Motivos y Tópicos Caballerescos

Motivos y Tópicos Caballerescos

Por Mari Carmen Marín Pina

A juicio del canónigo, todos los libros de caballerías son prácticamente iguales, «cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene más este que aquel, ni estotro que el otro» (I, 47). Como buen conocedor del género, el sacerdote toledano alude a lo genérico de estos libros, a la poética fijada en la práctica, que no en preceptiva alguna, por la repetición de tópicos, temas y recursos narrativos. Algunos de estos materiales los recuerda el propio Cervantes en varios pasajes del libro (I, 21 y 50) y él mismo los emplea en la composición de la obra. El público de principios del siglo xvii, más habituado que nosotros a leer libros de caballerías, sin duda alguna los reconocería con facilidad en el Quijote y advertiría claramente los guiños y juegos de su autor. Los lectores actuales de la obra cervantina, menos avezados en tales menesteres, pueden seguir el camino inverso y a través del Quijote y de la mano cervantina pueden acercarse hoy implícitamente a lo que es un libro de caballerías.

De los diferentes tópicos caballerescos recreados por Cervantes a lo largo de la novela, en este apéndice se han seleccionado quince como más representativos, los cuales se presentan siguiendo, en la medida de lo posible, su orden de aparición en el Quijote de acuerdo con el siguiente esquema:

  • 1. El sabio cronista y el manuscrito encontrado
  • 2. El amanecer mitológico: topografía y cronografía caballeresca
  • 3. La investidura
    • 3.1. Aspirante y padrino: la petición de la armazón
    • 3.2. El ceremonial
  • 4. La defensa del menesteroso
    • 4.1. La defensa del escudero oprimido
    • 4.2. La defensa de la princesa raptada
  • 5. El desafío por la dama
  • 6. Sabios encantadores
  • 7. El gigante
  • 8. El requerimiento amoroso
    • 8.1. El caballero casto y la doncella enamorada
    • 8.2. La burla amorosa
  • 9. La guerra y los ejércitos
  • 10. El amor: el caballero y la dama
    • 10.1. La dama, la carta y la penitencia
    • 10.2. El escudero confidente
  • 11. Engaños y burlas caballerescas: la aventura fingida
  • 12. Bestias fieras
    • 12.1. Endriago
    • 12.2. Leones
  • 13. Encantamientos
    • 13.1. La doncella encantada
    • 13.2. El barco encantado
    • 13.3. Metamorfosis y desencantamientos
  • 14. La cueva de las maravillas
  • 15. El caballero pastor

Cada tópico va acompañado de una breve explicación de su contenido y función e ilustrado con uno o varios fragmentos de libros de caballerías españoles del siglo xvi. Los textos elegidos para la ejemplificación (Amadís de Gaula, Las sergas de Esplandián, Palmerín de Olivia, Primaleón, Clarián de Landanís, Lepolemo, Polindo, Amadís de Grecia, Florambel de Lucea, Platir, Cirongilio de Tracia, Belianís de Grecia, Cristalián de España, Florisel de Niquea, Palmerín de Inglaterra, Espejo de príncipes y caballeros, Clarisel de las Flores y Olivante de Laura), dentro de su uniformidad, presentan también rasgos distintivos propios, desviaciones de los modelos fijados como paradigmas genéricos, de manera que a través de ellos se puede rastrear la evolución de la narrativa caballeresca española a lo largo del Siglo de Oro. Al final de cada ejemplo se identifican los textos citados, indicando siempre el autor, el lugar de impresión y la fecha de la primera edición conocida, seguida de los datos de la edición citada. Los textos se han fijado siguiendo las mismas normas utilizadas en la edición del texto cervantino. Algunos de los libros de caballerías seleccionados se citan y comentan en el Quijote, otros se silencian y algunos incluso es posible que Cervantes no los conociera, pero esto poco importa, porque todos ellos presentan los tópicos que cualquier lector del momento reconocería como propios del género.

1) El sabio cronista y el manuscrito encontrado

Los libros de caballerías fingen ser traducciones de antiguos libros escritos en lengua extranjera (griego, latín, árabe, inglés, etc.) por algún sabio cronista y hallados en circunstancias excepcionales. El original reviste la forma inicial de una crónica y el cronista en cuestión emplea los recursos propios de la historiografía. El verdadero autor de la obra se presenta entonces como simple traductor de un libro ajeno, lo que le permite un juego de distanciamientos y perspectivas en relación con la narración y salvaguardarse de las críticas y censuras que pudiera recibir. El título, las piezas preliminares y el colofón ofrecen ya esta información e imagen de la obra. En un doble prólogo, Alonso de Salazar se presenta como traductor del Lepolemo (Valencia, 1521), un libro supuestamente escrito en árabe por el sabio Xartón, precedente de Cide Hamete Benengeli.

CRÓNICA DE LEPOLEMO,

LLAMADO EL CABALLERO DE LA CRUZ,

hijo del emperador de Alemaña, compuesta en arábigo

por Xartón y trasladada en castellano por Alonso de Salazar

Prólogo del intérprete del presente libro dirigido al Ilustre

y muy Magnífico Señor el señor Conde de Saldaña

Suelen dorar el hierro, Ilustre y muy Magnífico Señor, los que quieren que parezca mejor que no es de su nacimiento y para esto no se sufre dorarlo con oro bajo de ley, sino de lo más afinado. Así yo siendo codicioso que este trabajo que puse en el presente libro estando cativo en donde lo hallé, en aquella bárbara lengua arábiga, fuese tenido en aquella posesión que la historia meresce y no desechado por la mala orden de mi traducir, que es peor de hierro, no tuve otro remedio sino enderezarlo a Vuestra Señoría, porque sé que todos mis yerros, dorados con el fino oro de su virtud y favor, no solo pasarán por dorados, mas por de fino oro y con este favor osaré responder a los detratores, pues que sé que no pudo escapar de sus maliciosas lenguas, pues que nadie fue libre de cuantos escribieron. Y diré que más quiero haber sacado mis simplezas a juicio por servir con mi buen deseo a Vuestra Señoría, que no por falta de quien sacase este libro de la escuridad de la lengua en que estaba quedase tan notables hechos en olvido, haciendo escudo que si la orden dél no está a placer de todos, echen la culpa al moro que lo ordenó, pues en mi traducir no he salido de su estilo. No por cierto porque a mi parecer la merezca, pues a su causa tenemos espejo de tan nobles hechos, mas como todos somos inclinados antes a decir mal de lo bueno que no castigar lo malo, no descreo que él por su ordenar y por mi traducir no entremos en el juego de personas que antes lo sabrán decir que no entender ni enmendar. Y estos debrían considerar que en Túnez no había tan limados escriptores de nuestra lengua castellana para que dejara yo de escribirlo, esperando que otros que mejor lo supieran hacer lo comenzasen, que a mi parecer fuera mayor yerro.

Prólogo del auctor moro sacado de arábigo en lengua castellana

Alabado sea Dios grande por todas las cosas que hace. A ti, el gran soldán Zulema, el mayor y mejor rey moro de tu tiempo, yo Xartón, el menor y más obediente de tus vasallos y mayor en la gana de hacer tu mandamiento, te presento este tratado que me mandaste escrebir porque las obras, a lo menos parte dellas, del buen caballero cristiano que llamaron el Caballero de la Cruz, el cual tú bien has conocido por haberse criado juntamente contigo y en la corte del buen soldán tu padre. Las magníficas obras del cual no fuera yo poderoso de escribirlas, porque fueron muchas como tú bien sabes, mas por cumplir lo que me mandastes y porque me pesara que tales obras fueran olvidadas por falta de quien las pusiese por escripto, me puse a escribir las que pudieron venir a mi noticia para memoria de los que vernán después de nosotros, porque leyéndolas sea espuelas para los buenos caballeros y freno para los malos, aunque también pensé que no era cosa conveniente, siendo tu alteza moro y yo también, ponernos a hacer honra en escribir loores de ningún cristiano, por esto muchas veces estuve para dejarlo de escribir, pero considerando cuán lealmente te sirvo, me convida de escribir y con esto ceso. (Alonso de Salazar, Lepolemo, Valencia, 1521; ed. citada: Toledo, 1563, prólogos.)

 

2) El amanecer mitológico: topografía y cronografía caballeresca

Aunque la cronología y el espacio de los libros de caballerías es muy variado, existen una serie de lugares (la floresta, la encrucijada, el castillo, la cueva) y estaciones (primavera, verano) claves para el desarrollo de la acción. La descripción de los mismos se convierte en muchas ocasiones en un ejercicio retórico, en un artificio ornamental y amplificatorio. Los comienzos de libro y de capítulo se prestan especialmente para ubicar la acción en un tiempo concreto, casi siempre en una primavera perpetua y en un amanecer mitológico, todo ello descrito con una prolija y enrevesada prosa, como la utilizada en el Polindo, Cirongilio de Tracia u Olivante de Laura, e imitada por don Quijote en la descripción de su primera y madrugadora salida.

Como ya la hermosa Platona, que las noches con su resplandeciente claridad alumbra, hobiese ya su redondo cuerno hasta la meitad crescido, que es en aquel tiempo que los enamorados sirven a sus señoras con estremados servicios, y cuando el corrido sol más a la tierra daba calor, amenguando los cadalsos y plácidos ríos y secando los pequeños arroyos y produciendo en más abundancia los frutos, y cuando las damas a sus amantes favoreciéndolos por su cuita y mortal pena amansar, en este tiempo caminaba el fermoso don Polindo en compañía del noble rey de Tesalia y cinco días anduvieron sin fallar cosa que de contar sea. Y al sesto día, partiendo de casa de un florastero, entraron por una muy fermosa y cerrada floresta y no anduvieron mucho cuando vieron un castillo muy fermoso y muy bien torreado. (Don Polindo, Toledo, 1526, cap. LXIII, f. XCIIII.)

Apenas el hijo de Latona habiendo girado e ilustrado la antípoda región, ahuyentados los bicolóreos crines de la tripartita y triforme Aurora, con rostro sereno y prefulgente, dejada y desamparada su fúlgida y áurea cuna, subiendo en su ignífero y cuadriequal carro, visitaba a la dorada queroneso, alegre con su vista cotidiana, y ya extendía sus rubicundos brazos, comunicando sus generativos accidentes con los habitadores del elemental orbe, centro del firmamento universal, cuando el caballero Rodilar, despedido del del Águila, muy consolado de lo que por él le había sido prometido, se partió a su castillo donde Rocadel su padre estaba. (Bernardo de Vargas, Cirongilio de Tracia, Sevilla, 1545, libro I, cap. XXIII; ed. citada: James Ray Green, Cirongilio de Tracia: An Edition with an Introductory Study, Johns Hopkins University, UMI, 1974, p. 125).

Dorados estaban los cuernos del toro con los fulgentes y lúcidos rayos que el resplandeciente Febo, habiendo ya hecho en él aposento, con poderosas fuerzas descubría; pasada la parte erizada del año, cesando la braveza de furiosos vientos, la muchedumbre de las húmedas aguas menguaba; huyendo las escuras nubes quedaba el cielo sereno, los aires templados, la calor no muy crecida; lo cual juntamente con ayuda de la fuerza del principiado verano, los deleitosos campos de su acostumbrada librea vestidos ponían en los corazones de los mortales aquel deleite y contentamiento que en aquellos tiempos se suele sentir. Los ojos cebados de las diversidades de rosas y flores jamás de verlas se hartaban, recibiendo asimismo los varios y suaves olores que la madre de todas las cosas ayudada de la naturaleza en ellas produce. Pues en este sabroso y placentero tiempo, el hermoso príncipe Olivante de Laura con su compañero Peliscán, vestidos de la librea que para correr monte es usada, con todos los aparejos necesarios, llevando sus cuernos colgados al cuello, con muchos lebreles, sabuesos y otros perros de caza, acompañados de alguna gente para su viaje, a la montaña donde la sabia Ipermea estaba se fueron. (Antonio de Torquemada, Olivante de Laura, Barcelona, 1564, libro I, cap. VIII; ed. citada: Isabel Muguruza, Antonio de Torquemada, Obras Completas, II, Madrid, Turner, Biblioteca Castro, 1997, p. 77.)

3) La investidura

Para ser caballero andante es condición indispensable recibir la investidura, pues sin ella su persona y andadura no alcanzan validez alguna. El aspirante a caballero la recibe en el curso de una ceremonia en la que se exige la vela de armas en la capilla o en un lugar apartado, el espaldarazo y el ceñir la espada, misión encomendada en muchas ocasiones a las doncellas. El oficiante o padrino del rito necesariamente ha de ser un caballero, cuanto más afamado mejor, para transmitir al neófito su condición y cualidades. Esta es la idea que lleva al feo y orgulloso escudero Camilote hasta el palacio del emperador Palmerín para pedirle la orden de caballería, aduciendo su hidalguía y el deseo de servir a su amada amiga Maimonda. El rito, no descrito en este pasaje del Primaleón (3.1.), lo detalla Beatriz Bernal en el Cristalián de España, en la investidura de don Sarcelio (3.2.), y lo recrea Cervantes en la armazón de don Quijote en la venta.

3.1. Aspirante y padrino: la petición de la armazón

Y estando todos, como vos decimos, en el gran palacio, entró en él el escudero que traía por la mano una doncella y ambos a dos eran tan feos, que no había hombre que los viese que dellos no se espantase. Él era alto de cuerpo y membrudo, era todo velloso que parescía salvaje y de aquella manera venía vestido que traía los brazos de fuera que parescían bien sus cabellos, y la ropa era muy corta y abrochábase delante con una broncha de oro. Y la doncella venía vestida de una seda de muchas colores y traíala cercada de piedras muy buenas y encima de su cabeza no traía otra cosa. Y ella tenía los cabellos muy negros y cortos y crespos a maravilla y traía la garganta muy seca y negra de fuera. Y venían ambos a dos tan desemejados, que a todos pusieron espanto y venían bien acompañados. Ambos a dos fueron fincar las rodillas ante el emperador y todos callaban por oír y ver qué demanda traían. Y el escudero feo, desque besó las manos al emperador, díjole:

—Mi señor, yo soy vuestro natural y vengo a vos pedir por merced que me fagáis caballero porque yo prometí a esta doncella de no lo ser sino de mano del más alto hombre y mejor que hubiese en el mundo. Y bien sé que en todo él no hay quien con vos se iguale y por esto quiero yo ser caballero de vuestras manos, porque de vos me venga ardimiento.

El emperador, que tan bien lo oyó razonar, díjole:

—Amigo, a mí me place de vos facer caballero, mas mucho quería saber quién sois y cómo vos llaman, porque vea si merescéis de ser caballero.

—No dudéis, señor, de me facer caballero, que yo vos digo que soy fidalgo y vengo de linaje de caballeros en quien siempre hobo bondad y ardimiento. Y pues queréis saber mi facienda, quiérvosla decir. Sabed, señor, que nosotros somos de tierra de Gorate y esta doncella es fija del señor della … y desde aquella ora que yo la vi y ella vido a mí comenzámonos de amar muy afincadamente y yo le pedí por merced que se doliese de mí y ella me otorgó su amor. Y cuando yo hobe alcanzado tanto bien, crescióme el argullo y juréle me facer caballero por mano de mejor caballero que hubiese en el mundo, y de allí adelante de facer tales cosas en armas que todo el mundo dijese que jamás doncella tuvo tal amigo, y de ganalle tierra y señorío por donde pasase a su hermana en valor. Maimonda, que ansí se llama esta doncella, fue muy leda con la promesa que yo le fice, y díjome que ella quería venir comigo a ver mis grandes fechos y yo gelo tuve en merced y trájela comigo y dígovos que jamás hombre alcanzó tan gran don como yo en habella alcanzado por señora.

El emperador no pudo estar que no riese y asimesmo todos los altos hombres que con él estaban y decían:

—Cierto, la fermosura de la doncella es tanta, que sus fuerzas farán ser el caballero de grande ardimiento. Viéndola ante sí, no debe turar caballero en silla mucho tiempo.

Y decían otras cosas de escarnio. La infanta Flérida, acordándosele de la fermosura de su Julián, fízose muy lozana y comenzó de reír con sus doncellas del escudero y de la doncella. Camilote, que ansí se llamaba el escudero feo, bien vido la burla que la infanta y los caballeros le facían y por entonces sufrióse, que no dijo nada. El emperador dijo:

—Amigo, pues que tan fermosa amiga tenéis, razón es de facer vos su ruego porque veamos lo que por ella faréis.

Y luego Camilote fizo traer sus armas, que eran muy fuertes más que ricas, y armóse dellas y cuatro escuderos que traía lo armaron muy aína. Y desque fue todo armado, el emperador lo fizo caballero. (Francisco Vázquez, Primaleón, Salamanca, 1512, cap. CI, f. CXV.)

3.2. El ceremonial

El príncipe don Sarcelio se levantó y besó las manos al emperador por la merced que le hacía. Él no se las quiso dar, sino díjole:

—Vos, mi amigo, velaréis esta noche las armas en la mi capilla y de buena mañana seréis caballero con aquella honra que vos merecéis, y asimismo el caballero que orden de caballería os ha de dar.

Don Cristalián se le humilló. Y así pasaron aquel día con mucho placer. Venida que fue la noche, don Sarcelio se armó de unas ricas y lucientes armas, y se entró en la capilla del emperador, acompañado de don Cristalián y de Torcano el Crespo y de Mirantenor. Pasada una pequeña parte de la noche, la princesa, las infantas y sus dueñas y doncellas se vinieron a la capilla (esto fue por mandado del emperador) por más honrar a don Cristalián, que la orden de caballería había de dar a don Sarcelio. Como la princesa entró, don Cristalián y todos los que en la capilla estaban se humillaron … Como la emperatriz y la princesa entraron en la capilla, luego la misa se comenzó con mucha solemnidad. Y como fue acabada, don Sarcelio tomó el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo con mucha devoción, suplicándole tuviese por bien de siempre le ayudar y favorecer en todo cuanto mano pusiese. Y como en pie se levantó, luego don Cristalián le calzó la espuela derecha, y dándole paz en el rostro, le dijo:

—Don Sarcelio, caballero sois. Podéis tomar la espada de quien más os agradare.

Don Sarcelio se volvió a la princesa. Hincando los hinojos en el suelo, le dijo:

—Sea la vuestra grandeza de me dar la espada, porque del todo me pueda llamar el más bienandante de cuantos nacieron.

El emperador dijo a la princesa que se la diese. Ella hizo su mandado, y levantándose tomó la espada y con sus muy hermosas manos se la ciñó, diciéndole:

—Don Sarcelio, tal os dé Dios la ventura como aquí os la deseamos.

Don Sarcelio se humilló ante ella, y le besó las manos por la merced que le había hecho. Luego comenzaron muchos menestriles altos y con mucho regocijo se salieron al palacio, a donde el novel caballero fue desarmado, y cubierto de un rico manto que el emperador le mandó dar. (Beatriz Bernal, Cristalián de España, Valladolid, 1545; ed. citada de Sidney Stuart Park, Don Cristalián de España, de Beatriz Bernal: edición modernizada con introducción crítica, Temple University, 1981, UMI, 1988, pp. 1155-1157, quien reproduce la edición de Alcalá de Henares, 1586 [1587], Segunda parte, cap. LXXIV.)  

 

4) La defensa del menesteroso

Recibida la investidura, el caballero novel se lanza al mundo en busca de aventuras con las que acrecentar su fama y deshacer toda suerte de agravios. Oficio del caballero es defender la fe católica, a su señor terrenal y mantener la justicia. Entre las máximas caballerescas se encuentra también la defensa del menesteroso, especialmente de viudas y demás mujeres, huérfanos y pobres desvalidos. En su ayuda al necesitado, el caballero se enfrenta con villanos, gigantes, monstruos o caballeros que encarnan la maldad, el engaño, la crueldad o la traición, principios todos ellos contrarios a la orden de caballería. Así por ejemplo, para liberar a un simple escudero que está siendo injustamente azotado, don Clarián lucha, en el libro al que da título, con el soberbio caballero Quinastor (4.1.) y para rescatar a la menesterosa doncella raptada Trebacio se enfrenta con unos gigantes (4.2.) en el Espejo de príncipes y caballeros. Don Quijote sigue sus pasos cuando acomete la defensa del muchacho Andrés o la liberación de la supuesta mujer raptada en la aventura de los frailes de San Benito (I, 8) o en la de los disciplinantes (I, 52).

4.1. La defensa del escudero oprimido

Cuenta Vadulato de Bondimargue que un día don Clarián llegó ante un fuerte castillo que estaba puesto en un otero, y bajo en una vega cerca un río que por aí corría vido estar un gran caballero armado de unas armas jaldes y pardillas; el yelmo había quitado y tenía ante sí un escudero desnudo en camisa, colgado por los brazos de un árbol, y facíalo azotar a dos villanos con correas muy fuertes. El caballero le decía:

—¡Por buena fe, don mal escudero! Vos harés lo que yo os digo o morirés.

El escudero respondía:

—A Dios plega por su merced que yo pueda sufrir hasta la muerte las cruezas que en mí haces antes que por mí sea hecha traición.

Cada vez que esto decía le daba el caballero con una lanza que tenía tal palo en la cabeza, que la sangre le hacía correr por muchos lugares.

Cuando don Clarián esto vio, fue movido a tanta piedad del escudero, que las lágrimas le vinieron a los ojos y dijo:

—Agora veo el más desmesurado caballero que nunca vi.

Dejando la carrera que levaba y fue contra allá. Como a ellos llegó, saluó al caballero y díjole:

—Por Dios y por cortesía, señor caballero, no seáis tan cruel contra este escudero. Si vuestro es y os lo tiene merescido, castigaldo de otra manera en parte que no haga lástima a los que pasan por la carrera.  

El caballero, que la faz había robusta, volvió con semblante muy soberbio y dijo:

—Don caballero, vos os tornad por vuestro camino y no digáis cosa alguna a quien poco precia vuestro ruego; que por buena fe, tanto de enojo me habés hecho, que en poco estoy de os castigar.

Don Clarián, que era muy manso y mesurado, respondió:

—Señor caballero, aunque por mi ruego esto no hagáis, hazeldo porque os ruego cosa que os está bien, que es no hacer villanía. Y de castigar a mí no curés, porque mejor haré yo lo que vos quisierdes por otra manera.

El caballero se ensañó desto más y dijo:

—¡Mal hayan vuestras razones, que por hablar poco acabarés comigo! Por ende, os id; si no, sed cierto que quitaré al escudero de donde está y porné a vos, y entonces os escucharé mejor.

A don Clarián le creció ya cuanto de saña de aquesto y de ver la gran soberbia del caballero y respondió:

—Sí Dios me ayude, don bravo y descortés caballero, yo quiero ver a cuánto se extiende vuestra soberbia.

Esto diciendo, metió mano a la espada y cortó la cuerda con que el escudero estaba atado. Como los villanos esto vieron, echaron a huir contra donde estaba el caballero, que por su yelmo que en otro árbol estaba colgado fuera; poniéndoselo en la cabeza, abajó la lanza y movió contra don Clarián, el cual lo salió a recebir y diéronse tan grandes encuentros que las lanzas fueron quebradas. El escudo de don Clarián fue falsado y eso mesmo la loriga, aunque no le prendió en la carne, mas las armas del caballero a la fortaleza del encuentro de don Clarián no tuvieron pro, que más de un palmo de lanza le entró por el cuerpo. El caballero cayó en tierra muy gran caída y fue la ferida tan mortal que luego rindió el spíritu.

Don Clarián volvió sobre él y, como vio que se no levantaba, descabalgó del caballo. Quitándole el yelmo, vio que era muerto y dijo:

—Si vos, caballero, quisiérades, esto fuera escusado, mas vuestra soberbia no os dejó hacer otra cosa y Dios por su merced quiera perdonar vuestra ánima.

Entonces puso sobre él una cruz de dos trozos de lanza y cató por los otros y vio que los villanos iban huyendo contra un bosque. El escudero se vino para él y echándose ante sus pies quísoselos besar. Mas don Clarián lo levantó diciendo:

—Amigo, a Dios Nuestro Señor agradesced vos esto y sin falla yo bien vos quisiera librar sin muerte deste caballero.

—¡Ay señor —dijo el escudero—, no os pese de haber quitado del mundo al más soberbio caballero que en él había!

Don Clarián le demandó cómo había nombre.

—Señor —dijo él—, Quinastor. Él me tomó cuanto yo tenía y me ha tenido en prisión seis meses dándome muchos días tales como este, por que doy muchas gracias a Dios y a vos que de tal cuita me librastes. Por ende, señor, vayamos de aquí, que en aquel su castillo están dos hijos suyos y mucha gente que si esto saben saldrán en pos de nos y nos matarán a todos. (Gabriel Velázquez de Castillo, Clarián de Landanís, Toledo, 1518, primera parte, cap. LXIIII; ed. citada: Gunnar Anderson, Clarián de Landanís. An Early Spanish Book of Chivalry by Gabriel Velázquez de Castillo, Newark, Delaware, Juan de la Cuesta, 1995, pp. 164-166.)

4.2. La defensa de la princesa raptada

[Trebacio] sintió un grande ruido junto a sí. Y mirando por lo que era, vio un grande y entoldado carro, que cuatro caballos le traían. Y en lo alto dél venían dos grandes hachas ardiendo, puestas en dos candeleros de plata, a la luz de las cuales vio sentada sobre el carro una doncella vestida de muy ricas y preciadas ropas, y tan parecida a la princesa Briana que verdaderamente creyó ser ella; la cual, puesta la mano en la mejilla y los ojos bajos, iba muy triste y sospirando, como quien alguna cuita o fuerza padescía.

Y mirando por quien guardaba el carro, vio ir en su guarda dos grandes y desemejados gigantes con sendas hachas en las manos, los cuales iban a pie detrás del carro, con tan fiero semblante que grande espanto ponían a quien los miraba. Mas el grande emperador, que tuvo por cierto ser aquella la princesa, con un ánimo furibundo se levanta, y sin acordarse de llamar sus caballeros, con la espada en la mano se va para los gigantes. Y no se queriendo detener con ellos en palabras, al primero que llegó tiró un golpe con tanta presteza que no tuvo otro remedio el jayán para librarse dél sino alzar la hacha y recebirlo en ella, la cual cortó la espada muy dulcemente por medio de la asta, y de allí descendió por los pechos abajo, que todo lo que alcanzó de las armas lo llevó la espada. En esto llegó el otro gigante, y queriendo dar un golpe al emperador sobre la cabeza, él lo recibió sobre el escudo, y la hacha entró por él tanto quel gigante no la pudo sacar dél, hasta quel emperador le tiró un golpe a las manos por donde la tenía asida, y por miedo dél la hubo de soltar. Y aún no había tenido el emperador tiempo de tirar otro golpe cuando los dos gigantes, viéndose sin armas, con admirable presteza —más que convenía a sus grandes cuerpos— saltan en el carro. Y dando del azote a los caballos un enano que iba en el uno dellos, comienzan de correr con tanta velocidad que parescían volar. (Diego Ortúñez de Calahorra, Espejo de príncipes y cavalleros, Zaragoza, 1555, parte I, libro I, cap. VIII; ed. citada: Daniel Eisenberg, Madrid, Espasa-Calpe, Clásicos Castellanos, 1975, vol. I, pp. 65-66.)

 

5) Desafío por la dama

Un caballero andante sin amores es cuerpo sin alma, no es nada. El amor no está reñido con la caballería y le otorga un nuevo sentido al ejercicio de la misma. El amor por la dama enaltece al caballero, le obliga a acrecentar su fama y a acometer las más diversas aventuras. Por ella el caballero participará en justas y torneos, aceptará desafíos y arriesgará su vida poniéndose siempre a salvo de su recuerdo. Para ella serán también todos los triunfos, el homenaje de los vencidos en su nombre. Su belleza sin par es en muchas ocasiones objeto de disputa, el pretexto para interceptar pasos y cruzar las armas con otros caballeros no dispuestos a asumir tamaña mentira cuando también ellos están enamorados. Albanís de Frisa, por ejemplo, en el Palmerín de Inglaterra, prohíbe el paso por unos fresnos camino de España a todo aquel que no reconozca que Arnalta es la dama más hermosa del mundo. Floramán, Florendos y Albaizar se niegan a confesarlo y se ven obligados a franquear el paso con su espada. El mismo pretexto esgrime Sansón Carrasco cuando bajo el sobrenombre del Caballero del Bosque (II, 14) y de la Blanca Luna (II, 64) desafía a don Quijote o cuando éste prohibe el paso de los mercaderes toledanos (I, 4).

Florendos caminó algunos días en la conversación de Albaizar y de Floramán, que llevaba su voluntad de llegar hasta el castillo de Almaurol por ver la manera con que Miraguarda recebía los servicios de Florendos, y viéndose metidos muy adentro del reino de España, al pie de una montaña alta, entre dos fresnos crecidos de mucha rama, vieron un caballero alto de cuerpo, armado de armas negras, en el escudo en campo negro una torre blanca; cabalgaba en un caballo alazán tan bien puesto y airoso que parecía dar lustre a las armas; antes que Florendos y sus compañeros llegasen a donde él estaba, un escudero llegó a ellos diciendo:

—Señores, el aguardador de aquellos fresnos os manda decir que ha muchos días que defiende aqueste paso a todos los caballeros andantes, no tanto por hacer daño a ninguno como por cumplir el mandado de una señora a quien sirve; y si vosostros queréis conceder en lo que demanda, podréis pasar seguros; si no, conviene que por fuerza os haga confesar lo que sin ella no debe de negar a ninguno.

—Sepamos lo que es —dijo Florendos—, y entonces os daremos la respuesta, que de otra manera mal se puede adevinar lo que vos nos encubrís.

—Habéis de confesar —dijo el escudero— que Arnalta, princesa de Navarra, es la más hermosa dama del mundo y más merecedora de ser servida.  

—Paréceme —dijo Albaizar a Florendos y a Floramán— que hallaron sus caballeros quien guardase algunas de las condiciones que pedían antes que querer batalla; yo digo que él tomó ruin impresa, si espera de seguilla mucho.

—Esto que este señor dice —dijo Florendos al escudero— podéis dar por respuesta a vuestro señor.

Y en tanto que volvió para dársela, Floramán que estaba ya apercebido y puesto a punto, puniendo las piernas al caballo, bien cubierto de su escudo arremetió al otro, y como los encuentros fuesen bien dados, hiriéronse con tanta fuerza que entramos vinieron al suelo; mas ellos se levantaron con mucha presteza, y echando mano a las espadas comenzaron de darse grandes golpes, y como los caballeros fuesen diestros, Florendos y Albaizar holgaron mucho dellos, porque Floramán entrellos era tenido por buen caballero; viendo cuán poca ventaja hacía a su contrario, tenía al otro en mucha cuenta y no sabía cómo aquel caballero quería estar en aquella aventura que pelear con los caballeros de Arnalta. La batalla crecía en braveza y golpes, y Floramán, que tenía en la memoria que le estaban mirando Florendos y Albaizar, que eran príncipes de la valentía, peleaba tan bravamente que, en todo lo que fuerzas y esfuerzo alcanzaba, no dejaba nada por hacer. Pues el otro caballero a quien los amores de Arnalta obligaban a hacer todo aquello que sus fuerzas y más alcanzasen, hacía maravillas; en este tiempo se quitaron afuera por descansar un poco. El Caballero del Valle dijo contra Floramán:

—No sé, señor caballero, por qué tan sin causa nos matamos; vos, en confesar que Arnalta mi señora es la más hermosa dama del mundo y que más merece ser servida, confesaras verdad; agora, si esto está claro, ¿qué razón os obliga a pelear por la mentira? Pues es cierto que muchas veces quien por ella se combate tiene la victoria incierta.

—Mayor mentira —dijo Floramán— sería confesar lo que tienes por verdad. Arnalta, que sea hermosa y mucho para ser servida, no por eso deja de haber otras en el mundo que la hagan quedar en olvido; que yo no tenga quien en este peligro me ponga, acordarme de una dama a quien serví y a quien subjeto soy no me dejará consentir tal yerro.

Entonces se tornaron a juntar cada uno por llevar su propósito adelante, y puesto caso que la batalla tuvo gran pieza sin se conocer mejoría, ya el Caballero del Valle peleaba con menos fuerza, de manera que la espada se le revolvía en las manos, trayendo las armas rotas por muchas partes, y puesto que las de Floramán no anduviesen muy sanas, traía muy mejor aliento y hería con más acuerdo. En esto se tornaron a quitar afuera, y Floramán, que naturalmente era de condición noble, sintiendo la flaqueza de su contrario, quiso ver si con menos daño de su persona le haría dejar la batalla, le dijo:  

—Señor caballero, ya veis a la verdad vuestra porfía no está tan clara como decís. Confesá que puesto caso que la señora Arnalta sea lo que decís, hay otras en el mundo que son más hermosas que ella.

—Bien —dijo el Caballero del Valle—, que ese acometimiento os nace de la flaqueza de mi desposición, pues por cierto que lo que yo defiendo es verdad, mas soy para tan poco y vos para tanto, que defendiendo mentira estáis en mejor disposición que yo. Lo peor de la batalla yo lo llevo y bien sé que su fin y la mía todo ha de ser una, mas no me hice suyo de manera que desee vivir si no fuere defendiendo mi voluntad; por eso acabá lo comenzado, que yo también acabaré mis días en la intención para que siempre los guardé.

Acabando estas palabras y arremetiendo a Floramán todo fue uno, mas como su flaqueza fuese mucha y la falta de sangre le aquejaba más, Floramán se abrazó con él y con poco trabajo dio con él en el suelo. (Francisco de Moraes, Palmerín de Inglaterra, trad. esp. impresa en Toledo, 1547-1548, libro segundo, cap. II; ed. citada: Adolfo Bonilla y San Martín, en Libros de caballerías. Segunda Parte,Madrid, NBAE, 1908, pp. 192-193.)

6) Sabios encantadores

El oficio del caballero se puede ver favorecido o entorpecido por la magia, practicada por hombres y mujeres identificados como encantadores, sabios o magos. Con ellos se da entrada en estos libros a la maravilla, a un mundo fabuloso y de ensueño donde todo puede suceder. Estos seres metamorfosean su propia figura y se presentan bajo un aspecto cambiante, profetizan el futuro, viajan en inverosímiles naves voladoras, acuáticas o terrestres, confeccionan bebedizos, portan objetos mágicos y realizan toda suerte encantamientos. Indistintamente pueden convertirse en auxiliares o antagonistas de los héroes caballerescos, manteniendo con ellos vínculos de estrecha amistad y agradecimiento o de odio y persecución. Fristón, por ejemplo, es el sabio amigo de Perianeo, el príncipe de Persia enemistado con Belianís de Grecia y, por tanto, el mago que atentará contra él transformando identidades. Su maléfico poder alcanza también a don Quijote, pues a él, además de a otros encantadores, atribuye el manchego algunos cambios de la realidad. La sabia Belonia contrarresta, en cambio, su magia perversa y se convierte en la maga amiga del héroe en el Belianís de Grecia.

En aquel reino de Persia donde al presente todos los caballeros estaban, había un sabio, el cual esta grande historia copiló, llamado Fristón, al cual en el mundo se hallaba quien en las mágicas artes se le igualase, antes a todos hacía tan notoria ventaja que ya nadie procuraba por se le igualar con él, antes todos trabajaban por aprender dél alguna cosa. Era este tan gran sabio que vos decimos tan amigo del príncipe Perianeo de Persia, que jamás trabajaba salvo en cómo sus cosas fuesen guiadas por el camino quél deseaba y en esto la mayor parte de su tiempo gastaba. Y él le diera una espada que en el mundo se hallara su semejante, ecepto la que don Belianís traía, que esta fuera de aquel valiente caballero Jasón, la cual le diera su aborrescida Medea en el tiempo que de sus amores gozaron, hecha por tales cursos y planetas que en el mundo al presente otra semejante se hallara. Y bien quisiera el sabio Fristón que esta espada hobiera el príncipe Perianeo, mas no pudo, que Medea en sus profecías la dejara a los decendientes de la casa de Grecia y así la pusiera allí la sabia Belonia. Pues estando el sabio Fristón en la Selva de la Muerte, que así se llamaba donde hacía su habitación, acordándosele del príncipe de Persia, muy claramente conosció que, aunque su esfuerzo y valentía era el más extremado que se podía hallar, corría grandísimo peligro y queriendo saber de todo punto el suceso que en la batalla había de aver, nunca el Alto Señor por quien todas las cosas se rigen consintió; antes cuanto más en ello entendía, de todo punto más ciego se hallaba, de lo cual él, más admirado que jamás se vio, acordó de en cuanto a él posible fuese estorbar la batalla.

… Por el camino adelante vieron venir una dueña con cuatro fieros gigantes que la acompañaban. Ante sí traía una columna de fuego que les alumbraba. Venían con tanta priesa que antes que se pudiesen levantar [Belianís y su padre] fueron con ellos. La dueña en llegando, luego por los gigantes fue apeada y ante el emperador se hincó de rodillas suplicándole que le diese las manos. El emperador, no se las queriendo dar, la levantó suso, la cual, quitando el antifaz, luego por don Belianís fue conoscida ser la su querida amiga la sabia Belonia y con tanto placer cuanto antes tenía de pesar, no estimando el peligro en nada, la abrazó:

—¿Qué venida es esta, mi señora? —dijo don Belianís—. Que no debe de ser a tal tiempo sin gran causa.

—Vuestros amores y del emperador vuestro padre me traen agora —dijo ella—, y porque tenéis gran peligro de presente. Comed esto que yo vos daré, que ya otra vez al emperador ha socorrido y luego sanaréis de vuestras heridas.  

Ellos lo hicieron, con que quedaron tan sanos como si mal alguno por ellos no hubiera pasado. Y la color de sus armas en el punto se volvió de la suerte que primero las traían. El emperador, abrazando con grande amor a la sabia, le dijo:

—Por Dios, señora, que me digáis qué aventura es esta por que pasamos, que della estoy el más maravillado que de cosa alguna de cuantas aya visto.

—Yo vos lo diré —dijo ella—, que a duro en el mundo por otro lo podríades saber. Bien sabéis la batalla que con el esforzado príncipe Perianeo teníades acetada, pues agora sabréis que tiene un sabio, el mayor amigo quél tiene, que es el que en el arte mágica en el mundo al presente más sabe. Este sabiendo el peligro en que su tan grande amigo se había de ver con el príncipe vuestro hijo, ha ordenado todo lo que habéis visto, cambiando a entrambos vuestras armas para que os diésedes la muerte, pensando cada uno que con el príncipe Perianeo se combatía. Y creedme que saliera con ello si por la espada de don Belianís no fuera, que para esto la sabia Medea muchos años antes la tuvo guardada en aquella cueva donde don Belianís la sacó. (Jerónimo Fernández, Belianís de Grecia, Burgos, 1547, Primera parte, libro I, cap. XXXV, f. LII; cap. XXXVII, f. LIIII v).

 

7) El gigante

En su andadura, el caballero se encuentra habitualmente con gigantes, seres humanos portentosos por el tamaño de su cuerpo que escapan de la normalidad habitual y entran en la categoría de lo prodigioso y maravilloso. Su desemejada figura y horrenda catadura así como sus perversas costumbres (rapto de doncellas, captura de prisioneros, usurpación de reinos, amores incestuosos) preludian ya la desmesura moral contra la que el héroe caballeresco luchará. Además de infieles y enemigos del cristianismo, los gigantes encarnan, como en la mitología, la tradición bíblica y folclórica, el orgullo y la soberbia, a las que se oponen la humildad y fortaleza de héroes como Esplandián, prototipo del caballero cristiano por excelencia. En el quinto libro amadisiano y bajo el nombre del Caballero Negro, Esplandián lucha y vence al gigante Matroco, lo convierte al cristianismo y libera de su prisión al rey Lisuarte. Por ello, para don Quijote todo caballero que se precie ha de haber matado algún gigante (I, 21); él mismo lo había hecho en su imaginación tras leer muchos libros de caballerías (I, 5) y después, ya caballero andante, los busca por los caminos (I, 8) y ventas de la Mancha (I, 35).

Pues, tornando a los caballeros, digo que ellos anduvieron en su batalla, firiéndose por todas las partes que podían una gran pieza, que como el gigante [Matroco] muy valiente fuese, y diestro en aquel oficio, a las veces firiendo y otras sufriendo, manteníase en la batalla muy mejor que si con más soberbia y menos discreción lo hiciera, como a su hermano le acaesció. Pero tenía dos cosas que mucho le dañaron: la una, que por maravilla podía dar golpe al Caballero Negro que a derecho lo alcanzase, porque él sabía tan bien guardarse dellos que todos los más le hacía perder. La otra, que de esto era muy contraria, que como él fuese muy grande de cuerpo en demasía, y la grandeza la ligereza le quitase, no se podía guardar de no recebir en sí todos los golpes que el caballero le daba con aquella espada que ya oístes, que ningunas armas, por recias que fuesen, se le podrían detener que pedazos no fuesen hechas. Así que antes de dos horas que la batalla comenzaron el jayán fue tan maltratado y sus armas tales paradas que muy poca defensa en ellas había, que por más de veinte lugares era su gruesa y fuerte loriga rompida, y la sangre le salía en tanta abundancia que otro que tan valiente y esforzado no fuera no se pudiera en los pies tener. Pues el escudo y el yelmo no eran más sanos; que en lo uno ni en lo otro no había para estorbar que la espada no cortase en descubierto cada vez que allí alcanzaba. Así que la gran valentía ni bravo corazón del jayán no pudieron resistir que él no se tirase afuera algún poco, y dijo:

—Caballero, súfrete un poco que quiero fablar.

El caballero estuvo quedo por ver lo que le diría y porque a él también le convenía descansar, que mucho afán había tomado. El gigante le dijo:

—Tú, caballero, veniste a esta mi montaña, donde fasta hoy en tanto que mi padre vivo fue, y después de su muerte quedando yo della señor, nunca caballero ni otra persona alguna aquí osó llegar, sino los que con nuestra voluntad o fuerza vinieron, y no solamente has cometido tan gran osadía en ello cual nunca otro hizo, pero en tu venida y por tu mano son muertos tres caballeros, que los dos dellos eran los mejores del mundo; y comoquiera que yo de muerte te desame, considerando que como bueno y esforzado lo feciste, no puedo negar ser obligado a perdonarte el mal y daño que me has fecho, y tenerte por uno de los mejores caballeros que yo jamás vi, aunque muchos he probado y vencido; y si caso es que tu demanda sea por sacar aquel rey de la prisión, yo te lo otorgo y te seguro que lo lleves, y te quito la batalla, en tal que luego te vayas y me dejes mi castillo.

Oído esto por el Caballero Negro, respondióle en esta guisa:  

—Gigante, en mucho tienes y por grande osadía haber yo venido a este tu señorío, y ser muertos por mi mano los que dices. Si tú hobieses conocimiento de aquel Señor cuyo soy, y como suyo lo sirvieses, luego verías como lo que parece mucho, según su gran poder, no es nada; y pues que dél viene y redunda, a mí ninguna cosa dello se debe atribuir. Pero aquellos señores a quien tú y ellos servís os han dado el galardón que a los suyos dar suelen, que es en tanto que sois vivos faceros muy soberbios, y con la soberbia traeros a grandes crueldades y pecados que en vos son señoreados, los cuales aunque algún tiempo resplandecen con honras y riquezas y otras cosas que poco valer os hacen, y en mucho por los malos son tenidas, no puede aquella labor armada sobre tan falso cimiento excusarse de caer cuando más seguro el que en ella se fía está. Porque así le aconteció a aquel malo soberbio Lucifer, capitán y señor destos a quien tú honras y acatas, que luciendo sobre los otros ángeles así en fermosura como en dinidad, por ser su propósito fundando sobre gran soberbia, queriéndose con ella poner en lo que no le convenía, aquel Señor del mundo que todo lo puede derribóle de tan alto, así a él como a todos los que le seguían, debajo del centro de la tierra donde nunca piedad ni redención esperan. Pero si caso es que de malo te quieras tornar bueno, y de cruel en humilde, y volverte a la buena y verdadera creencia que yo tengo, yo te quitaré la batalla, que quitar la puedo. Que tú ya para ello ni aun para otra cosa no eres parte, que, según estás, por más muerto que vivo te cuento. Yo te dejaré libre este señorío con tal que cuando yo aquí viniere junto contigo hagamos guerra y daño a aquellos que dejando la verdad defienden y creen en lo mentiroso.

Oído esto por el jayán que el caballero le dijo, fue movido a gran saña, tanto que le hizo dar grandes gemidos de congoja, y por la visera del yelmo salir un humo muy espeso, y dijo con voz espantable:

—¿Como, captivo caballero? ¿En tan poco mis grandes fuerzas tienes que ya como vencido con tanto abiltamiento me tractas?

Esto dicho, sacó muy presto del cuello las correas del escudo, que dél muy poco tenía que todo el suelo de sus pedazos sembrado estaba, y dejólo caer, y tomó su gran cuchillo con ambas las manos y fue cuanto más pudo contra él, y alzólo suso pensando darle por cima del yelmo y fenderlo fasta la cinta; mas de otra guisa le acaesció, queriéndolo Dios guardar, que como el golpe de tan alto viniese, y con tanto desconcierto tomó fuerza, el Caballero Negro se juntó tan presto con él que el cuchillo y las manos con que le tenía pasó todo por cima de la cabeza en vacío, así que dio con la punta en el suelo tan recio que de fuerza le convino salir de las manos del jayán, e ir rodando alguna pieza por las duras piedras. El caballero quedó metido entre sus brazos tan junto con él que le no pudo herir sino con la empuñadura, y fue el golpe por tan gran fuerza dado, que por poco le sacara el yelmo de la cabeza y diera con él en el suelo. El gigante por socorrer al yelmo, hobo lugar el Caballero Negro de salir de entre sus brazos. (Garcí Rodríguez de Montalvo, Las sergas de Esplandián, Sevilla, 1510; ed. de Dennis George Nazak, A Critical Edition of Las sergas de Esplandián, Northwestern University, 1976, Ann Arbor, UMI, 1980, reproduce la primera edición conservada, Toledo, 1521, cap. VII, pp. 64-68.)

8) El requerimiento amoroso

El caballero se mantiene siempre fiel a su dama y rechaza nuevos amores. En su andadura, el caballero cautiva involuntariamente con su persona, su fama y sus hazañas a muchas mujeres que se enamoran de él. Reinas y princesas, dueñas casadas y viudas, doncellas andantes, viejas encantadoras, son en este caso las que toman la iniciativa, las que declaran sus sentimientos y ofrecen libremente su amor. El héroe caballeresco excusa tales proposiciones descubriendo su corazón y declarando expresamente la fidelidad a su señora o criticando, como hace Filorante en el Clarisel de las Flores, todavía libre de amor, la desvergüenza de tales ofrecimientos (8.1.). Si el rechazo amoroso puede provocar en ocasiones la venganza de la dama desdeñada, como amenaza la amante de Filorante y como hará también la Altisodora cervantina (II, 44), en otras el requerimiento del caballero puede dar pie a una burla amorosa como la ideada, en el Florisel de Niquea, por Fraudador de los Ardides y sufrida por los viejos caballeros Moncano y Barbarán, que quedan colgados en camisa de la ventana por la que querían entrar a ver a sus amadas (8.2.), y similar a la proyectada por Maritornes (I, 43).

8.1. La doncella enamorada

De Filorante vos sé dezir un sabroso cuento y fue que la doncella con quien él había danzado y razonado secamente, quedó tan pagada dél que en viendo como todos los del albergue dormían, lo más calladamente del mundo se fue al aposento de Filorante, que descuidado de tal caso sosegadamente dormía. La doncella acertando a abrir la puerta entró; Filorante, despertando al abrir, saltó del lecho, y cuidando algún engaño, como otros muy grandes en fiestas se suelen facer, fue a tomar su espada y escudo, que allí cerca tenía, cuando oyó una delicada voz que dijo:

—Caballero, dejad esas armas que para vuestra vencida no las habedes menester.

Como Filorante oyó tales razones y conociese la voz de la doncella que tanto amor le había aquella noche mostrado, vino a tremar de saña y dijo:

—La que se vence de lo bueno victoriosa se puede llamar, pues asimismo vence, mas vos no debedes ser destas.

—Sí soy —dijo la doncella tierna de amor—, que pues de vos soy vencida de lo bueno me vencí.

—Ora, señora doncella —dijo sañudo Filorante—, id con Dios, que yo no venzo sino a los malos que no facen lo que deben, y para castigar estos ando por el mundo, y para facer honor a quien la merezca.  

La doncella, que a él más se había acercado, dijo:

—Para recibir honor y merced, buen señor, vengo a meterme a la vuestra merced y brazos.

Filorante, como tan honesto fuese, recibiendo desto empacho y pesar dijo:

—Ora andad a la mala ventura, doncella sin vergüenza, que esta vez vos no me la quitaredes.

La doncella, aunque desenvuelta y animosa era, recibiendo empacho desto, dijo:

—Como no cabe en vuestro merecimiento, caballero de poco y sin mesura, la merced que se os face, no la conocedes. Ora quedad sin ella, y con la maldición que cuando tornéis en vuestro seso, si algún día lo cobraredes, lloraréis el buen tiempo que no habedes sabido entender.

Y salida como ferida cierva, dejando la puerta abierta se fue a su albergue tan contenta cual podéis cuidar. Filorante la cerró, porque otra desmesurada de las muchas que allí le paresció haber no viniese como esta a le ensañar. (Jerónimo de Urrea, Don Clarisel de la Flores, libro de caballerías manuscrito, compuesto después de 1547, primera parte, cap. XV; ed. citada: J.M. Asensio, Primera parte del libro del invencible caballero don Clarisel de las Flores y de Austrasia, Sevilla, Sociedad de Bibliófilos Andaluces, 1879, pp. 174-176.)

8.2. La burla amorosa

Moncano y Barbarán una pieza atrás se quedaron con las doncellas muy pagados dellas, requiriéndolas que les diesen su amor y ellas les dijeron que qué podían ellas ganar siendo tan mozas en tomar amor con caballeros de tanta edad. Moncano les dijo:

—Mis buenas señoras, no’s parezca que somos tan viejos como cuidáis, porque en la tierra donde somos todos tienen los cabellos y barbas blancas, que más mozos somos de lo que cuidáis.

—Así me semeja a mí —dijo una de ellas—, pues las palabras de amor muestran lo que decís más que la naturaleza de vuestra tierra. … Mas porque me semejáis hombres de bien y que guardaréis lealtad y amor a vuestras señoras, y porque los viejos aman mucho las mujeres mozas, si mi compañera quiere tomar a vuestro compañero por amigo, yo holgaré de tomar a vos … Y pues así es, sabed, señores caballeros, que no hay vía para poderos hablar si no es una, como digo, con mucho trabajo y peligro. Y la razón es que nos dormimos a mucho recaudo en este castillo donde vamos a dormir, que es de una dueña madre nuestra. Y cada noche nos encierra y si no es por las almenas de lo alto del castillo echándoos una cuerda con que os subamos, no podéis por otra parte entrar a nos hablar. Ved si os atrevéis a subir así, que nos bien nos atrevemos a subiros.  

Ellos con mucho placer dijeron:

—Al infierno por vuestro amor nos atreveríamos a bajar, cuanto más a subir donde están tales ángeles y gozar de la gloria para salir de la pena que vuestra hermosura nos da.

… Y a la sazón que decimos, con mucha risa de ver los viejos tan aliviados, los vieron salir en calzas y en jubón con solas sus espadas. Y como salieron mirando hacia suso por un lado de la puerta las doncellas entre las almenas vieron, y echáronles una recia cuerda de cáñamo. Y ellos muy alegres, Moncano se ató con ella por bajo los sobacos y dijo que tirasen. Y ellas mostrando que a mucho afán lo subían, lo subieron hasta más de un estado más alto que la puerta y como allí lo tuvieron ataron la cuerda a la almena y fengían que no podían subirlo … Y luego por la otra parte de la puerta las doncellas echaron otra cuerda. Y atado Barbarán de la suerte que a Moncano lo subieron hasta ponerlo igual con su compañero, y como así lo tuvieron ataron la cuerda a la almena y dijeron:

—¡Ay, señores caballeros, atended ahí!, que pienso que nos ha sentido nuestro hermano, que cedo os haremos compañía.

Y con esto se quitaron y los dexaron. Ellos como se vieron así dijo Moncano:

—¡Para Sancta María que me da el alma que debemos ser burlados! … Mejor sería que cayésemos de aquí —dijo Moncano— que no que tan tarde cayéramos en lo que nos cumpliera caer temprano. Que, para Sancta María, más siento lo que ha de sentir Galtazira que la vergüenza que se nos apareja, porque en fin los yerros por amores consigo traen la desculpa.

—No sé si traen desculpa —dijo Barbarán—, mas si culpa hobo, yo os certifico que tenemos ya la pena y adonde templaremos con el frío de la noche el calor del fuego de los amores. (Feliciano de Silva, Tercera Parte de Florisel de Niquea, Sevilla, 1546, cap. LXXVI, ff. CII-CIIII.)

 

 

9) La guerra y los ejércitos

El caballero participa igualmente en los grandes conflictos bélicos, donde su condición heroica, su valentía y dotes de estratega se ponen también a prueba. Las rencillas entre grandes señores, las enemistades entre los mismos reinos cristianos y, sobre todo, la amenaza infiel (el turco-moro) son las principales causas de enfrentamientos y guerras en los libros de caballerías. En la fase preparatoria de las mismas se encuentra la movilización y organización de los ejércitos, descrita con detalle para dar cuenta del poderío de las partes contrincantes. Al recuento onomástico y descripción de los jefes combatientes en los diferentes bandos, como el que figura en el Espejo de príncipes y caballeros en la guerra que enfrenta a cristianos y paganos y el que recrea en su imaginación don Quijote en la aventura de los rebaños (I, 18), sigue la confrontación terrestre o marítima de los ejércitos, la guerra guerreada en la que, sin embargo, siempre se destaca la actuación singular del héroe.

Estas cosas diciendo el buen emperador dentro en su corazón, andaba de unas partes a otras, ordenando sus gentes con su bastón y cetro imperial en las manos, como bueno y diestro capitán, en lo cual jamás ninguno le hizo ventaja, ni había en todo el real de los paganos ni cristianos quien tan bien lo hiciese. La primera haz que puso fue de los griegos, diciendo que en defensa de su tierra era muy justo que fuesen los primeros. En esta iban veinte mil caballeros, todos bien armados y muy diestros; y encomendó esta haz aquel resplandesciente febo de caballería, y en su compañía puso la muy valerosa y real princesa Claridiana, porque yendo juntos más maravillas el uno por el otro hiciesen. Y al otro lado le dio su grande amigo Oristedes, aquel valentísimo troyano, de manera que yendo juntos todos tres, a todo el real de los paganos bastaran a poner espanto. La segunda batalla dio aquel valentísimo y estremado Rosicler, por otro nombre llamado de Cupido, que tantas cosas hizo en este día que hasta la fin del mundo durará su fama en todo el orbe. Diole en su compañía a sus grandes amigos el fuerte tártaro y el rey Sacridoro, y con veinte mil caballeros, todos griegos, se puso en seguimiento de su hermano. La tercera batalla dio aquel fuerte y poderoso rey Florión, con todos los caballeros que trajo de Persia y con otros diez mil que le dio de los suyos. Y diole en su compañía el muy estremado príncipe Brandizel; que padre y hijo grandes sepulturas de paganos fueron este día. La cuarta batalla dio al generoso príncipe de Francia y al rey de Lidia, con toda la gente que habían traído de sus tierras. Y la quinta dio al rey Oliverio y al príncipe de Lusitania, con toda la gente que vino de la Gran Bretaña. Y en esta batalla iban los dos valerosos príncipes Bariandel y Liriamandro, y los otros príncipes y nombrados caballeros del rey Oliverio. La sexta batalla tomó para sí el emperador Trebacio, con todo el restante de la caballería, en que iban setenta mil caballeros. E iban en esta batalla en compañía del emperador el rey de Macedonia, los príncipes de Dalmacia y de la Transilvania, los dos lozanos príncipes Rodamarte y Rodofeo y los valientes y muy lucidos caballeros don Clarus y Arcaldús, que no poco en este día sublimaron la honra de los godos de España. Van también con el emperador el buen caballero Flamides y Florinaldos, grandes amigos del Caballero del Febo, y aquellos cuatro hermanos, hijos del gran Torcato, con el fuerte Rogelio; que pocos más robustos y valientes jóvenes se hallaron en el ejército. Iba aquí también el rey de Bohemia y otros grandes señores de tierra del emperador; que por evitar prolijidad, se dejan de poner aquí sus nombres…

Aora dejemos a ellas, y contemos de los paganos, que son tantos que toda la noche pasada con parte de la mañana tuvieron harto que ordenarse y ponerse a punto para la batalla. La primera batalla que el emperador Alicandro dio fue aquel superbisísimo pagano Bramarante, que como hambriento león y lobo carnicero quiso ser el primero. Este llevaba consigo cincuenta mil de a caballo, la más fiera y robusta gente que se hallara en todo el campo, entre los cuales llevaba los gigantes que su padre el gran Campeón había traído de sus tierras, que eran por todos más de mil, que cavalgaban todos sobre elefantes que con cierto artificio que traían los hacían ser muy ligeros. En la batalla llevaba a su lado Bramarante los reyes de las ínsulas orientales, que, como habéis oído, eran muy desemejados jayanes, y los más fuertes y poderosos de las ínsulas. Y puesto el bravo bárbaro en medio dellos, no pensaba que pudiese todo el mundo resistirle.

La segunda batalla llevaban aquellos dos poderosos paganos Meridián y Brandimardo, en que iban setenta mil hombres de a caballo, todos de la gran Tartaria, lucidos y bien armados, aunque las más armas eran pieles y cueros duros de animales. Iban en esta haz veinte gigantes, que los doce más fieros y desemejados no llevaban otro cargo más de guardar la persona del preciado príncipe Meridián. La tercera haz llevaba el rey Orlán y el rey Tiderio, que eran dos fortísimos jayanes; y a estos encomendó el emperador Alicandro la gente de Arabia y de Carmania, y los palibotros, por ser muertos en las batallas pasadas sus señores. Y pasaban todas estas gentes de la tercera batalla de sesenta mil, aunque todos eran mal armados y mal diestros. La cuarta batalla dio al príncipe de Cambray, que, como habéis oído, era caballero mancebo y muy valiente. Y llevaba en su compañía tres reyes de la India, todos gigantes muy fieros y robustos. En esta haz iban noventa mil hombres de a caballo, aunque no todos cabalgaban en caballos, porque la mayor parte llevaban otras bestias muy ligeras y estrañas de aquella tierra. La quinta batalla dio al rey Balardo, señor de todos los seras, que entre todos los paganos era muy tenido, así por su braveza y fuerza como porque era gran señor. Este llevaba en su compañía cinco reyes con todas sus gentes, que eran más de ochenta mil, y llevaba más cinco gigantes, que puestos en la delantera de su batalla, parescían sobre los otros torre…

Ved aora los que vais a leer esta batalla cuándo nunca jamás leístes que en un campo tanta y tan robusta gente fuese vista, y cuáles debían ser aquellos corazones de los griegos que tan de buena gana se partían a la batalla, viendo tanta multitud de enemigos contra sí. (Diego Ortúñez de Calahorra, Espejo de príncipes y cavalleros, Zaragoza, 1555, libro III, cap. XXXVIII; ed. citada: D. Eisenberg, vol. VI, pp. 94-99.)

10) El amor: el caballero y la dama

El amor caballeresco está plagado de obstáculos. El continuo deambular del héroe por cortes y caminos obliga a la separación de los amantes y a largas ausencias, paliadas a través de presentes, noticias y cartas intercambiadas. La separación aviva el amor, pero también en ocasiones puede enturbiarlo con malententidos que conducen a su ruptura transitoria. Los celos femeninos se convierten en el mayor enemigo de la enamorada pareja y es la dama la que suspende verbalmente o por escrito la relación. La ruptura sume al caballero en una profunda desolación y le lleva a retirarse del mundo, a abandonar las armas, a recogerse en un lugar aislado, a mudar su nombre y condición para hacer penitencia amorosa. En este tipo de vida permanecerá el caballero hasta que la dama le otorgue su perdón y vuelva a concederle su amor. Oriana rompe por carta su amor con Amadís de Gaula a causa de los celos que siente de Briolanja. Leída la carta, Amadís se retira a la Peña Pobre, deja sus armas y convertido en Beltenebros inicia su famosa penitencia amorosa (10.1.) después imitada por don Quijote. Florambel, también penitente de amores, cuenta con el consuelo de su escudero Lelicio que, como Sancho, actuará de intermediario en sus amores con Graselinda en el Florambel de Lucea (10.2.).

10.1. La dama, la carta y la penitencia

CARTA QUE LA SEÑORA ORIANA ENVÍA A SU AMANTE AMADÍS

Mi rabiosa queja acompañada de sobrada razón da lugar a que la flaca mano declare lo que el triste corazón encubrir no puede contra vos el falso y desleal caballero Amadís de Gaula, pues ya es conocida la deslealtad y poca firmeza que contra mí, la más desdichada y menguada de ventura sobre todas las del mundo, habéis mostrado, mudando vuestro querer de mí, que sobre todas las cosas vos amaba, poniéndole en aquella que, según su edad, para la amar ni conocer su discreción basta. Y pues otra venganza mi soguzgado corazón tomar no puede, quiero todo el sobrado y mal empleado amor que en vos tenía apartarlo. Pues gran yerro sería querer a quien a mí desamando todas las cosas desamé por le querer y amar. (¡O, qué mal empleé y sojuzgué mi corazón, pues, en pago de mis sospiros y pasiones, burlada y desechada fuese!) Y pues este engaño es ya manifiesto, no parescáis ante mí ni en parte donde yo sea, porque sed cierto que el muy encendido amor que vos había es tornado, por vuestro merecimiento, en muy rabiosa y cruel saña, y con vuestra quebrantada fe y sabios engaños id a a engañar otra cativa mujer como yo, que así me vencí de vuestras engañosas palabras, de las cuales ninguna salva ni escusa serán recibidas; antes, sin os ver, plañiré con mis lágrimas mi desastrada ventura y con ellas dar fin a mi vida, acabando mi triste planto.

Acabada la carta, cerróla con sello de Amadís muy conocido, y puso en el sobrescripto: «Yo soy la doncella herida de punta de espada por el corazón, y vos sois el que feristes». Y fablando en gran secreto con un doncel, que Durín se llamaba, hermano de la Doncella de Denamarcha, le mandó que no folgase fasta llegar al reino de Sobradisa, donde fallaría a Amadís, y aquella carta le diese, y que mirase al leer della su semblante, y que aquel día le aguardase, no tomando dél respuesta, aunque dársela quisiese.

Pues Durín, cumpliendo el mandado de Oriana, partió luego en un palafrén muy andador, así que en cabo de diez días fue llegado en Sobradisa, donde la fermosa reina Briolanja era … Amadís tomó la carta, y aunque su corazón grande alegría sintiese con ella, teniendo que Durín nada de su secreto sabía, encubriólo lo más que pudo; que la tristeza no pudo hacer que, habiendo leído las fuertes y temerosas palabras que en ella venían, no bastó el esfuerzo ni el juicio que claramente no mostrase ser llegado a la cruel muerte, con tantas lágrimas, con tantos sospiros, que no parecía sino ser fecho pedazos su corazón, quedando tan desmayado y fuera de sentido, como si el alma ya de las carnes partida fuera … Amadís, no pudiendo estar en pie, sentóse en la yerva que allí estaba y tomó la carta que se le había de las manos caído, y cuando vio el sobrescripto que decía: «Yo soy la doncella herida de punta de espada por el corazón, y vos sois el que feristes», su cuita fue tan sin medida, que por una pieza estuvo amortecido.

… Pues así anduvo toda la noche y otro día hasta vísperas. Estonces entró en una gran vega que al pie de una montaña estaba, y en ella había dos árboles altos que estaban sobre una fuente; y fue allá por dar agua a su caballo, que todo aquel día anduviera sin hallar agua; y cuando a la fuente llegó, vio un hombre de orden, la cabeza y barbas blanco, y daba a beber a un asno y vestía un hábito muy pobre de lana de cabras. Amadís le saludó y preguntóle si era de misa. El hombre bueno le dijo que bien había cuarenta años que lo era…

—Buen señor —dijo Amadís—, yo soy llagado a tal punto, que no puedo vevir sino muy poco, y ruégoos, por aquel Señor poderoso cuya fe vos mantenéis, que vos plega de me llevar con vos este poco de tiempo que durare, y habré con vos consejo de mi alma; pues que ya las armas ni el caballo no me hacen menester, dejarlo he aquí e iré con vos de pie, haciendo aquella penitencia que me mandades; y si esto no hacéis, erraréis a Dios, porque andaré perdido por esta montaña sin hallar quien me remedie.

… Y luego cabalgó en su asno y entró en el camino. Amadís se iba a pie con él, mas el buen hombre le fizo cabalgar en su caballo con gran premia que le puso, y así fueron de consuno como oís, y Amadís le rogó que le diese un don en que no aventuraría ninguna cosa. Él gelo otorgó de grado, y Amadís le pidió que en cuanto con él morase no dijiese a ninguna persona quien era ni nada de su facienda, y que le no llamase por su nombre, mas por otro cual él le quisiese poner, y desque fuese muerto, que lo ficiese saber a sus hermanos porque le levasen a su tierra … El hombre bueno lo iba mirando cómo era tan hermoso y de tan buen talle y la gran cuita en que estaba, y dijo:  

—Yo vos quiero poner un nombre que será conforme a vuestra persona y angustia en que sois puesto, que vos sois mancebo y muy hermoso y vuestra vida está en grande amargura y en tinieblas; quiero que hayáis nombre Beltenebros.

Amadís plugo de aquel nombre, y tovo al buen hombre por entendido en gele haber con tan gran razón puesto, y por este nombre fue él llamado en cuanto con él vivió, y después gran tiempo que no menos que por el de Amadís fue loado, según las grandes cosas que hizo, como adelante se dirá.

Pues hablando en esto y en otras cosas, llegaron a la mar seyendo ya noche cerrada, y hallaron allí una barca en que habían de pasar al hombre bueno a su ermita; y Beltenebros dio su caballo a los marineros y ellos le dieron un pelote y un tabardo de gruesa lana parda; y entraron en la barca y fuéronse contra la peña, y Beltenebros preguntó al buen hombre cómo llamaban aquella su morada y él cómo había nombre.

—La morada —dijo él— es llamada la Peña Pobre, porque allí no puede morar ninguno sino en gran pobreza, y mi nombre es Andalod.

… Así como oís fue encerrado Amadís, con nombre de Beltenebros, en aquella Peña Pobre, metida siete leguas en la mar, desamparando el mundo, la honra, aquellas armas con que en tan grande alteza puesto era, consumiendo sus días en lágrimas y en continuos dolores. (Garci Rodríguez de Montalvo, Amadís de Gaula, Zaragoza, 1508, libro II, caps. XLIV, XLV, XLVIII; ed. citada: J.M. Cacho Blecua, Madrid, Cátedra, 1987, vol. I, pp. 676-679, 704-705, 709-711.)

 

10.2. El escudero confidente

Tanta priesa se dieron el buen Caballero de la Flor Bermeja y Lelicio, su escudero, después que partieron de la ciudad de Londres, que aunque era cerca de la media noche cuando della salieron, como el lunar facía muy claro y ellos sabían el camino, antes de una hora llegaron a la floresta donde la caza se ficiera. Y en todo el camino nunca el uno ni el otro fablaron palabra, porque Florambel no facía otra cosa sino llorar muy fieramente y Lelicio no le osaba decir cosa ninguna por no le acrecentar su pasión. Mas cuando fueron llegados a la floresta allí fue el dolor complido, porque acordándose Florambel cómo allí fuera el principio y fin de su perdición, comenzó a facer tan gran llanto, dando tan fuertes sospiros y diciendo palabras tan lastimeras que Lelicio no sabía qué se decir ni qué remedio poner en su señor, porque daba voces como si hobiera perdido el seso, y decía y facía tales cosas que era para provocar a todo el mundo a dolor.

Lelicio, que nunca facía sino llorar, le iba siempre diciendo muchas cosas para le consolar, mas todas no aprovechaban nada. Y llegados a la floresta se metieron por lo más espeso della sin curar de senda ni de camino, antes Florambel deseaba y procuraba de se apartar facia donde nadie los pudiese fallar y adonde no hobiese habitación ninguna por facer su triste vida en las selvas y montañas como hombre desesperado y sin consuelo ninguno. Y tanto se metieron por la floresta adelante y como los caballeros habían corrido tanto sin parar y llevaban tan fragoso camino, se sintieron tan cansados que casi no se podían tener, porque habían caminado bien siete millas sin parar después que de la ciudad salieron y las más dellas de muy mal camino. Y Lelicio, cuando conosció el cansancio de los caballos, dijo contra su señor cómo los caballos iban tan lasos que apenas se podían tener, y que pues nadie venía en pos dellos y estaban tan alongados de la corte y metidos en tanta espesura que aunque los buscasen no los podrían fallar, que sería bien que se apeasen y los dejasen pascer y descansar algún tanto.

Florambel, que aquello oyó y sentió el cansancio de su caballo, aunque de su grado no parara tan cedo, dijo que fuese como decía. Y guiando facia unos espesos y altos árboles adonde sintieron correr una fuente se fueron para allá. Y apeándose, Lelicio quitó los frenos a los caballos y Florambel se asentó junto con la fuente, que era muy fermosa y de muy buena agua. Y paresciéndole que aquel era conviniente lugar para su dolor, y viendo que allí nadie le podía oír ni estorbar, comenzó a facer su duelo tan triste que gran compasión era de lo oír. Lelicio, después que hobo atado los caballos donde pudiesen pascer de la yerba, se volvió para donde su señor estaba. Y fallándole que todavía perseveraba en sus llantos, le comenzó a decir estas palabras:

—Espantado me tienen, mi buen señor, los estremos y cosas tan fuera de términos que vos he visto facer y de cada hora facéis, porque aunque haya habido en el mundo muchos que de la pasión que vos estáis fueron feridos, nunca he oído decir de ninguno que con tanto fervor y eficacia como vos amase. Y pues que vos, mi verdadero señor, sabéis que todos los estremos entre los sabios son habidos por vicio, no sé por qué no queréis refrenar el vuestro, que se puede llamar más estremado que ninguno de cuantos sean ni ayan seído jamás. Porque yo no quiero negar que el valor y fermosura de la infanta [Graselinda] no meresce ser amada y estimada por vos y por el más alto hombre del mundo, pero esto entendiesse moderándose vuestro desordenado apetito y templando vuestra sobrada pasión, acordándoos que facéis muy gran ofensa a Nuestro Señor Jesucristo buscando y procurando con vuestras propias manos desesperada muerte. Y pues que veis que en lo facer aventuráis vuestra vida y ánima, no sé qué me diga de vos, sino que en todo estáis mudado del que solíades ser y que avéis perdido aquella tan sobrada cordura y prudencia que en todas las cosas vos solían acompañar, cuanto más que, pues habéis conoscido en la infanta que vos paga tan mal el amor que le tenéis, habíades vos de pagárselo en procurar de aborrecerla como lo ella face.

Florambel, que oyó las palabras que Lelicio le dijera y conociese la fiel voluntad con que se las decía, porque eran acompañadas de muchas lágrimas, respondióle con mucho amor y tristeza:

—Bien conosco, mi verdadero amigo y hermano, que tus palabras son dichas con aquel amor y voluntad que siempre de mí conosciste, mas también veo que como quien está en su libre libertad fablas tan a tu salvo del amor, porque si conoscieses sus crueles tormentos y encreíbles fuerzas y hobieses sentido sus mortales golpes, no te maravillarías de cómo yo, con mi poco esfuerzo y corazón, no tenga poder para le resistir … ¿Pues qué quieres que faga, mi verdadero amigo? —dijo Florambel—. Porque con mucha ira me mandó que no fuese osado de parescer más ante ella.

—Aunque eso sea —respondió Lelicio—, fuera bien que al tiempo que vos partíades se lo ficiérades saber por alguna vía, y aun aora estáis a tiempo de lo poder facer. Porque si vos, mi buen señor, sois servido, yo volveré a la ciudad y le faré saber de la guisa que vais por ver lo que manda, y vos fincaréis aquí fasta ver su respuesta. Y para esto sería bien que le escribiésedes una carta y yo se la pondré en su mano sin que nadie la vea ni aya sentimiento de tal cosa.

Y tras esto dijo tantas cosas a su señor que hobo de acabar con él que hobiese de facer saber a la infanta de su partida, aunque Florambel todavía cuidaba que no aprovecharía. Y ansí estuvieron fablando fasta que amanesció. Y estonces Lelicio sacó recaudo para escrebir, que siempre lo traía consigo. Y Florambel escribió una carta del tenor siguiente:

CARTA DE FLORAMBEL PARA LA FERMOSA INFANTA GRASELINDA

Pues que mi fuerte ventura y tristes hados permitieron que mis atrevidas palabras tanto enojo vos causasen que por ellas meresciese ser privado de vuestra angélica vista, quiero dar principio a mi perdición con vuestra licencia como di fin a mi alegría por vuestro cruel mandado. Y porque en todo conozcáis que mi voluntad no se rige sino por la vuestra, en cumplimiento de vuestros esquivos mandamientos, me parto a buscar la sangre que tan desdichadamente me engendró, que por no saber quién soy a tanto dolor soy venido. Y hasta saber esto y que vos, poderosa señora, dello sois servida, yo no osaré parecer jamás a donde vuestros fermosos y temerosos ojos me puedan ver, mas porque en ninguna cosa tengáis razón de quejaros de mi crecida fe, os lo quise primero facer saber. Porque si otra cosa acordardes de me mandar, dejada mi determinación, la vuestra en todo seguiré. Y ansí os suplico, fermosa señora, que luego me fagáis saber lo que mandáis facer de mí, porque yo con la voluntad que digo quedo en esta áspera montaña, esperando vuestra respuesta, de la cual pende mi vida o final perdición.

Escrita, pues, la carta, Florambel la tornó a leer en presencia de Lelicio y cerrándola le dijo:

—Lelicio, mi buen amigo, mas porque no me tengas por porfiado que por tener pensamiento que ha de aprovechar, he escrito esta carta. Y si te paresce que es bien enviarla, conviene que a todo correr vayas a la ciudad porque llegues a tiempo que no sean levantados en el palacio, porque no seas visto de ninguno de mis compañeros, porque de otra guisa por fuerza se había de saber de mí, lo cual no quería por cosa del mundo. Y no has de facer sino llamar a la puerta de la cámara de la infanta, que aunque no se ha levantado dirás que vas a mucha priesa y fablarás con Ricandia de España, que ella te fará entrar. Y cuando des la carta a mi señora, verás como la lee y estarás atento por ver el semblante que ficiere. Y con cualquiera respuesta que te dé, ven con toda brevedad sin nada te detener. Y si alguno te demandare adónde estoy, dirás que no lo sabes, salvo si la infanta lo preguntare. Y vendráste por el más encubierto camino, por que nadie pueda tomar rastro de ti.

Lelicio estuvo muy atento mirando lo que su señor le decía y le respondió que la carta estaba muy buena y quél lo faría todo como él lo mandaba y que pensaba que antes de una hora sería en la ciudad, mas que le rogaba que entre tanto estuviese muy alegre y consolado, porque él cuidaba y tenía esperanza en Dios de le traer buenas nuevas. Y con tanto cabalgó en su caballo y despidiéndose de su señor, a todo correr se fue para la ciudad con tanta priesa que presto le perdió de vista. Y Florambel se quedó solo en aquella tan cerrada y áspera floresta, donde le avino lo que agora oiréis. (Francisco Enciso de Zárate, Florambel de Lucea, Valladolid, 1532, libro III, cap. XXXIIII, ff. CXCV-CXCII.)

 

11) Engaños y burlas caballerescas: la aventura fingida

En algunas ocasiones el caballero es engañado por otros personajes (encantadores y doncellas, principalmente) con falsas aventuras urdidas para conseguir su favor, tomarlo prisionero o simplemente burlarlo y pasar un rato de regocijo. Estas aventuras fingidas están diseñadas como pequeños montajes teatrales con una cuidada puesta en escena (vestuario, gestos, diálogos) lo suficientemente verosímil como para confundir al caballero. Confiado, cae en la trampa de la aventura, la acomete ignorante del trasfondo que esconde y acaba burlado y casi siempre malparado. De carácter bélico o amoroso, muchos de los engaños y las burlas caballerescas tienen un valor distensivo, provocan la risa y algunas de ellas entroncan con los divertimentos cortesanos. Platir, por ejemplo, sufre las del sabio y risueño Caballero Encubierto, que con su magia burla a los caballeros andantes que transitan sus dominios sin dejarles quebrar la lanza en las justas y engaña a Platir con una fingida aventura de una doncella en apuros, menos compleja en cualquier caso que la ideada por el cura, el barbero y Dorotea (I, 26) para devolver a don Quijote a su casa o que las tramadas después por los Duques.

Así estovieron folgando y habiendo placer toda aquella noche en muchas cosas que a los caballeros se antojaron, que a maravilla era muy decidor el caballero Gradior, señor del castillo, y muy palaciano. Y de ver él enojado tanto al infante Platir, tomaba él mucho sabor de fablar más con él. Luego que fue hora les hizo hacer un muy rico lecho, do los caballeros fueron acostados y reposaron allí aquella noche. Y de mañana se partieron otro día. Despediéndose de Gradior, se metieron en la vía derecha del valle. Y a esta sazón había enviado el caballero dos escuderos con una tienda y cincuenta lanzas y les mandó que la arrimasen a la fuente del moral y que lo atendiesen allí, quél sería con ellos muy cedo. Pues luego quel caballero Gradior se despidió de los caballeros, se fue armar y cabalgó en su caballo y fue por otra parte a ponerse en la tienda, y diose priesa por llegar ante que los caballeros llegasen a la tienda. Y llevó consigo una doncella para enviarla con el mandado que oiréis por poner más enojo al caballero Platir. Luego fue Gradior en la tienda, hizo él sacar todas las lanzas a la puerta de la tienda contra el camino, porque todos las viesen, y mandó él a la doncella que fuese derecha la vía contra el castillo quejándose mucho del caballero de la tienda. Y bien así lo hizo la doncella y mucho mejor, porque se destocó ella ya cuanto vido ella venir los caballeros de lejos y diose priesa lo más que ella pudo, llorando lo más agro del mundo.

—¡Santa María, y qué priesa trae la doncella! —dijo el caballero Platir—. Algún tuerto se le ha hecho.

Y paró cuanto el caballo con esto que dijo y miró contra la doncella y díjole:

—Estad, señora doncella. ¿Qué es esto que vos avino?  

—Avínome la muerte —dijo la doncella—, que quisiera yo más que la vida. Y si vos, señor caballero, me prometedes de vengarme, decírvoslo he yo; si no, dejadme ir, que aquí cedo, en este castillo, tengo yo un caballero mi pariente que me vengará.

—Yo vos prometo como caballero de facer ahí todo mi poder —dijo Platir— por hacervos tirar del enojo que traedes.

—Pues habedes de saber —dijo la doncella— que yo llevaba unas cartas al emperador Primaleón de la infanta Campora y un caballero ques aquí arriba tiene una tienda armada e hizo que me llegase allá, y preguntóme dó iba y yo gelo dije. «Pues doncella —dijo el caballero de la tienda—, atendedme un poco cuanto escriba una carta al emperador.» Yo le dije que me placía. Atendí a él bien dos oras y él no hacía sino reírse de mí. Deque esto vi, díjele que me diese licencia, que no atendería más por cosa del mundo. Él se enojó en tanta manera deque le dije que no atendería más aunque me hiciesen señora de todo el mundo, por la gran priesa que de la infanta llevaba, que luego me mandó tomar un portacartas que ante mí traía, do llevaba el mandado de mi señora, y fízome abiltadamente echar a dos escuderos fuera de la tienda, no cierto como caballero sino como el más falso y desleal villano del mundo. Ora vos he dicho todo lo que pasa. Andad acá comigo y llevarvos he do está el caballero.

—A mí me place de muy buena voluntad —dijo el infante Platir— de ir con vos, aunque nunca vos lo hobiera prometido, cuanto más que vos lo prometí y vos lo torno a prometer de hacer y todo mi poder; y aunque no fuese por ál sino por servir al emperador, es mucha razón que se le faga todo servicio aunque en ello se aventurase y perdiese la vida.

Luego tiraron los caballeros por el valle adelante con la doncella … Y no anduvieron los caballeros mucho que no vieron la tienda y las lanzas a la puerta, de que mucho se maravillaron … Luego empezaron los caballeros a justar y no hacía sino quebrar lanzas el caballero de la tienda en el infante Platir y nunca él pudo quebrar la suya en el caballero, que bien le parecía a él como el día de ante que no encontraba a nadie y con esto le creció a él más el coraje. Tantas carreras pasaron hasta quel caballero de la tienda no tenía ya lanza ninguna, que todas las había quebrado en el infante Platir, de quel infante estaba muy enojado y dijo contra la doncella:

—Señora, si el caballero quisiese hacer conmigo batalla de las espadas, dígovos que de grado la haría porque vos fuésedes restituida en todo lo que vos tomó.

… Y diciendo esto echó mano a su espada y fue contra el infante Platir con el mayor denuedo del mundo. Y empezaron los caballeros una muy esquiva batalla, mas no porque pareciese a Platir sino que daba todos sus golpes en el aire. Bien cuidó luego Platir que era el caballero el que el día de ante se había con él combatido y así anduvieron en esta batalla hasta que anocheció. A esta ora ya tenía el caballero mandado a sus escuderos que alzasen la tienda y se fuesen. Y él así lo hizo, que no pudo ser sentido de los caballeros por do había ido con la mayor risa del mundo en haber así dos veces burlado al infante Platir. Dígovos que quedó muy corrido el infante Platir a maravilla y deque vido que no le calía y´ ál hacer más de lo que había hecho, esforzóse y´ cuanto y echáronse a dormir. (Platir, Valladolid, 1533, cap. LVIII, ff. CXXXIII-CXXXIIII.)

12) Bestias fieras

El héroe caballeresco libra también combate con animales fieros y seres monstruosos. Leones, canes, jabalíes, toros, serpientes, dragones, sagitarios, basiliscos o endriagos son algunos de los seres que conforman el bestiario fantástico de estos libros y los que encarnan las fuerzas del mal. Su aparición en los libros de caballerías siempre es negativa y exige la actuación del caballero, que luchará con ellos a pie, cuerpo a cuerpo, siendo su ingenio, su valentía y la espada las principales armas para el combate. Amadís de Gaula lo libra con el endriago, un monstruo híbrido, una bestia demoníaca compuesta con retazos de diferentes seres, alegoría del pecado y de las desgracias derivadas de unos deseos ilícitos (12.1.). Palmerín de Olivia, en cambio, se enfrenta a hambrientos leones: los coronados se muestran ante él reverentes y reconocen su sangre real, mientras que los crueles leones pardos son muertos por su espada (12.2.). Don Quijote no encuentra en su camino ningún monstruo de ensueño, tan sólo unos leones que ignoran su presencia y desafío (II, 17).

12.1. Endriago

Tenía el cuerpo y el rostro cubierto de pelo, y encima había conchas sobrepuestas unas sobre otras tan fuertes, que ninguna arma las podía pasar, y las piernas y pies eran muy gruesos y recios. Y encima de los hombros había alas tan grandes, que fasta los pies le cubrían, y no de péndolas, mas de un cuero negro como la pez, luciente, velloso, tan fuerte que ninguna arma las podía empecer, con las cuales se cubría como lo ficiese un hombre con un escudo. Y debajo dellas le salían brazos muy fuertes así como de león, todos cubiertos de conchas más menudas que las del cuerpo, y las manos había de fechura de águila con cinco dedos, y las uñas tan fuertes y tan grandes, que en el mundo podía ser cosa tan fuerte que entre ellas entrase que luego no fuese desfecha. Dientes tenía dos en cada una de las quijadas, tan fuertes y tan largos, que de la boca un codo le salían, y los ojos, grandes y redondos, muy bermejos como brasas, así que de muy lueñe, siendo de noche, eran vistos y todas las gentes huían dél. Saltaba y corría tan ligero, que no había venado que por pies se le pudiese escapar; comía y bebía pocas veces, y algunos tiempos, ningunas, que no sentía en ello pena ninguna. Toda su holganza era matar hombres y las otras animalias vivas, y cuando fallaba leones y osos que algo se le defendían, tornaba muy sañudo, y echaba por sus narices un humo tan espantable, que semejaba llamas de huego, y daba unas voces roncas espantosas de oír; así que todas las cosas vivas huían antél como ante la muerte. Olía tan mal, que no había cosa que no emponzoñase; era tan espantoso cuando sacudía las conchas unas con otras y hacía crujir los dientes y las alas, que no parecía sino que la tierra facía estremecer. Tal es esta animalia Endriago llamado como vos digo —dijo el maestro Elisabad—. Y aún más vos digo, que la fuerza grande del pecado del gigante y de su fija causó que en él entrase el enemigo malo, que mucho en su fuerza y crueza acrecienta. (Garci Rodríguez de Montalvo, Amadís de Gaula, libro III, cap. LXXIII, vol. II, pp. 1132-1134.)

12.2. Leones

Aunque Palmerín grave dolor sentía en su corazón por la ventura selle tan contraria a su deseo, no lo mostraba por no dar a entender su facienda; y dio muchas gracias a Nuestro Señor por le haber dado gracia con aquella doncella, porque por allí entendía él de librarse muy cedo e irse a su tierra con mucha honra. Y bien conosció que aquel soldán era el mayor de los moros, según su grande estado. Y otro día, como se levantó, Livael —que ansí se llamaba el mayordomo— lo llevó delante del soldán, el cual mandó luego que lo llevasen al corral de los leones y que lo metiesen dentro porque el soldán compliese la palabra que había dado a los que acusaban a Palmerín, y que luego lo sacasen del corral de los leones. Alchidiana, que lo supo, envióle con una doncella un rico manto que cubriese. Muchos caballeros fueron a ver qué farían los leones cuando lo viesen, porque había en el corral bien quince y los más dellos coronados. Palmerín iba sin ningún miedo. El leonero abrió la puerta, que aún no les había dado de comer. Palmerín entró dentro y cerró la puerta tras sí y estuvo quedo por ver qué farían los leones. Y sabed que todos los leones coronados que allí estaban no se curaron dél porque conoscieron ser de sangre real, mas había entrellos tres leones pardos que eran muy crueles a maravilla y como lo vieron levantáronse muy apriesa y viniéronse para él. El leonero le dio voces que se saliese; él no lo quiso facer y echó el manto en el brazo y sacó su espada y firió al primero que a él se llegó, de tal ferida que no se meneó más, mas antes cayó muerto. Los otros dos rompiéronle todo el manto con las uñas mas él los paró tales en poca de ora que poco le pudieron empecer. Él, desque los hobo muerto, vínose a la puerta y abrióla y salió fuera. Todos se maravillaron de ver tal cosa como aquella. Libael, el mayordomo, lo tomó por la mano mostrando gran placer con él y levólo delante del soldán, que él mucho lo preció de allí adelante y dijo que aquel era para acometer cualquier cosa que de gran fecho fuese pues de tan gran corazón era, y que debía de venir de alto linaje pues los leones coronados no le habían querido facer mal. Y mandó al mayordomo que lo llevase a su señora y que le dijese que le ficiese mucha honra, que bien lo merecía. (Palmerín de Olivia, Salamanca, 1511, cap. LXXIX; ed. Giuseppe di Stefano, Pisa, Università di Pisa, 1966, pp. 265-266.)

 

 

13) Encantamientos

Los sabios encantadores ponen a prueba su conocimiento de las artes mágicas a través de los encantamientos. La imaginación de los autores caballerescos se desborda y no tiene límites en la creación de los mismos. Los personajes encantados sufren metamorfosis, son convertidos en estatuas o animales, padecen torturas en su cuerpo con espadas que los atraviesan o se ven privados de su libertad en espacios mágicos de donde no pueden salir si no es con la ayuda del héroe. Así sucede, por ejemplo, con la princesa Niquea encantada por la maga Zirfea en una cuadra de cristal que semeja el paraíso y la gloria, y donde permanecerá sin sentido hasta su desencantamiento por Amadís de Grecia (13.1.). El encantamiento de Dulcinea inventado por Sancho necesariamente ha de explicarse también a la luz de este tópico caballeresco; en este caso, los encantadores son Sancho y los Duques y la hechizada ha sido metamorfoseada en una labradora. En el Cirongilio de Tracia, en cambio, los hijos de Bradaleo han sido convertidos en león y onza y su padre los lleva de corte en corte buscando el caballero que los desencante con la ayuda de una cinta y una corona mágicas (13.3), aventura similar a la ideada por los Duques en el episodio de la Dueña Dolorida (II, 39). Espejos clarividentes, aguas del olvido, espadas hundidas en el mármol, coronas y mantos abrasadores, barcos encantados, como el que sin remos conduce a Palmerín de Inglaterra hasta la isla Peligrosa (13.2.) y el que don Quijote cree encontrar en el Ebro (II, 29), son algunos de los objetos encantados que propician ordalías y aventuras fantásticas reservadas siempre para el mejor caballero.

13.1. La doncella encantada

Luego la reina Zirfea, en una cuadra del castillo, hizo un estrado de quince gradas en alto; cubriólo todo de paños de oro. Encima del estrado puso una silla muy rica debajo de un cobertor de pedrería que cuatro pilares de cristal sostenían. En las cuatro esquinas de la cuadra, que muy grande era, puso cuatro imágenes de alabastro de forma de doncellas, las cuales tenían sendas arpas en las manos. Como esto hubo hecho llamó a Niquea solamente y vestiéndole una ropa tan rica que no tenía precio le puso sobre su cabeza una corona de oro con mucha pedrería de forma de emperatriz, teniendo los sus muy hermosos cabellos sueltos. Como así la tuvo, llamó a las dos infantas y vestiéndolas ansimesmo de paños de oro, haciéndoles soltar sus hermosos cabellos, les puso dos coronas de reinas en las cabezas. Esto hecho, dijo a la princesa Niquea que se asentase en aquella silla que encima del estrado estaba, y mandó a las dos infantas que de rodillas ante ella se pusiesen. Y teniéndolas ansí, sacó un espejo muy grande y púsolo a las infantas en las manos diciéndoles que lo alzasen tan alto cuanto estaba la cabeza de Niquea. Como ellas lo hicieron, Niquea puso los ojos en él, en el cual súpitamente le pareció ver en él al Caballero de la Ardiente Espada, grande y tan natural como él lo era, recibiendo tanta gloria en verlo que le parecía no poder haber más de la que ella tenía. Luego como Niquea vio lo que dicho habemos, las dos infantas quedaron sin sentido ninguno mas de solamente tener el espejo de la suerte que la reina les mandó. La hermosa Niquea asimismo quedó tan desacordada que en ál no tenía su pensamiento mas de en aquello que presente tenía.  

… Esto hecho, la reina hizo sus conjuros y signos diciendo:

—Niquea aí estarás hasta tanto que venga aquel que por ser estremado en bondad y lealtad de amores merezca gozar de la gloria y te sacare della con todos los que hasta entonces con tu vista la ternán.

… Como la reina esto hubo hecho, saliéndose del castillo, quedando solo, puso en la puerta dél, sin dejar otra entrada ninguna, una llama de fuego tan negra que propiamente parecía boca de infierno. Y sobre ella puso un rétulo con unas letras latinas que decían: «Ninguno ni ninguna sea tan osado de entrar a ver la gloria de Niquea, sino aquel o aquella que por el merecimiento de su lealtad de amor secreto mereció gozar della, porque ansí se lo amonesta Zirfea, reina de Argenes, que el presente encantamiento con su saber hizo». (Feliciano de Silva, Amadís de Grecia, II, Cuenca, 1530, Parte segunda, cap. XXX, ff. CXLVIV-CXLVIIV.)

13.2. El barco encantado

Tres días después que Palmerín se partió del castillo de Darmaco, anduvo por sus jornadas sin hallar aventura que de contar sea; al cuarto, siendo ya casi el sol puesto, oyó contra la mano derecha gran ruido de agua, y yendo contra allá, vio el mar, y con la fuerza del viento que entonces hacía andaba levantado, y batía sus ondas con tanta fuerza en las concavidades que por espacio de tiempo tenía hechas en las rocas que por allí había, que su sonido se oía muy lejos, puesto que en aquellas rocas andaba hacia aquella mano ruido que parecía que todas las rocas se caían. Andando por la ribera del agua mirando aquellas obras que la naturaleza tenía hechas, echando los ojos a todas partes, porque con la ocupación que tomaban algún aliento a su pena diese, y mirando a todas partes, vio entre dos peñas, adonde el agua hacía un remanso, un batel muy grande atado con una cuerda a un álamo, que artificialmente parecía estar allí puesto, porque en toda la ribera no había otro. Muy gran espanto le puso en verle así solo sin gente que le gobernase, y mirando por todas partes por ver si quien allí el barco había traído eran salidos a tomar algún refresco, no solamente no vio gente, mas ni aun rumor della. Y viendo esto, mandó a Selvián que le tuviese el caballo, porque quería entrar dentro en el batel, deseoso de saber cómo estaba así sin gente ninguna, creyendo que si alguien por allí estuviese saldría a le defender la entrada. Selvián le dijo que las cosas a do no se alcanzaba historia no se habían de experimentar sin tener necesidad, mas viendo que no le podía quitar de aquel propósito, le dejó hacer a su voluntad, que en las cosas donde ella es vencedora poco se estima la razón. Y tomándole el caballo, Palmerín se metió en el batel, y aún no estaba bien dentro, cuando vio que el álamo y la cuerda con que el batel estaba atado se desapareció. Selvián, que lo estaba mirando, le dio voces que se saliese, porque vio que se iba metiendo por la mar adelante; entonces Palmerín volvió los ojos a tierra y viose alongado della cuanto un tiro de piedra, y tomando dos remos que el batel traía porfió de volverse, mas no tuvo tanto poder que más no tuviese el saber de quien allí le había puesto, porque el viento, allende de ser contrario, se avivó tanto, que iba tan veloce por la mar adelante que en poco espacio perdió la tierra de vista. Palmerín, viendo que su trabajo era en vano, dejó los remos creyendo que aquella mudanza no sería sin alguna causa. (Francisco de Moraes, Palmerín de Inglaterra, ed. citada, I, cap. LVI, p. 98.)

13.3. Metamorfosis y desencantamientos

Luego que el príncipe Polindo y el infante don Epidoro y Artadel el Salvaje y don Langelao de Tingintania vinieron en Constantinopla, dende a pocos días vino en ella una muy estraña aventura. Y fue que, estando un día el emperador con otros grandes de su palacio en una hermosa sala entró en ella un hombre de tan gran estatura que cuasi parescía venir de linaje de jayanes, cubierto de vestiduras negras y la barba tan larga que a la cinta le llegaba y muy blanca a maravilla. En la mano derecha traía un cofre muy pequeño y en la izquierda un leoncito y una onza atados en una traíla. Y desta forma se puso ante el emperador de hinojos, el cual, viéndole tan anciano, no lo consintió; antes, tomándole de la mano, le hizo levantar. Luego que el caballero anciano fue en pie, el emperador le demandó la razón de su venida, diciendo que la parecía muy estraña.

… Así que debéis saber que a mí llaman Bradaleo y soy hermano del rey de Chipre, y en el tiempo de mi juventud casé por amores con una hermana del rey Tazatel de Siria, dicha Rocaima, la más hermosa que en sus tiempos hobo y que más sabía del arte de encantamientos, en la cual hobe un hijo y una hija. Y como muchos de los caballeros del reino me tuviesen envidia y mal talante a causa de haber yo habido a la infanta por mujer a quien muchos dellos deseaban, por todas vías me procuraban todo daño. Y viendo el favor que con el rey tenía, ordenaron de me revolver … Entre tanto que esto pasaba, no fue hecho tan secreto que yo no lo alcanzase por grande aventura. Y, dando a mi mujer cuenta de la necesidad en que estaba, viendo que por todas vías no había remedio para amansar la ira del rey, antes ya descubiertamente había manifestado su saña, y viendo esto, muy secretamente me partí con mi amada mujer la infanta Rocaima … Y venidos allí [Chipre], encantó a los dos hijos que teníamos, el uno varón dicho Bradaleo, como yo, y la otra mujer y era su nombre Zariaspa, y al uno convertió en león y al otro en onza, que son los que presentes veis. E hizo asimesmo por su saber una correa o cinta de tal manera encantada que no hay en el mundo quien la materia suya conozca ni entienda de qué es hecha, y esta se han de ceñir los caballeros que el aventura probar quisieren. Y al que viniere justa, ese dará fin al encantamento de su parte y, trayendo la mano muy mansamente a este leoncico por el lomo, será vuelto en su humana forma. Asimesmo hizo una corona de oro muy rica y la doncella que en su cabeza la pudiere sufrir, dando un golpe a la onza con el espada del caballero que hobiere el león desencantado, asimesmo será en doncella convertida y el encantamento del todo acabado. Y esto hecho, me dijo que aquel buen caballero que diese fin al encantamento sería el mejor que hobiese en el mundo y de más bondad en las armas y la doncella la más hermosa y que ellos serían causa que mis queridos hijos fuesen restituidos en el reino de sus antecesores. Y muy pocos días pasaron desque esto hobo hecho que no murió y con dolor de su muerte yo me partí con esta aventura, y he andado muchas cortes de reyes y grandes señores del oriente y parte occidental y jamás he podido hallar remedio. Y plega a Dios que en la vuestra lo halle. (Bernardo de Vargas, Cirongilio de Tracia, ed. citada, libro II, caps. VII y VIII, pp. 276, 278-280.)

 

 

14) La cueva de las maravillas

La cueva es sin duda uno de los espacios más fantásticos de los libros de caballerías. Caracterizadas inicialmente como lugares oscuros, tenebrosos y laberínticos, las cuevas constituyen en muchos casos la entrada a un reino oculto, el umbral del descenso a una región subterránea misteriosa donde el caballero encuentra otro mundo. Este es el mundo de la maravilla, adornado con una arquitectura fantástica, ordenado y dirigido por sabios y repleto de encantamientos. En el interior de la cueva, algunos sufren crueles penas y transformaciones; otros, en cambio, placenteros encantamientos conservando la conciencia, sus amores y una eterna juventud, pues el tiempo parece detenerse para ellos. En algunos casos, como sucede con la visitada por el autor de Las sergas de Esplandián, la cueva es un lugar de supervivencia para los más renombrados héroes y heroínas caballerescas de la historia, que esperan revivir con todo su esplendor en tiempos venideros, esperanza que también tienen los pobladores de la cueva de Montesinos visitada por don Quijote (II, 23-24).

Saliendo un día a caza, como acotumbrado lo tengo, a la parte que del Castillejo se llama, que por ser la tierra tan pedregrosa y recia de andar, en ella más que en ninguna otra parte caza se falla, y allí llegado hallé una lechuza, y aunque viento hacía, a ella mi halcón lancé, los cuales, subiendo en grande altura, el uno por la vida defender, y el otro porque con su muerte esperaba la hambre matar, en fin, la lechuza, no podiendo más, en las uñas agudas del halcón fue puesta, de que no pequeña alegría mi ánimo sintió en los ver venir abajo. Pero un estorbo de aquellos que a lo cazadores muchas veces venir suelen, gran parte dello me quitó, y esto fue que llegado el falcón con la presa al suelo, fueron ambos caídos en un pozo que allí se muestra de grande fondura y de inmemorial tiempo hecho. Y como por mí que los siguía fue este desastre visto, turbado de tal desdicha, descabalgué del caballo, poniéndome en la orilla del pozo por mirar si con algún artificio el falcón podría cobrar. Mas como los desastres poco límite tengan en seguir unos a otros, sobrevenido con gran viento un turbón o remolino a aquella parte donde yo estaba, levantando los pies del suelo, en aquella gran fondura me puso, sin que ningún daño recibiese … No sé en qué forma al un cabo de los cuatro de aquel pozo una gran boca se abrió, de tanta escuridad, y a mi parecer de tal fondura, que con mucha causa se pudiera juzgar por una de las infernales.

Pues yo, espantado de la ver, no pasando mucho espacio de tiempo, pareció venir por ella una tan gran serpiente cual nunca los nacidos en ninguna sazón ver pudieron, la cual traía la garganta abierta, lanzando por ella y por las narices y ojos muy grandes llamas de fuego que toda la cueva alumbraba.

Así estuve un rato, sin que los ojos abajar osase, cercado casi de aquella claridad, la cual, como cesada fue, sintiendo yo quedar en la forma que ante estaba, abajé los ojos contra ayuso, queriendo ya ver el fin de mi triste vida, y no viendo la cruel serpiente, pareció delante mí una dueña en asaz edad, y a ella conforme vestida, y díjome:

 —Según en tu semblante parece, ¡qué gran miedo has habido! … Conviene que dejando el temor te vengas sin él conmigo, y mostrarte he tales y tan extrañas cosas que, aunque viéndolas comprehenderlas pudieses, tus ojos nunca las vieron, ni aun ver pudieran, faltando yo de ser la intercesora.

A esta sazón vinieron por aquella cueva dos enanos con sendas antorchas, que con mucha claridad alumbraban, y tornando por el camino que trujeron, la dueña y yo los seguimos. Cierto creo yo que nuestro andar todavía hacia bajo turase muy poco menos de dos horas, en fin de las cuales fuemos llegados a otra puerta, que salidos por ella hallamos cielo con muy claro sol, y tierra que parecía ser firme en que encima de una peña se nos mostró una muy fermosa fortaleza, acompañada de fermoso y alto muro y muy grandes y espesas torres … Entonces fuemos llegados a la puerta de aquel gran alcázar, que abierto hallamos, y entramos dentro. Guióme la dueña a la Cámara Defendida, la cual yo bien conocí por aquellas señales mesmas que en esta grande escritura ante fueron mostradas … Y entonces volviendo la cabeza, vi en dos sillas muy ricas, labradas de oro, guarnecidas de piedras de gran valor, asentados un caballero y una dueña, con coronas reales en sus cabezas … y poniéndome delante dellos, me dijo:

—Este caballero y esta dueña que aquí ves, sábete que es aquel Amadís de Gaula, de quien tan estrañas y tan famosas cosas has leído, y la dueña es Oriana, que se llamó sin par por no le igualar otra alguna en hermosura. Y estas otras, que en más altas y ricas sillas están, son aquel bienaventurado caballero Esplandián, amigo y servidor del Señor muy alto, y grande enemigo de los infieles, y esta dueña es la su muy querida mujer, Leonorina, emperatriz de Constantinopla…

—Quiero preguntaros a qué fin o por qué causa tenéis así estos reyes y reinas.

—Yo te lo diré —dijo ella— de buen grado. Ya sabes tú cómo yo fui presente en el mundo cuando estos lo fueron, y así sabes cuántas cosas yo por ellos fice, y el amor tan grande y obediencia que me tuvieron. Viendo pues que no se podía excusar que a la escura y triste muerte no viniesen, hobe yo gran mancilla que personas tan altas, tan fermosas, tan señaladas en el mundo en todas las cosas, la cruda y pesada tierra los gozase. Y tuve manera, como en uno, en esta isla que agora estamos, todos ellos fuesen ayuntados. Y yo con mi gran saber fice tales y tan fuertes encantamentos sobre ellos y sobre la isla … y la fin que desto yo atiendo es que la fada Morgain, que después de mí, pasando gran tiempo, vino, me ha fecho saber cómo ella tiene encantado al rey Artur, su hermano, y que de fuerza conviene que ha de salir a reinar otra vez en la Gran Bretaña, que entonces podrían salir estos caballeros, porque juntos con él, en mengua de los grandes reyes y príncipes de los cristianos pasados, sus sucesores, con gran fuerza de armas ganen aquel gran imperio de Costantinopla…

—Pues, señora —dije yo—, ruégovos, por vuestra bondad que dándome licencia deis orden cómo de aquí salga.

—Así se faga —dijo ella.

Y mandó a esa su doncella que me llevase consigo y me pusiese donde yo quería. Entonces ella, cumpliendo lo que le era mandado, se tornó comigo a la cueva que ya oístes, por donde anduvimos fasta ser en el fondón del pozo, y allí, haciéndome poner la diestra mano en un pequeño libro, fui preso de un muy pesado sueño. No sé yo por qué tanto espacio de tiempo fuese. Pero dél despertado me fallé encima del mi caballo, y en la mano el falcón con su capirote puesto, y el cazador cabe mí, de que muy maravillado fui, y díjele:

—Dime, ¿no volamos una lechuza con este falcón?

—No —dijo él—, que aun fasta agora no la hemos fallado, ni otra cosa que volar pudiésemos.

—¡Santa María! —dije yo—, pues ¿qué hemos fecho?

—No otra cosa —dijo él— sino llegar aquí donde estamos, donde vos tomó un sueño tan fuerte que nunca vos he podido despertar, así como estáis a caballo, tanto que pensé que alguna mala ventura era que de tal forma vos tenía casi como muerto.

—¿Qué tanto duró eso? —dije yo.

—Pasará de tres horas —dijo el cazador—, de que soy maravillado cómo vos acaeció lo que nunca fasta agora os vi. (Garcí Rodríguez de Montalvo, Las sergas de Esplandián, ed. citada, cap. XCIX, pp. 513-532.)

15) El caballero pastor

En la nómina de personajes caballerescos también aparecen pastores, rústicos unos y otros totalmente idealizados, literarios, inmersos en un mundo bucólico del que igualmente participa el caballero. En su deambular tropieza en plena naturaleza con estos pastores que viven en soledad un amor desdeñado, se siente atraído por su música, canciones y lamentos, comparte con ellos sus penas e incluso se enamora de la belleza de alguna pastora. En tales casos, para alcanzar su amor, cambia su identidad y se hace pastor, abandonando transitoriamente las armas por el cayado y el rebaño de ovejas y mudando su nombre por otro más pastoril acorde con su nueva identidad. Laterel es el nombre que elige el caballero Florisel de Niquea, en el Amadís de Grecia, cuando en hábito de pastor pretende conquistar el favor de la desdeñosa pastora Silvia de la que se ha enamorado. Quijotiz es el que se inventa don Quijote cuando toma la resolución de hacerse pastor en su forzosa retirada de la caballería andante (II, 67).

En gran cuidado pusieron a don Florisel los amores de la hermosa Silvia, tanto que no comía ni bebía ni en ál tenía cuidado sino en qué manera podía dar fin a su deseo. Entre muchos cuidados acordó por las palabras que Silvia había dicho de tomar hábito de pastor e ir cada día a la hablar y vevir en una aldea que cerca de la de Silvia estaba, diciendo que vivía con un labrador y estar hasta la alcanzar o gastar lo que tenía. Y como lo acordó, luego se fue a aquella aldea que dijimos que cerca de la de Silvia estaba, que se llamaba Alderina, y allí se descubrió a un buen hombre tomándole juramento de lo que quería hacer para que lo tuviese en su casa, dándole la cadena que ya os dijimos para el gasto. E hízole que le comprase ciertas ovejas para salir con ellas para poder hablar a Silvia, haciéndole unos hábitos de pastor. Y ansí lo hizo el buen hombre, llamándolo Laterel Silvestre. Lo cual todo aparejado, don Florisel de Niquea salió con sus ovejas en forma de pastorcico la ribera arriba de Tirel, donde a poca pieza topó con Silvia, la cual dél saludada y ella dél. Ella se maravilló de ver tan hermoso y apuesto pastor y no lo conoció por le ver en tan extraño hábito como ella le viera, mas él le dijo:

—Silvia, Silvia ¿qué hará aquel que ama para ser amado de la que no puede dejar de amar ni della piensa ser amado por la diferencia de los estados?

—Amigo —dijo ella—, hazellos iguales o dejarse de tal pensamiento.

—¡Ay mi amada Silvia! —respondió él—. Pues mira de cuánto me derribó el amor que del más alto príncipe del mundo me ha puesto en el hábito que agora vees, tan rico de pensamientos como pobre en el estado. (Feliciano de Silva, Amadís de Grecia, ed. citada, Parte segunda, cap. CXXXII, f. CCLXXIX.)