cervantes. Para Riley, gracias al espíritu de autocrítica propio de Cervantes y, también, mediante las sutiles yuxtaposiciones de literatura y vida que abundan en el Quijote, la novela somete la mimesis épica a un interrogatorio que contiene en germen otro tipo de mimesis, destinado a florecer en la novela moderna, e imbuido de realismo y relativismo. Así que el título del libro de Riley encierra un equívoco. A nivel explícito, la teoría en cuestión se desenvuelve dentro de los parámetros de un neoclasicismo ortodoxo y afecta principalmente a la épica en prosa, que culmina en Persiles y Sigismunda. A nivel implícito, se trata de una contra-teoría, síntoma del racionalismo premoderno, que mina o matiza todos los conceptos clave de la teoría oficial y sobre todo los relacionados con la dicotomía entre poesía e historia. El libro de Riley origina una serie de temas y problemas fecundos: la poética de Cervantes, su perspectivismo, su condición de precursor de la novela moderna.



El influyente ensayo de Leo Spitzer «Perspectivismo lingüístico en el Quijote» forma parte de un libro concebido para ejemplificar las aplicaciones de la lingüística al análisis de los textos literarios. El ensayo se inspira en la concepción de la llamada ironía romántica: la idea de que, al darse cuenta del conflicto irresoluble entre lo absoluto y lo relativo, el artista se siente impulsado a distanciarse, con humorismo despreocupado, de todos los puntos de vista, valores e ideas contenidos en su propia creación. He aquí de nuevo la escisión entre el Cervantes crítico y el creador de ilusiones, que Spitzer rastrea a través de varias esferas de la obra cervantina: la inestabilidad de los nombres y de las etimologías, y los múltiples desdoblamientos y máscaras del narrador. La idea rectora del ensayo de Spitzer es la de que el estudio microscópico de la periferia de la obra cervantina —sus menudencias estilísticas— puede llevar certeramente a su núcleo filosófico, que Spitzer identifica con una exaltación premodernista de la autonomía del arte y, también, con el perspectivismo diagnosticado por Américo Castro, con exclusión de la irreligiosidad que Castro le atribuye.

Esta posibilidad de pasar del análisis minucioso a sacar consecuencias de gran envergadura la demuestra asimismo el capítulo de Erich Auerbach «La encantada Dulcinea», que incluyó en su libro Mímesis posteriormente a su primera redacción. La pregunta que se plantea Auerbach es la siguiente: ¿cómo, en Occidente, se dio el paso de la mimesis clásica, según la cual lo cotidiano era esencialmente risible, a la propia de la novela moderna, que es capaz de tratarlo como algo trágico y problemático? Para Auerbach, el Quijote es un momento clave de esta evolución, ya que aquí se hallan todos los ingredientes de la forma moderna de representación —un héroe con motivaciones nobles, que choca constantemente con la sociedad y se ve sometido a repetidos fracasos— sin que los ingredientes cuajen en la síntesis esperada. Todas las técnicas narrativas de Cervantes, que Auerbach ilustra con un análisis detallado de un capítulo específico (II, 10), niegan la problemática inherente a tal conflicto: el héroe nunca sufre sus fracasos trágicamente; su sabiduría ocupa los paréntesis de su locura, y nunca pone en duda el derecho de la sociedad a ser como es; el autor ve toda la acción lúdicamente como una serie de leves enredos, deleitándose en su multicolor variedad. La grandeza del ensayo de Auerbach se debe a que, situado en una perspectiva post-orteguiana y muy consciente de su atracción, reconoce los rasgos del Quijote que apuntan a su trascendencia potencial, para negar que lleguen jamás a actualizarse. Por así decirlo, demuestra la valentía intelectual de poner en tela de juicio sus propios impulsos acomodaticios.

Una forma muy distinta de heroísmo intelectual está representada por el nutrido grupo de ensayos que Américo Castro publica bajo el título Hacia Cervantes (1957), y también por su libro Cervantes y los casticismos españoles (1966). Aquí Castro se retracta de la imagen europea e intelectualizante que del pensamiento de Cervantes había presentado en su libro de 1925. Ahora propone una interpretación muy distinta, complementaria de la tesis sobre «la realidad histórica de España» que venía exponiendo desde 1948. Me refiero a su concepción de la forma de vida, junto con los valores y creencias resultantes, que forjaron las tres castas españolas (cristianos, judíos y musulmanes) que conviven en la España de la Edad Media y la «edad conflictiva» (el siglo xvi). A estas alturas Castro interpreta el Quijote como la máxima expresión del sistema de valores que los hispano-judíos del siglo xvi, entre los que cuenta a Cervantes, se construyeron en reacción a su angustiosa situación social: la novela expresa la visión utópica de una España libre de rencillas y antagonismos, donde cada individuo, cual don Quijote ante el retablo de maese Pedro, puede remontar el vuelo hacia la órbita de su propio «más allá». Estos ensayos de Castro, que, desde luego, no han disminuido la influencia de El pensamiento de Cervantes, han estimulado una serie de estudios sobre la «forma de vida» de Cervantes, considerada como determinante de su arte y poética, y además han atizado una polémica sobre la relación de Cervantes con su entorno social.

Parece que debiéramos concluir que el sentido del Quijote es nada más que una sucesión de estructuras históricas, sin esencia estable. Sin embargo, tal escepticismo, aunque muy a tono con algunos de los sistemas teóricos de moda, sería injustificado. Por paradójico que resulte afirmarlo, la comprensión de ciertos aspectos esenciales del Quijote no ha variado en cuatrocientos años. Un solo ejemplo basta para confirmarlo: Vicente de los Ríos (1780), con su tesis acerca de las dos perspectivas que fundamentan la acción del Quijote. Como hemos visto, Américo Castro, un siglo y medio después, sostiene una tesis parecida. Ahora bien, por muy grande que sea la distancia entre los supuestos intelectuales de ambos críticos, y también entre los sistemas de interpretación dentro de los cuales se encuadran las tesis respectivas, es evidente que los dos se están refiriendo al mismo fenómeno. Por eso mismo, cabe hablar, sin caer en el ridículo, de la posibilidad de diálogo entre interpretaciones discrepantes, de rectificación de interpretaciones torpes o equivocadas, de progreso en la comprensión del texto. Dicho de otro modo, los yelmos remiten a las bacías.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Incluir en una lista a todos los autores mencionados en este prólogo la alargaría desmesuradamente. Así pues, omitiré los autores o textos que solo se mencionan de paso y, para otras indicaciones, así como para precisiones bibliográficas más detalladas, remito a las fuentes siguientes: la excelente bibliografía contenida en Edward C. Riley, Don Quixote, Allen & Unwin, Londres, 1986 (trad. española, Introducción al «Quijote», Crítica, Barcelona, 1990); mi libro The Romantic Approach to «Don Quixote», Cambridge University Press, 1978, relevante sobre todo en cuanto a la historia de la interpretación del Quijote en España, Inglaterra y Alemania; Maurice Bardon, Don Quichotte en France au xviie et au xviiie siècle, París, 1931; Miguel Herrero García, Estimaciones literarias del siglo xvii, Madrid, 1930; Peter E. Russell, «Don Quixote as a Funny Book», Modern Language Review, LXIV (1969), pp. 312-326; Leopoldo Rius, Bibliografía crítica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra, 3 tomos, Madrid, 1895-1904; Paolo Cherchi, Capitoli di critica cervantina (1605-1789), Bulzoni, Roma, 1977; Dana B. Drake y Dominik L. Finello, An Analytical and Bibliographical Guide to Criticism on «Don Quijote» (1790-1893), Juan de la Cuesta, Newark, 1987; Luis Andrés Murillo, «Bibliografía fundamental», apéndice a su edición del Quijote, Castalia, Madrid, 1978, 3 tomos; José Montero Reguera, El «Quijote» y la crítica contemporánea, Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 1997. Una visión global ofrece Francisco Rico, «Las dos interpretaciones del Quijote», en su Breve biblioteca de autores españoles, Seix-Barral, Barcelona, 19913pp. 139-161.

A continuación, detallamos en orden alfabético las referencias bibliográficas más relevantes: Nicolás Antonio, Biblioteca Hispana nova, Madrid, 1778, 2 tomos. ¶ Erich Auerbach, Mimesis: Dargestellte Wirklichkeit in der abendländischen Literatur, A. Francke, Berna, 1946 (trad. española, Mímesis: la realidad en la literatura, Fondo de Cultura Económica, México, 1950). ¶ Alonso Fernández de Avellaneda, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ed. Martín de Riquer, Espasa-Calpe, Madrid, 1972, 3 vols. ¶ John Bowle, ed., Miguel Cervantes, Quijote, E. Aston, Salisbury, 1781. ¶ Tomás Carreras y Artau, La filosofía del derecho en el «Quijote», Madrid, 1903. ¶ Américo Castro, El pensamiento de Cervantes, Revista de Filología Española, Madrid, 1925 (ed. facsímil, Crítica, Barcelona, 1987); Hacia Cervantes, Taurus, Madrid, 1957 (3.ª edición revisada, Madrid, 1967); Cervantes y los casticismos españoles, Alfaguara, Madrid-Barcelona, 19662. ¶ Diego Clemencín, edición del Quijote, Aguado, Madrid, 1833-1839. ¶ Nicolás Díaz de Benjumea, «Comentarios filosóficos del Quijote», serie de nueve ensayos publicados en La América, Crónica Hispano-Americana, del 8 de agosto al 24 de diciembre de 1859. ¶ Agustín Durán, introducción al primer tomo de su edición del Romancero general, en Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, vols. X y XVI, 1849. ¶ Baltasar Gracián, Agudeza y arte de ingenio, ed. Evaristo Correa Calderón, Castalia, Madrid, 1969, 2 vols.El Criticón, ed. Carlos Vaíllo, Crítica, Barcelona (en prensa).¶ Salvador de Madariaga, Guía del lector del «Quijote», Espasa-Calpe, Madrid, 1926. ¶ José Martínez Ruiz (Azorín), «Cervantes y sus coetáneos», en Clásicos y modernos, Renacimiento, Madrid, 1913. ¶ Gregorio Mayans y Siscar, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, Londres, 1737; ed. Antonio Mestre, Madrid, 1972. ¶ Marcelino Menéndez y Pelayo, «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, IX (1905), pp. 309-339; reimp. en Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, CSIC, Santander, 1941, I, pp. 323-356. ¶ Ramón Menéndez Pidal, «Un aspecto en la elaboración del Quijote», discurso leído en el Ateneo de Madrid (1920); reimp. Madrid, 19242. ¶ José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, Madrid, 1914; reimp. Madrid, 19212. ¶ Juan Antonio Pellicer, ed., Miguel de Cervantes, Quijote, Sancha, Madrid, 1797-1798, 5 vols. ¶ Edward C. Riley, Cervantes’ Theory of the Novel, Clarendon Press, Oxford, 1962 (trad. española, Teoría de la novela en Cervantes, Taurus, Madrid, 1966); Don Quixote, Allen & Unwin, Londres, 1986 (trad. española, Introducción al «Quijote», Crítica, Barcelona, 1990). ¶ Vicente de los Ríos, «Análisis del Quijote», introducción a la edición del Quijote de la Real Academia Española, Madrid, 1780, vol. I. ¶ Leo Spitzer, «Perspectivism in Don Quijote», en Linguistics and Literary History: Essays in Stylistics, Princeton University Press, 1948, pp. 68-73 (trad. española, «Perspectivismo lingüístico en el Quijote», en Lingüística e historia literaria, Gredos, Madrid, 1955, pp. 161-225). ¶ Miguel de Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes, explicada y comentada, Fernando Fe, Madrid, 1905; Obras completas, ed. M. García Blanco, A. Aguado, Madrid, 1966-1971, vol. III; Del sentimiento trágico de la vida, Madrid, 1913; Obras completas, cit.vol. IX. ¶ Juan Valera, «Sobre el Quijote y sobre las diferentes maneras de comentarle y juzgarle», en Obras escogidas. Ensayos, 2.ª parte, Madrid, 1928.