Historia del Texto

Historia del texto

Por Francisco Rico

Las ediciones de Robles

Por agosto de 1604, cansado quizá de mendigar entre grandes señores y «poetas celebérrimos» sin dar con ninguno «tan necio que alabe a don Quijote» (o así lo contaba la mala lengua de Lope de Vega), Miguel de Cervantes debió de decidirse a componer él mismo los versos burlescos que ocupan en el Ingenioso hidalgo el lugar que en otros volúmenes de la época corresponde a una sarta de loas al autor y a la obra; y en la misma sentada hubo de escribir también la «prefación» en que ajusta las cuentas con «la inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse» (I, Pról., 10).

La concentración en las piezas preliminares supone que el resto del Quijote estaba ya en vías de publicación. Pocos o muchos meses atrás (los trámites administrativos solían ser largos), Cervantes, pues, había presentado al Consejo de Castilla el original de la novela (acaso titulada entonces El ingenioso hidalgo de la Mancha), solicitando la licencia indispensable para imprimirla, y sin duda tenía apalabrada la edición con Francisco de Robles, acreditado «librero del Rey nuestro Señor» y hombre de negocios diversos (y de diversos grados de licitud). Como editor, Robles no mostró nunca demasiado interés por la literatura, pero el éxito del Guzmán de Alfarache le tuvo que hacer ver las posibilidades comerciales de la narrativa de aire realista, y en 1603 las tanteó con buen pie sacando a la luz el Viaje entretenido de Agustín de Rojas; de suerte que no vaciló en apostar fuerte por el Quijote e invertir en él un mínimo de entre siete y ocho mil reales.

Mientras el papel se llevó casi la mitad del presupuesto (y al autor le tocaría alrededor de un quinto), solo la cuarta parte del total, aproximadamente, estaba destinada a pagar, a siete reales y medio por resma, la composición e impresión del libro. Robles confió esa tarea, cuando lo hiciera, a uno de los más aceptables entre los pocos talleres que el traslado de la Corte había dejado a orillas del Manzanares: la vieja imprenta de Pedro Madrigal, ahora propiedad de la viuda, María Rodríguez de Rivalde, cuyo yerno desde 1603, Juan de la Cuesta, actuó de regente entre 1599 y 1607, año en que salió huyendo de Madrid (aunque su nombre perviviera cerca de dos decenios más en los productos de la casa).

El original presentado por Cervantes al Consejo Real seguramente no fue, desde luego, un manuscrito autógrafo, sino una copia en limpio realizada por un amanuense profesional particularmente atento a la claridad de la escritura y la regularidad de las páginas. Tal era el proceder seguido en la inmensa mayoría de los casos (si no se trataba de una reimpresión), tanto para hacer más cómoda la lectura a censores y tipógrafos como en especial para que la imprenta —donde los libros no se componían siguiendo el orden lineal del texto, porque no lo permitía la escasez de tipos— pudiera calcular fácilmente qué partes de un manuscrito en prosa equivalían a cada una de las planas discontinuas del impreso contenidas en una forma, es decir, en una cara del pliego.

Una vez acabado por el amanuense, ese original era comúnmente revisado por el autor, para colmar lagunas, tachar o corregir ciertos fragmentos e incluir adiciones marginales, entre líneas, en banderillas o en folios intercalados o añadidos al final. Tales modificaciones, y otras menores o mayores, hasta afectar a la misma estructura de la obra (redistribuyéndola, por ejemplo, en libros y capítulos), se introducían a veces mediante signos de llamada o indicaciones expresas que remitían de unos lugares del manuscrito a otros, con el consiguiente peligro de confusiones por parte de los cajistas. Es lícito conjeturar que algunas de las anomalías más ostensibles en el Quijote (omisiones, rupturas de la continuidad, epígrafes erróneos, etc.etc.), tanto si son culpa del novelista como si se deben a los impresores, tienen su origen en semejante modo de trabajar.

Sería, pues, un original con no pocas variaciones respecto al autógrafo el que llegara al Consejo y, desde ahí, a los censores encargados de aprobarlo, para que a su vez el escribano Juan Gallo de Andrada lo rubricara página por página y el secretario Juan de Amézqueta despachara el oportuno privilegio real a 26 de septiembre de 1604. Hay indicios para sospechar que la novela no escapó de la censura enteramente indemne: así, la incongruencia del momento en que se precisa que don Quijote «queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada» (I, 19, 206) tal vez responda a la conveniencia de salvar desmañadamente el expurgo o la objeción de un espíritu escrupuloso. Pero no podemos saber si Cervantes, como a menudo se hacía, insertó todavía cambios en el original rubricado.

En cualquier caso, la imprenta hubo de ponerse inmediatamente a la labor. En efecto, el conjunto del Ingenioso hidalgo es un volumen de seiscientas sesenta y cuatro páginas, en ochenta y tres pliegos en cuarto (conjugados, salvo el primero y los dos últimos, en cuadernos de dos pliegos); pero los ochenta que constituyen el grueso del libro, del comienzo del relato al «Fin de la tabla» (aparte, pues, los preliminares), se compusieron y tiraron en los dos meses justos que median entre el 26 de septiembre y el primero de diciembre de 1604. No nos las habemos, ciertamente, con ninguna obra maestra de la tipografía: todo ahí, desde el papel del Monasterio del Paular hasta la letra del texto (una atanasia: a grandes rasgos, una redonda de la prole de Garamond, del cuerpo doce), se mantiene en el nivel medio de la imprenta española de la época, un nivel que solo cabe calificar de bajo. No obstante, ningún juicio al respecto debe descuidar que el Quijote se hizo en un lapso excepcionalmente breve.

El taller de Cuesta se nutría entonces de una veintena de operarios (la proporción solía ser de unos cinco por prensa), que simultanearon el Ingenioso hidalgo con un gordísimo infolio de Ludovico Blosio, «luz de la vida espiritual» (Cervantes, al parecer, scripsit) y uno de los best-sellers del período. El primer paso correspondía al corrector, quien, según la usanza, revisaría el original para señalar en un cierto número de páginas los criterios de regularización ortográfica y de puntuación a que en principio debían atenerse los componedores. No menos de tres de ellos, verosímilmente reemplazados o reforzados a ratos por otros colegas o aprendices, se afanaron después, a lo largo de octubre y noviembre (quizá incluso en las fiestas, a condición de oír misa), en la confección de los ochenta pliegos del texto y el índice, con una cadencia de pliego y medio diario, a forma (cuatro planas) por barba de cajista. Tal ritmo era superior al normal, si, como hay que pensar, la tirada fijada por Robles no fue de un millar, sino de mil quinientos o mil setecientos cincuenta ejemplares, y es probable que en ocasiones obligara a emplear dos prensas, como más regularmente se venía haciendo desde julio con el tomazo de Blosio. Todo el volumen se elaboró por formas, contando el original, vale decir, deslindando previamente en el manuscrito las porciones que iban a corresponder a las cuatro páginas no seguidas que se repartían en cada una de las caras de los pliegos impresos (por ejemplo, la cara exterior del pliego exterior del cuaderno A comprende los folios 1, 2v, 7 y 8v), de manera que varios componedores pudieran trabajar al mismo tiempo, ya fuera coordinándose en las dos formas de un pliego, ya en los dos pliegos de un cuaderno o en diversas secciones de la obra.

Acabados los ochenta pliegos en cuestión, Francisco Murcia de la Llana, a quien competía verificar que concordaban con el original rubricado, firmó el primero de diciembre la oportuna certificación («Testimonio de las erratas», 4), que los tipógrafos añadieron en seguida a los preliminares (Privilegio, Prólogo, etc.) que ya tenían compuestos en dos cuadernos (con las signaturas ¶ y ¶¶). Sin embargo, como la «Tasa» (3) imprescindible para que el libro pudiera circular tenía que expedirse en la Corte, Cuesta, siguiendo las instrucciones de Robles, dejó en blanco el folio 2 recto del pliego de la portada (donde, con astucia siempre corriente en el gremio, figuraba como año el de 1605, no el de 1604 que en rigor debiera). Las hojas con ese estadio incompleto de los cuadernos ¶ y ¶¶, y las hojas con los otros ochenta pliegos, ambas en la cantidad que el editor dispusiera, salieron al punto para Valladolid; y, una vez en posesión de la «Tasa», fechada a veinte de diciembre, Robles encargó al taller que allí había abierto Luis Sánchez que la compusiera e insertara en el folio ¶2 recto, agenciándose así, para la venta y los compromisos protocolarios, tantos ejemplares provisionales cuantos juegos de dichas hojas hubiese ordenado preparar. La mayor parte de la tirada, la que se había quedado en Madrid con el folio ¶2 recto en blanco, hubo de ultimarla Cuesta a no tardar. Por ende, el Quijote debió de leerse en Valladolid para la Nochebuena de 1604, mientras los madrileños posiblemente no le hincaron el diente hasta Reyes de 1605.

Nunca sabremos con exactitud en qué medida afectaron al texto cervantino el modo de producción del volumen y las circunstancias que lo condicionaron. Algunos percances del proceso no tuvieron mayores consecuencias, o aun las tuvieron positivas: por ejemplo, que las siete formas de los cuadernos A y B en que se inicia el relato tuvieran que componerse dos veces —porque Cuesta se había quedado por debajo de la tirada encargada por Robles— nos brinda un par de valiosas correcciones aportadas por los mismos cajistas del primer estado. Otros, en cambio, han dejado huellas tan manifiestas como lamentables: las prisas por acabar el pliego ¶, atestiguadas por la misma existencia de una «Tasa» vallisoletana, sin duda motivaron que la dedicatoria escrita por Cervantes no estuviera a mano y fuera sustituida por otra apócrifa urdida con retazos de Fernando de Herrera. Pero en muchas ocasiones no podemos estimar el alcance de los incidentes tipográficos. Así, más de cuarenta páginas, sobre todo en la segunda mitad, tienen un número de líneas superior o inferior al normal, como resultado de los ajustes que los componedores se vieron obligados a hacer para que determinadas partes del original entraran en los lugares previstos del impreso; y cuando se presentaban problemas de esa índole, comunísimos, los cajistas a menudo salían del paso mediante pequeños cortes o adiciones (pequeños, o no tanto: hasta diez renglones se añadieron en una plana de la tercera edición de Cuesta).



Sin embargo, la más grave lacra de la princeps es la formidable cantidad de erratas. Desde la portada (que en bastantes ejemplares trae Burgillos por Burguillos) hasta la última palabra del texto (plectio por plectro), no hay especie de gazapo que no tenga su asiento en el Ingenioso hidalgo de 1604. Las erratas de enmienda tan indudable como las recién citadas se extienden a varios centenares, mientras en las Novelas ejemplares, de similar extensión, andan por las setenta, y en el Persiles no alcanzan esa cifra. Fácil es, pues, imaginar cuántos deslices más insidiosos, por menos patentes, no se habrán producido en multitud de pasajes: los epígrafes de los capítulos —única parte del original que fue leída y compuesta por partida doble, puesto que la «Tabla» se compiló directamente sobre aquel, y no sobre las capillas impresas— nos revelan que ya en el primero de ellos se omitió uno de los dos adjetivos aplicados al protagonista («famoso y valiente»), mientras en otros caterva se trivializaba en turba, discreción se mudaba en discordia, etc.etc.

A corto plazo, en las semanas inmediatas a su aparición, el éxito del Quijote fue grande. El veintiséis de febrero de 1605, Jorge Rodríguez había obtenido «lisença do Santo Officio» para publicar la novela en Lisboa; el veintisiete de marzo, Pedro Crasbeeck tenía en marcha allí mismo otra impresión, y en octavo, para venderla más barata. Francisco de Robles no era menos avispado que los portugueses y no tardaría en poner manos a la obra en una segunda edición. La premura con que se acometió la tarea fue tanta, que para ganar apenas quince días los cuadernos Mm-Qq se confeccionaron en la Imprenta Real, y no, como el resto del volumen, en casa de Juan de la Cuesta. La tirada fue de mil ochocientos ejemplares, y el libro pudo estar en la calle no ya en abril, sino incluso en marzo. En la portada se aseguraba contar «Con privilegio» para «Aragón y Portugal», pero no nos consta que Cervantes lo pidiera (quizá todavía en 1604) más que para Portugal y Valencia; y, tras concedérsele, sería muy raro que se lo hubiera cedido a Robles, como acabó haciendo, sin una adecuada compensación.

Pese a la urgencia con que se estampó, el Quijote de veras de 1605 (la princeps pertenece en realidad al año anterior, y a ratos nos será cómodo identificarla con la mención de ese año) no es una mera reimpresión, sino, diríamos hoy, una edición corregida y aumentada. Cuando se coteja con los de Lisboa o, en general, se atiende al modo de proceder en la inmensa mayoría de los otros que vieron la luz en el siglo xvii, el madrileño se revela diáfanamente como fruto de un deliberado trabajo de revisión, enderezado a salvar descuidos e incoherencias que en Lisboa pasan inadvertidos o a introducir enmiendas del todo extrañas a las costumbres y capacidades de los cajistas de la época.

Podemos estar seguros de que las dos variaciones más relevantes respecto al texto de 1604 se deben al propio Cervantes y fueron incorporadas por él mismo a un ejemplar de la princeps. En efecto, las dos largas interpolaciones (entre ambas, cerca de ochenta líneas) que intentan remediar las sorprendentes desapariciones y reapariciones del asno de Sancho Panza (véanse I, 23, n. 18, y 30, n. 12) se muestran sistemáticamente acordes, hasta en aspectos mínimos, con los usos lingüísticos y estilísticos cervantinos, y llegan a coincidir con rasgos que nadie podía identificar, porque no ocurren en ningún otro momento de la Primera parte y únicamente vuelven a encontrarse, diez años después, en la Segunda. Por otro lado, el anacoluto y la frase que enlazan el inserto sobre la pérdida del rucio con la versión de 1604 («el cual, como entró por aquellas montañas, se le alegró el corazón…») son tan característicos de nuestro escritor y, por su insignificancia, habían de resultar tan imperceptibles, que solo a aquel cabe atribuirlos. Cervantes, por tanto, no se limitó a redactar las dos interpolaciones y encargar que otro las zurciera donde mejor cuadraran, sino que, con la princeps ante los ojos, marcó «por sus pulgares» el lugar preciso en que le pareció (erróneamente) que convenían y modificó ahí el texto primitivo para casarlo con el nuevo.

La certeza de esa intervención —culpable de que una tercera parte del libro no pudiera reproducir la princeps a plana y renglón, con el lógico aumento de costes— concede al volumen de 1605 un valor que en los últimos tiempos no ha solido reconocérsele. Es inconcebible que con un libro flamante en las manos, a largos años de La Galatea, y forzado a retocarlo en ciertos aspectos, Cervantes no lo hojeara de punta a cabo y, sabiendo que tenía que entregarlo a la imprenta, no aprovechara para subsanar algunas erratas que le llamaran la atención y hacer los pequeños cambios a que siempre invita el repaso de una obra recién publicada. Entre las variantes de 1605, hay algunas inconfundiblemente cervantinas (véase solo I, 26, 292, n. 12), pero, supuesto que el autor hubo de bregar con un ejemplar del Quijote de 1604, todas pueden legítimamente ser reputadas por tales.

Desde luego, es evidente que Cervantes no releyó la novela línea por línea, corrigiéndola metódicamente, porque de haberlo hecho, por distraído que fuese (y lo era bastante), no se hubiera equivocado como se equivocó al situar la primera interpolación sobre el asno en un capítulo (I, 23) en que nada arreglaba. No hay que pensar en cosa semejante a la escrupulosa lectura de pruebas de un Galdós o un C. J. Cela, sino en un picoteo aquí y allá, echando un vistazo a un episodio, deteniéndose un poco en tal o cual página, saltándose las más… En esa rápida travesía por el texto, pudo enmendar mucho o poco, mejor o peor, pero es sumamente improbable que se contentara con intercalar los dos pasajes en torno al robo del jumento. Lo prudente está en suponer que no son del escritor las variantes que se explican por los mecanismos familiares a la crítica textual y obedecen a la fenomenología habitual de la transcripción. Ni siquiera esas, sin embargo, son acreedoras de un estatuto particular: tomadas una por una, en pura teoría, todas las correcciones significativas de 1605 tienen la misma probabilidad de deberse a Cervantes, sean llamativas o discretas, buenas o malas (porque, ante una copia o una impresión, los autores también caen en la lectio facilior y otras emboscadas). Personalmente, opinamos que no pasan de una veintena las que reúnen las condiciones necesarias para considerarlas cervantinas. Pero el hecho es que ante pocas nos cabe aseverar que lo son o no lo son.

La segunda edición debió de venderse bien, aunque no espectacularmente (no, en especial, como el Guzmán de Alfarache, la meta soñada), y a finales de 1607 no quedaban ejemplares en la tienda de Robles. No es de creer que le hicieran gran competencia las dos impresiones de Lisboa (la de Jorge Rodríguez aún no se había agotado en 1616) ni la valenciana de 1605, destinadas a otros mercados (la cuidadísima de Bruselas salió cuando mediaba 1607). Sencillamente, el Quijote había dejado de ser la novedad de gran moda, y hasta entrado 1608 no se sintió la necesidad de una tercera edición, ahora sintomáticamente más apretada de letra, para emplear menos papel y ofrecerla a mejor precio.

Estampada «por Juan de la Cuesta» (pero nos hallamos ya solo ante una marca comercial: el individuo de carne y hueso llevaba meses huido de la Villa y Corte), y de nuevo al tiempo que el mamotreto de Blosio, la edición de 1608, con fe de erratas de junio, se atiene esencialmente a la segunda, pero, como ella, si con menos fundamento, no quiere confinarse a una simple reimpresión. En efecto, el texto muestra a veces haber sido revisado por un corrector que reparó algunas de las inconsecuencias (a cuenta del asno) que las otras imprentas españolas del Seiscientos mantuvieron luego tranquilamente y obvió con destreza ciertos errores de enmienda impensable por parte de un honrado cajista. Desde antiguo se ha preguntado si el tal corrector no sería el propio Cervantes.

Las respuestas al propósito van desde la afirmación tan decidida cuanto mal razonada de Juan Antonio Pellicer (1797-1798) hasta la negativa implícita de quien como R. M. Flores (1980) pretende que el novelista ni siquiera se enteró de que existían la segunda y tercera edición madrileñas. Ocurre, no obstante, que varios de los añadidos que Pellicer juzga «mejoras» de Cervantes son inequívocos postizos introducidos en la imprenta para rellenar una página que estaba quedando corta. Por otra parte, no solo es necesario pensar que el autor tuvo noticia de las ediciones de 1605 y 1608 (que probablemente le reportaron incluso algunos dineros), sino que todo incita a presumir que asistió de cerca a la elaboración de la última.

En 1608 Cervantes vive en el barrio de Atocha, a cuatro pasos del taller donde se imprime el Quijote y a otros tantos del establecimiento de Robles (y cuando se traslade será para arrimárseles todavía más). Sabíamos que con el librero tiene entonces tratos económicos (a finales del año anterior resulta adeudarle cuatrocientos cincuenta reales), y recientemente hemos averiguado también que entre 1607 y 1611 colabora con él en tareas editoriales, como mínimo escribiendo, para que Robles las firme, un par de hermosas dedicatorias.

Con ese trasfondo, no es sostenible la hipótesis de que no supo lo que se guisaba en sus mismísimas narices. Por el contrario, hay que dar por supuesto que estaría puntualmente informado de la marcha del proyecto y visitaría la imprenta con alguna asiduidad, viendo, con más interés aun que don Quijote en Barcelona, «tirar en una parte, corregir en otra, componer en esta, enmendar en aquella» (II, 62, 1142), y, como muchos autores hacían, aclarando dudas ocasionales y echando una mano cuando se terciara en la corrección de probas. Que la participación de Cervantes no fue regular parece asegurarlo el desacierto de muchas lecturas, mientras el tino de otras y el tiempo y lugar de la edición inclinan a sospechar que sí se produjo de manera esporádica. Los indicios del texto no desmienten las razonables inferencias del contexto. Pero, tampoco ahora, ni unos ni otras tienen fuerza para imponer una solución en los casos de duda.

Poco o mucho espoleado por la continuación del Quijote que firmaba el apócrifo «Alonso Fernández de Avellaneda», Cervantes acabaría la suya en los últimos meses de 1614, aproximadamente por los días en que caducaba (o pedía ser renovado) el privilegio del Ingenioso hidalgo, y no la vería toda de molde hasta el otoño de 1615. El frontispicio y la aprobación del licenciado Márquez Torres la llaman Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, pero estamos lejos de poder jurar que el autor no la hubiera bautizado simplemente Segunda parte de don Quijote de la Mancha. Y en tanto las Novelas ejemplares (1613) anuncian desde la portada el privilegio para «los reinos de la Corona de Aragón» (que al parecer se hizo esperar), la Segunda parte no lo trae sino para Castilla.

Si el primer Quijote se fabricó en un plazo brevísimo, con el segundo da la impresión de que nadie tuvo prisas, pero los resultados no fueron mejores. Otorgado el privilegio a treinta de marzo, la impresión (nominalmente, siempre «por Juan de la Cuesta») tardaría en comenzarse o se arrastraría perezosa entre otros quehaceres, porque el cuerpo del libro no se terminó hasta el veintiuno de octubre. Fuera cual fuera la tirada, que ignoramos pero conviene poner en la cota alta, seis meses largos para un tomo en cuarto de quinientas sesenta y ocho páginas (setenta y un pliegos, completados en noviembre con los dos del cuaderno preliminar) quieren decir que la publicación no urgía.



La parsimonia de 1615 no dio, insisto, resultados más felices que las prisas de diez años atrás. Materialmente, la Segunda parte tenía que hacer juego no con la princeps de 1604, sino con la tercera edición del Ingenioso hidalgo, aún sin agotar en las librerías, y efectivamente lo hace en varios particulares (como los treinta y cuatro renglones por plana), si acaso afeándola con tipos y papel más ruines. En otros aspectos, el paso del original por el taller debió de repetir la misma rutina de las ediciones anteriores (revisión por el corrector, composición por formas, etc.), y no hay motivos para estimar que sobrevinieran problemas como los que dieron un carácter tan anómalo al pliego ¶ de 1604, con su falsa dedicatoria y la ausencia de aprobaciones. Los incidentes fueron ahora los normales: hubo que rehacer tres pliegos (de los cuadernos A, G y Q) y no pasan de treinta las páginas con más o menos líneas de las debidas y donde por ende son especialmente de temer podas o agregados de los tipógrafos.

Tanto más de temer, cierto, cuanto los de 1615 dan abundantes muestras de torpeza. No es fácil que la Segunda parte contuviera la notable cantidad de innovaciones y cambios de última hora que Cervantes parece haber realizado en 1604 (fuera en el autógrafo, en una copia de amanuense o en ambos), de modo que en la imprenta manejarían un original bastante más limpio. (Incluso un error tan manifiesto como la colocación de una conseja en lugar distinto del que le correspondía (véase II, 45, 994 y n. 24) tiene menos posibilidades de ser culpa de la imprenta que del autor, que redactaría la adición luego e independientemente del resto del capítulo, para intercalarla en hojas sueltas o añadirla al final del manuscrito, y no haría en el texto primitivo todos los ajustes necesarios.) Sin embargo, la proliferación de erratas obvias es todavía mayor que en el Ingenioso hidalgo, hasta duplicarlas en número.

Según veíamos, es probable que en 1608, de tertulia entre la librería de Robles y el taller de la viuda de Madrigal, no le faltaran a Cervantes las oportunidades ni las ganas de echar un vistazo, para bien, a las pruebas del Quijote de aquel año. En 1615, le quedaban pocos meses de vida; la imprenta, desplazada a la calle de San Eugenio, no era ya el lugar que le resultaría familiar; y las relaciones con Robles tampoco serían excelentes, cuando las Ocho comedias las editó, por los mismos días de nuestra Segunda parte, Juan de Villarroel. Tal vez nunca sepamos si alguna o algunas de esas circunstancias se dejan relacionar con el penoso desaliño del Ingenioso caballero.

Difusión temprana: 1605-1617

A corto plazo, como observábamos, el Quijote tuvo un éxito considerable, y las reimpresiones se sucedieron a escasa distancia unas de otras. Sorprende un poco, no obstante, que las dos primeras se hicieran en Lisboa (por Jorge Rodríguez y Pedro Crasbeeck, respectivamente), con licencias datadas a veintiséis de febrero y a veintisiete de marzo, y la siguiente, ya posterior al texto revisado de 1605, en Valencia (a costa de Jusepe Ferrer, por Patricio Mey), con aprobación de dieciocho de julio: es decir, precisamente en los lugares para los que Cervantes tenía desde el nueve de febrero sendos privilegios que verosímilmente habría pedido antes de que saliera la princeps.

Sea como fuere, las ediciones lisboetas, que coinciden en la omisión de la dedicatoria (en tanto Crasbeeck suprime además dos de los sonetos preliminares), son marcadamente desaliñadas y, junto a unas cuantas enmiendas certeras, arrastran de 1604 y agregan por su cuenta multitud de erratas. En ambas, el censor, Antonio Freyre, hizo sustituir por «clérigos» un inocente «ensabanados» (I, 52, 586), tachó el equívoco «falsos» que calificaba a los «milagros» de las malas comedias (I, 48, 554) y canceló el diálogo en que don Quijote y Vivaldo ponderan el rigor y la necesidad de la caballería codo a codo con el estado de los religiosos (I, 13, 138). Pero ni aun así se satisfizo la cicatería de la Inquisición portuguesa, cuyo Índice de 1624 expurgó todavía media docena de pasajes que se le antojaron demasiado picantes o irreverentes.

La impresión de Mey se hizo, según apuntábamos, después de la segunda edición madrileña y, naturalmente, reproduce la versión que ella ofrece y que a su vez es el origen, con mínimas excepciones, de toda la tradición subsiguiente, hasta el siglo xix. Ese papel central del Quijote de 1605, frente a la esterilidad textual del de 1604, ha querido relacionarse con el supuesto hecho «de haber en seguida desaparecido los pocos ejemplares que de la edición príncipe se tiraron» (Leopoldo Rius) y que, a creer a Rodríguez Marín, se enviaron a las Indias casi por entero (solo de febrero a abril, consta que se embarcó cerca de un centenar). No cabe admitir la sugerencia. La tirada de la princeps hubo de ser elevada, pero, en cualquier caso, es fenómeno bibliográfico consabido que la gran difusión de un libro no supone la conservación de mayor número de ejemplares, sino más bien al revés: el suntuoso Quijote de 1738 puede verse en multitud de buenas bibliotecas, que solo por maravilla tienen completo uno de los paperbacks de Manuel Martín. Por otra parte, la estampa valenciana, como cuantas vinieron después de las portuguesas, se gestó cuando ya circulaba la segunda edición de Robles, que claramente, y sobre todo para quien en aquellas fechas pensara en publicar otro Ingenioso hidalgo, se revelaba como corregida y aumentada. Harto más limpia que las lisboetas, la impresión de Mey se muestra sin embargo poco ducha en contar el original y no tiene reparo en completar bastantes planas que se quedaban cortas añadiendo las palabras o frases que convengan para lograrlo. Tales aditamentos, sobre dar ejemplos arquetípicos del recurso en cuestión, permiten identificar inmediatamente las reediciones que derivan de ella, desde la milanesa de 1610, de Locarni y Bidello.

Fuera de Madrid, la gema de los Quijotes tempranos es sin duda el salido de las prensas de Roger Velpius «en Bruselas…, en l’Águila de Oro, cerca de Palacio, año 1607». La pulcritud de la tipografía y del papel, largamente por encima de los usos españoles, va unida a un esmero verdaderamente excepcional, sin paralelo hasta 1738, en la preparación del texto. El corrector lo leyó con cien ojos, procurando remediar las que se le ofrecían como imperfecciones, y, así, enderezando felizmente numerosos tuertos y no dejando pasar tampoco deslices como los epígrafes erróneos de los capítulos 35 y 36 o las referencias indebidas al asno de Sancho que sobrevivían aún en la versión de 1605. Claro está que una edición crítica no puede seguir todas sus enmiendas (algunas, admirables), ni menos las sustituciones que introduce para obviar los descuidos del autor; pero la vivísima sensibilidad lingüística y literaria del corrector obliga a tomarlas siempre en consideración, cuando menos como señal cierta de problema. Tan diáfana es la calidad del texto de Bruselas, en efecto, que de tiempo atrás se ha sospechado que lo tuvo en cuenta la edición revisada de 1608. Pero la hipótesis debe descartarse, porque ni tal proceder sería explicable ni lo toleran las divergencias entre ambas, en especial las anomalías a propósito del jumento advertidas en Bruselas y no en Madrid. Cosa distinta es que cuando una y otra coinciden en una lectura hayamos de tener por máxima la posibilidad de acierto.

Antes de que viera la luz la Segunda parte, a las tres ediciones de Robles, dos de Lisboa, una de Valencia, con su secuela de Milán, y a la flamenca recién mentada hay que sumar únicamente otra de Velpius y Huberto Antonio en 1611: porque con ella o con la de 1607 parece confundir Sansón Carrasco la que dice haber oído que estaba en marcha «en Amberes», y no hay rastro (sino negativo) de la que el bachiller adjudica a «Barcelona» (II, 3, 647). Nueve ediciones en diez años constituyen un expediente honroso, y más cuando se incrementa con sendas traducciones al inglés y al francés, pero no extraordinario: notablemente por debajo del Guzmán de Alfarache o de las Guerras civiles de Granada, inferior al de las Novelas ejemplares y a par con La Arcadia o el Persiles. Los datos esbozan una trayectoria familiar al historiador: el libro de gran resonancia en un primer momento, con un rápido cortejo de reimpresiones más baratas (salvo las madrileñas y la de Jorge Rodríguez, todas las citadas son en octavo), pero cuyas ventas decaen a no mucho tardar, en parte no pequeña porque se considera básicamente como obra «de entretenimiento», que no invita a ser conservada, antes bien tiende a pasar de amigo en amigo y entra con facilidad en los boyantes mercados de segunda mano y de alquiler.

En tales circunstancias, la publicación del Ingenioso caballero en 1615 supuso y sobre todo quiso suponer un relanzamiento del Ingenioso hidalgo. No es imposible que Robles estampara la edición de 1608 en cuarto (aunque más apretado), y no en octavo, para que en su día formara pareja con la Segunda parte (que quizá no esperaría con tanto retraso). Como fuera, el librero Roque Sonzonio, al mandar imprimir esta en Valencia (por Patricio Mey), a principios de 1616, devolvió también a las prensas, parece, el Ingenioso hidalgo, siguiendo el texto asimismo valenciano de 1605; pero, como la dependencia de ese original llegó hasta el extremo de conservar íntegra la portada, perdió la distinción de haber sido el primero en editar un juego del Quijote completo. Tal honor lo alcanzó más bien Huberto Antonio, si un poco al sesgo: publicando en Bruselas el Ingenioso caballero en 1616 y el Ingenioso hidalgo en 1617, con ligeras diferencias tipográficas, pero seriando los dos volúmenes merced a la anteposición de un Primera parte de… al título primitivo. En Lisboa, Jorge Rodríguez imprimió en 1617 el Ingenioso caballero en cuarto, a todas luces para aprovechar los ejemplares sobrantes del Ingenioso hidalgo que había hecho doce años antes, pero cambiándoles medio pliego del principio y, pese a mantener la fecha de 1605, repitiendo en la portada el grabado de su flamante Segunda parte. En 1617, en fin, tres libreros de Barcelona (Miguel Gracián, Juan Simón y Rafael Vives) se asociaron para que Bautista Sorita y Sebastián Matevad les imprimieran, respectivamente, la Primera y la Segunda parte, «en emisiones distintas, una para cada editor» (Jaime Moll), y atenidas a las recientes tiradas de Valencia, salvo en un detalle significativo: el Ingenioso hidalgo conserva ese rótulo y la cuatripartición de 1605, pero en los titulillos de todo el tomo se lee solo Primera parte de…

Los textos de 1616 y 1617, siempre en octavo, con la excepción portuguesa, contienen las inevitables erratas o distorsiones y el puñado de enmiendas oportunas que igualmente cabe esperar de unos contemporáneos del autor. El valenciano, cuya Segunda parte es sin duda la más atildada, fue también expurgado con más celo, y la censura se llevó por delante un comentario de la duquesa sobre «las obras de caridad» (II, 36, 930); la supresión, comunicada internamente dentro del Santo Oficio o divulgada en algún perecedero edicto suelto, llegó al Índice del cardenal Zapata (Sevilla, 1632) y pervivió en España (y en muchas ediciones extranjeras) hasta 1839.

Las ventas del Ingenioso caballero fueron modestas: en 1623, Robles todavía almacenaba casi cuatrocientos ejemplares (junto a unos ciento cincuenta del Ingenioso hidalgo de 1608), y es elocuente la ausencia durante dos decenios de otras ediciones que las mencionadas. Podemos imaginar que Cervantes competía consigo mismo, porque 1617, en especial, fue un annus mirabilis en su bibliografía póstuma, con siete impresiones del Persiles y tres de las Novelas ejemplares. Pero esos otros dos libros se defendieron luego con una fortaleza que el Quijote evidentemente no tenía por entonces.



Éxito popular y degradación textual

La laguna de ediciones entre 1625 y 1635 puede achacarse en parte a que en tal período, grosso modo, en el Reino de Castilla no se concedieron licencias para imprimir novelas (ni comedias). En parte, decimos, porque fuera de Castilla nadie se interesó por publicar la nuestra, pero también porque publicarla fue uno de los primeros proyectos que se acometieron al normalizarse la situación: la obra, pues, venía echándose de menos. El privilegio otorgado al autor en 1615 había caducado justamente en marzo de 1625. En octubre de 1634, apenas levantada la suspensión de licencias, obtuvo una para editar el Quijote un cierto «Pedro Cuello» que debió de cedérsela al librero Domingo González y al impresor Francisco Martínez, pues fueron ellos quienes la utilizaron para los dos en cuarto en cuyas portadas, con poca congruencia, se leía Primera y segunda parte del ingenioso hidalgo… y Segunda parte del ingenioso caballero…, con las fechas, respectivamente, de 1637 y 1636.

La nueva edición madrileña se basa en la revisión de 1605 (omitiendo dedicatoria y versos preliminares) y en la princeps de 1615, pulidas con un buen número de correcciones estimables (que, si resultara no ser el librero Pedro Coello, nos sentiríamos tentados de atribuir al «Pedro Cuello» a cuyo nombre, debida o indebidamente, se publicó en 1634 una dramatización de El celoso extremeño). Tipográficamente pobre, ocupa sin embargo un puesto central en la tradición del Quijote, que con ella retorna al mercado, ya no como novedad relativamente efímera, sino como libro de fondo, reimpreso con frecuencia en la Corte (o con falso pie de la Corte) durante treinta años (1647, 1655, 1662, 1668), siempre en dos tomos en cuarto. Pero la aludida centralidad le viene también de que a ella se remonta además el texto bruselense de 1662, cabeza de la fecunda rama flamenca de las impresiones ilustradas («Bruselas» [=Lyon], 1671; Amberes, 1673-1672, 1697, 1719; Lyon, 1736), todas en dos octavos, que, amén de conservar muy vivo en el resto de Europa el original cervantino, llegaron incluso a determinar en aspectos capitales las ediciones españolas.

En efecto, por cuanto al texto se refiere, los dos elegantes volúmenes que Juan Monmarte publicó en Bruselas en 1662 seguían sustancialmente a los madrileños de 1637-1636; pero, por primera vez en una tirada en castellano, la presentación se engalanaba «con diferentes estampas muy donosas», treinta y cuatro en total, la mayoría copiadas por el grabador Bouttats de las insertas en la traducción holandesa aparecida en 1657: «para que no solo los oídos, sino también los ojos —declaraba Monmarte— tengan la recreación de un buen rato y entretenido pasatiempo». Desde entonces (salvo algún caso de rezago, datado en 1668-1662), el Quijote no volvió a ser el mismo tampoco en su patria.

En Madrid, María Armenteros, viuda de Juan Antonio Bonet, publicó en 1674 una edición a su vez «con treinta y cuatro láminas muy donosas», cortadas por Diego de Obregón, y una tercera parte de las cuales no era simple trasunto de las bruselenses. Si después de tal experiencia el Quijote no vuelve a salir en Madrid hasta 1706, quizá no fue porque la imitación pareciera mal, ni por la penosa circunstancia de epidemias, crisis monetaria y declive en muchos otros aspectos, sino porque los libreros de Carlos II no podrían competir con la calidad y el precio de los rifacimenti de la impresión de Monmarte que desde Amberes ofrecían los Verdussen; y si la tradición se reanuda en 1706, probablemente se debe a que la Guerra de Sucesión había bloqueado el comercio librario (y también en Barcelona hubo que improvisar, en 1704, un curioso Quijote en octavo). Como sea, de 1706 a 1751 (con algún apéndice, así en 1764, ya irremediablemente anticuado), alrededor de ocho ediciones repiten en la Corte, en variadas emisiones, la misma fórmula de éxito: dos tomos en cuarto, cada vez en peor papel, con un texto de cercanas raíces madrileñas y grabados (primero en metal, luego en boj) descendientes en última instancia de los de Bouttats, pero calcados de una versión local intermedia y progresivamente más toscos y elementales.

A grandes, grandísimos rasgos, la mera evolución material de la obra hace patente que entre 1674 y 1751 el público va ensanchándose por la base y el Quijote, de ser producto para aficionados de alguna holgura económica, se vuelve por momentos más popular: ahora es un libro necesariamente ilustrado, inconcebible sin las estampas que captan a los lectores menos refinados y les proporcionan unas pautas de comprensión.

Esa es aún la vía más transitada en la segunda mitad del Setecientos. En 1744, P. Gosse y A. Moetjens publican en El Haya cuatro deliciosos tomitos, en que, si el texto procede del gran Quijote londinense de 1738 (y, como él, va precedido de la Vida de Cervantes por Mayans), los pulquérrimos grabados se inspiran en los cartones de Carlos Antonio Coypel para los tapices de Compiègne. De ahí viene el segundo gran giro que la tipografía flamenca provoca en la trayectoria del Quijote, pues de ahí, obviamente, y de los «muchos sujetos apasionados» de la novela («no hay persona de mediano gusto que esté sin ella») le llega a Juan Jolís la idea de divulgarla también en otros tantos volúmenes similares (Barcelona, 1755), «pues con esto se logra el poderse traer consigo en el paseo o en el campo, en donde puede entretenerse el curioso». Claro que los tipos, aunque legibles, no son ahora los limpísimos de El Haya (ni siquiera del remedo de Amsterdam y Lipsia), ni las estampas son los exquisitos cobres tomados de Coypel, sino unos rudos tacos de madera con la enésima variación, más depauperada si cabe, y a través de quién sabe cuántas otras, de los dibujos de Bouttats y Obregón. Pero la idea tuvo una espléndida acogida, y, pese a las inevitables imitaciones (así la de Barber, en Tarragona), durante cuatro lustros la familia Jolís siguió tirando miles de ejemplares del Quijote de la casa. Desde 1765, sin embargo, y sobre todo entre 1777 y 1782, el mercado ‘de faltriquera’ se vio ocupado en gran parte por la decena de impresiones exactamente del mismo estilo (pero ya con Quijote, no Quixote, en la portada) que difundió en Madrid el ambicioso y emprendedor Manuel Martín. A lo largo de treinta años, el triunfo del nuevo modelo de surtido, con cuatro volúmenes en octavo, en vez de dos en cuarto, fue rotundo; después, la receta, que un Ibarra (1771) y un Sancha (1777) intentaron dignificar «A costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros», abrió paso a otras. Pero entre 1755 y 1782 Jolís y Martín, nombres diminutos en los anales de la tipografía, dieron al Quijote «el vuelo mayor que nunca tuvo y lo convirtieron en un objeto de consumo» (E. Rodríguez-Cepeda), consagrándolo, con mucho, como el más querido de los clásicos españoles.

Desde el punto de vista de la tradición textual, único que aquí nos concierne, es dificilísimo desentrañar la trama de los Quijotes recién ojeados, no tanto porque todos van aportando pequeñas singularidades que solo un imposible cotejo exhaustivo permitiría quizá elucidar, cuanto porque es la historia de una contaminación continua y cada vez más amplia. En efecto, desde mediados del mismo siglo xvii, ocurre con creciente asiduidad que las ediciones no se basan únicamente en otra anterior, sino que combinan elementos de varias, normalmente de fecha cercana (aunque no faltará quien recurra hasta a la olvidadísima princeps de 1604), que en casos de duda los correctores comparan con un ejemplar de la primera impresión a mano. A todos los propósitos el Quijote se hace día a día un totum más revolutum: el texto de unas impresiones adopta la división y las láminas de otras; editores, libreros y aficionados mezclan los tomos de diversas tiradas; se introducen y vuelven canónicos ingredientes no cervantinos, como la dedicatoria «al mismo don Quijote … por su cronista» Cide Hamete o ciertas «obras poéticas de los académicos de Argamasilla halladas por el más célebre adivinador de nuestros tiempos»… Dos o tres especímenes particularmente ostensibles podrán sugerir la complejidad del proceso aludido.

Como observábamos arriba, el texto de Bruselas, 1662, seguía esencialmente el de Madrid, 1636-1637, incluidos gazapos monumentales («sogas y moramos», por ejemplo) que los cajistas flamencos no siempre estaban en condiciones de evitar. Pero, como en el prototipo español no figuraban los poemas iniciales de 1604, Monmarte fue a pedírselos, directa o indirectamente, aunque no sin retoques en el orden, a la impresión valenciana de 1605, que le prestó además algunas lecciones para otros lugares de la obra. Y las ediciones españolas en deuda con la bruselense a menudo no traen otros preliminares que uno de los prólogos de Cervantes.

En el primer tomo, el título madrileño de 1636 (y 1647) se había cambiado desde 1655 por Parte primera y segunda del ingenioso hidalgo… Comprensiblemente descontento con las variantes usadas hasta entonces para designar el conjunto y las dos entregas del Quijote, Monmarte eligió una solución radical y lo rebautizó todo como Vida y hechos del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. La invención no pudo correr mejor suerte, en España y fuera de España, pues desde 1674 hasta 1780 todas las ediciones, pese a continuar reproduciendo mayormente el texto de sus predecesoras locales o vecinas, adoptaron unánimes el mismo marbete.

Por otro lado, para resolver la incoherencia de una «Primera parte» dividida no obstante en cuatro secciones también etiquetadas como «partes», Monmarte (como ya había hecho Shelton al reimprimir su traducción al inglés) cambió esa designación por la de «libros», y, simétricamente, distribuyó en otros cuatro, de quinto a octavo (II, 1-17, 18-32, 33-52, 53-74), el Quijote de 1615. La innovación fue ahora seguida menos ciega y universalmente, pero aun así tuvo notable eco, e incluso quienes no la aceptaron por completo buscaron modos análogos de responder al problema, distinguiendo, por ejemplo, cuatro libros en el Ingenioso hidalgo y reservando al Ingenioso caballero la designación de «Segunda parte» o bien ofreciéndolo como «Quinta», numerando sus capítulos a partir del 53, etc.etc.

Todas esas alteraciones inmediatamente perceptibles deben bastarnos aquí como indicios externos del dato que ponen de manifiesto incluso unos pocos cotejos fragmentarios: en los estadios que acabamos de repasar (1637-1668, 1674-1751, 1755-1782), la transmisión del Quijote está presidida por una progresiva contaminación del texto. No cometamos, sin embargo, el error de despreciar esas humildes ediciones madrileñas y catalanas. Por un lado, la etapa más adversa para la integridad textual resulta ser decisivamente próspera para la fortuna literaria de la obra, y lo uno es el precio de lo otro. Tratándose de un libro cuyos puntos de partida en 1605 y 1615 ofrecen deficiencias tan notorias, no hay, además, subsidio para restaurarlo que pueda desecharse impunemente. Así, de las dos impresiones con pie de Madrid, 1668-1662, la más tardía, probablemente contrahecha en los aledaños del 1700 (y distinguida por la peculiaridad de ser la primera del Quijote en que se sustituyen por uves las úes con valor consonántico), corrige por encima de cualquier duda un pasaje corrupto desde la princeps hasta hoy («Bueno fue…», frente al errado «Pues no fue…», en I, 39, 459), contra el que se han estrellado generaciones de cervantistas. La media docena de casos similares (aunque menos brillantes) que han podido documentarse en otras ediciones igualmente olvidadas hace pensar que la cosecha de unos cotejos más detenidos podría no ser en absoluto desdeñable.



De vuelta a las fuentes: 1738-1833

La línea que tan sucintamente acabamos de recorrer no agota ni la bibliografía ni menos las venturas del Quijote en el período considerado, ni a sur ni a norte de los Pirineos. En particular, no son ahora tema nuestro (ni cabía tratarlo en otros capítulos del presente Prólogo) las abundantísimas versiones de la obra a los principales idiomas europeos (en el siglo xviii, unas cincuenta impresiones en francés, más de cuarenta en inglés). Sin ellas, no obstante, la tradición española distaría de explicarse enteramente. Es bien sabido que las intuiciones del romanticismo alemán han condicionado hasta nuestros días la interpretación de Cervantes. Pero, como notábamos hace un momento, desde 1662 nuestra novela se convirtió en un libro inadmisible sin ilustraciones, un poco en la órbita de la aleluya o el tebeo, porque el público se había acostumbrado «a ver siempre la historia de don Quijote con láminas» (así lo señalaba en 1782 la Real Academia Española); y las tales láminas, «donosas» o lamentables, determinaron un peculiar enfoque del texto, no menos influyente, si harto distinto, que las lucubraciones de Schelling y Schlegel. La metamorfosis —aunque enlazada con una vieja querencia, desde el mismo año de la princeps, a transmutar visualmente el relato cervantino en mojigangas y mascaradas— se operó a partir de la edición de Monmarte, matriz de gran parte de las figuraciones posteriores. Pero a su vez, como también notábamos, la edición de Monmarte no pasa de adaptar los grabados con que Jacobo Savry había adornado la primera traducción holandesa (Dordrecht, 1657).

La más antigua imagen en que todavía hoy reconocemos al punto a don Quijote y a Sancho es, sin embargo, la que los sitúa, el caballero con la bacía por yelmo y el escudero ‘entremetido en espolear a su asno’, sobre un paisaje nulamente manchego a cuyo fondo giran las aspas de un molino de viento. Está en duda si se insertó antes en L’ingenieux et redoutable chevalier Don Quichot de la Manche (París, 1618) de F. de Rosset o en la segunda impresión, corregida, de The History of Don Quichote (Londres, sin fecha) de Thomas Shelton. Venga de donde venga, si las ilustraciones plásticas de la obra madrugaron en Francia, desde las pinturas murales de Jean Mosnier y el álbum de estampas de Jean Lagniet, a Inglaterra corresponden sostenidos intentos tempranos de publicar el Quijote provisto de alguna ilustración intelectual: las breves notas del Capitán Stevens (1700), los aleatorios ensayos de restauración textual por J. Ozzell sobre la base de una comparación «with the Best Edition of the Original, printed at Madrid» (1719), o la semblanza de Cervantes, disculpablemente inexacta, que se halla al frente de The History of the Renow’d Don Quixote (Londres, 1700) dispuesta por Peter Motteux.

Con varias de esas orientaciones se enlaza el suntuoso Quijote en cuatro tomos, en cuarto real, impecablemente impresos en Londres «por J. y R. Tonson», con el mecenazgo del Barón de Carteret. El pie reza mdccXXXVIII, pero el trabajo venía gestándose cuando menos de cuatro años atrás. Lord John Carteret empezó probablemente por encargar los grabados (que al cabo fueron sesenta y ocho, casi todos de Vanderbank, limpísimos de factura) y la preparación del original; y si bien es fácil que desde el principio pensara asimismo en incluir una vida del autor, solo en 1736 dio con la persona adecuada para escribirla: don Gregorio Mayans y Siscar. Al aceptar el cometido, que saldría en el primer volumen londinense (y pronto entraría también en bastantes ediciones madrileñas), el ilustre erudito se apresuró a hacer saber a Carteret su inquietud por la calidad del texto: «para que esta impresión salga correcta —aconsejaba— debe representarse bien la primera», porque «las demás todas … se han alterado mucho».

Mayans decía poseer y ponía a disposición del Barón «el primer tomo de primera impresión y el segundo de segunda». En efecto, creemos que don Gregorio manejó a veces la auténtica princeps de 1604, pero no hay rastros de que la enviara a Londres, y, si lo hizo en la segunda mitad de 1736, posiblemente no hubo ya tiempo (o quizá ganas) de aprovecharla. Es el caso que la preparación del original se había encomendado (como advirtió John Bowle) a cierto Pedro Pineda que en 1739 cuidó también unas Novelas ejemplares y en 1740, al sacar a luz la Fortuna de amor de Lofraso, se presentaba como «el que ha revisto, enmendado, puesto en buen orden y corregido a Don Quijote». Todo indica que para entregarlo a la imprenta Pineda utilizó un ejemplar de la edición más prestigiosa en la época, la publicada por Monmarte en 1662, o, si acaso, de alguna de sus inmediatas herederas flamencas. Ese texto de base lo cotejó meticulosamente con una de las tres primeras impresiones bruselenses del Ingenioso hidalgo (1607, 1611, 1617) y con el más antiguo Ingenioso caballero de la misma procedencia (1616). No cabe excluir que ciertos trechos del libro los mandara al taller a costa de arrancar algunas páginas de las añejas tiradas de Bruselas, ni que a ratos colacionara pasajes de otras (y hasta tal vez de «el segundo [tomo] de segunda [impresión]» que ofrecía Mayans, si se trata de la valenciana de 1616, como hay que pensar). Pero a grandes rasgos su edición es una libérrima revisión de la de Bruselas, 1662, a la luz de las que también allí se habían publicado entre 1607 y 1617.

Aparte un tipo pintoresco, Pineda debía de ser un concienzudo profesional de la tipografía y un estimable conocedor de la lengua clásica. El resultado de esas circunstancias es un texto híbrido en todos los sentidos, donde, sin embargo, incluso la contaminación parece en ocasiones elevarse hacia la crítica: un texto con enmiendas felices, o aun óptimas (véase únicamente I, 4, 70, n. 83: «sobre él llovía», por el «sobre él vía» de la princeps), con buen ojo para identificar lugares problemáticos y atento a rescatar fragmentos omitidos durante más de un siglo (solo en Bruselas, 1616 podía leer Pineda la apostilla sobre «las obras de caridad» en II, 36, 930), pero todo ello, desde luego, revuelto al azar con incomprensiones, lecturas faciliores y puros caprichos («nunca las cartas de amantes se firman», pongamos, por «las cartas de Amadís…» de I, 25, 282, o «enviudado búho» por «envidiado búho» en I, 14, 147 y n. 13). En cualquier caso, especialmente digna de nota es la insólita adhesión al autor que Pineda muestra más de una vez: pues si no le duele inventarse el epígrafe de un capítulo o añadir la mención expresa de un interlocutor, y si, por otro lado, examina minuciosamente y acepta o adapta con frecuencia las innovaciones de 1607, tampoco duda en rechazarlas cuando advierte que han sido introducidas para salvar (así en relación con el robo del asno) una incongruencia imputable a Cervantes. Los hábitos y los saberes de un mero corrector de imprenta no podían dar más de sí en aquellos tiempos; y el dato que invita a acentuar una mínima justicia histórica es que algunas restituciones de Pineda ocurren (o reaparecen) por primera vez en la edición londinense y se han quedado para siempre en el Quijote.

En España, Mayans no era el único en lamentar los defectos de las impresiones de surtido. El Padre Sarmiento, no menos interesado por la vida y la obra de Cervantes, se quejaba en 1761 de que prescindieran de los «preciosos monumentos» que son «dedicatorias, prólogos y aprobaciones»; y tras echar un vistazo al primer volumen de Londres refunfuñaba, escéptico: «Bien me parece y me gusta una magnífica impresión en todo, pero con tal que la acompañe la exactitud del contexto. Estoy harto de … desatinos excelentemente pintados». No era esa, con todo, la actitud más generalizada: la ascendente popularidad del Quijote hacía sentir la conveniencia de poner en el mercado ediciones más esmeradas, pero antes en las ilustraciones que por la puntualidad textual.

Por ahí, la Real Compañía de Impresores y Libreros proyectaba ya en enero de 1765 unos «Quijotes con láminas finas», cuya primera concreción, no obstante, debe de ser el diestramente estampado por Joaquín de Ibarra en 1771: cuatro tomitos, con apreciables grabados de Monfort y Camarón, sí, y con la Vida de Mayans, como iba siendo usual, pero con un pésimo texto de surtido, que en nada mejoraba el que Juan de San Martín había sacado en 1750, adecentando un pelo su propia edición de 1741 merced a la restitución de parte de los versos preliminares del Ingenioso hidalgo. Del segundo intento de la Real Compañía, confiado a Antonio de Sancha (1777), no estamos en condiciones de precisar si apunta una cierta preocupación textual o un nuevo ejemplo de contaminación: pues la noble tipografía, escogido papel y «láminas finas» sirven a una simple copia de la edición de Ibarra, pero con algunas lecciones llegadas de Londres, verosímilmente a través de El Haya.

No otro es el panorama sobre el que en marzo de 1773 se recorta gallardamente la decisión de la Real Academia Española, estimulada por el Elogio histórico de Miguel de Cervantes presentado por Vicente de los Ríos, de «hacer una impresión correcta y magnífica del Don Quijote…, respecto de que siendo muchas las que se han publicado … no hay ninguna buena ni tolerable». En verdad, la Academia echó la casa por la ventana para sacar, con fecha de 1780, cuatro espléndidos volúmenes en folio menor, que Ibarra comenzó a imprimir en 1777, con los hermosos tipos fundidos ad hoc que todavía llevan su nombre, y sobre papel fabricado especialmente en Borgonyà del Terri por Josep Llorens. El preámbulo consistía en dos importantes trabajos de V. de los Ríos, la Vida del autor y el Análisis del «Quijote», complementados por el Plan cronológico de la novela y un mapa con el itinerario de los protagonistas. Las ilustraciones (que también se vendían aparte), al igual que las viñetas, «cabeceras y remates», eran extremadamente pulcras, como de los más acreditados artistas del momento: Antonio Carnicero, José del Castillo, Manuel Salvador y Carmona, Joaquín Fabregat… (Pero, ay, no Francisco de Goya: alguien debió rechazarle la soberbia estampa que presentó a concurso.)

«El principal cuidado de la Academia» fue «dar al público un texto del Quijote puro y correcto», y solo en ese punto hemos de detenernos ahora, para subrayar, antes de nada, que la edición de 1780 (a cargo de una «diputación de tres sujetos»: Manuel de Lardizábal, V. de los Ríos e Ignacio de Hermosilla) supone una mutación radical en la historia de la obra. El «Prólogo» (redactado por Lardizábal) afirma que para el Ingenioso hidalgo se habían «tenido presentes la primera edición hecha en Madrid por Juan de la Cuesta el año de 1605 y la segunda hecha también en Madrid y por el mismo impresor, año de 1608», con el texto «arreglado a la primera» y dando en notas finales «las variantes de la segunda, aun aquellas que no son substanciales». Nada de ello acaba de ser cierto…, ni falso.

En efecto, la que los académicos reputan «primera edición» no es de hecho la princeps, concluida en 1604 aunque datada con el año siguiente, sino la reimpresión corregida, en realidad de 1605. El error, no obstante, no afectaba exclusivamente a Lardizábal y sus cofrades, sino que parece haber sido universal hasta bien entrado el siglo xix, fuera por desconocerse ejemplares de 1604 (en 1777, John Bowle tenía noticia de que existían, pero confesaba: «these … have never yet come to my inspection»), fuera por atribuir equivocadamente la prelación a los de 1605 (si Mayans manejó la auténtica princeps, es fácil que sufriera tal desorientación: consta que aún en 1819 la sufrían los doctísimos Navarrete y Clemencín). Por fortuna, para el Ingenioso caballero las cosas estaban suficientemente claras, y la Española se atenía a la edición de Robles de 1615, con variantes de «la segunda hecha en Valencia por Pedro Patricio Mey, año de 1616».



Confusión aparte, hay que decir que la transcripción académica de los textos de base es notablemente fiel y atinada. En unas cuantas ocasiones, tropezamos con lecturas y hasta erratas del ejemplar usado para el cotejo o la imprenta; en bastantes, con enmiendas, propias o ajenas, que no se declaran (sobre todo si son de Londres, 1738, tenida bien en cuenta, a veces vía El Haya, pero normalmente mentada solo para disentir), y las variantes que se registran distan mucho de ser completas. Es verdad también que la Academia se siente autorizada a mudar o escribir de suyo varios epígrafes y suprime de los titulillos la división del Ingenioso hidalgo en cuatro partes. Pero esas alteraciones más o menos legítimas van explícitamente señaladas, y, por el contrario, no se duda en mantener, razonándolo, descuidos o rasgos cervantinos que Pedro Pineda retocaba sin pestañear, como a propósito de la mujer de Sancho Panza (I, 7, 94, n. 57), «la sentencia pasada de la bolsa del ganadero» (II, 45, 994, n. 24) o la omisión del nombre de algunos «interlocutores del diálogo, de que se halla ejemplo en los buenos autores antiguos y modernos».

A cambio de insuficiencias y deslices que hoy al filólogo se le antojan obvios, la Academia ofrecía un Quijote incomparablemente mejor que cualquiera de los que corrían entonces (principes incluidas) y, como fuera, indicaba las pautas correctas para editarlo en adelante. Tácitamente quedan estas fijadas cuando, en polémica con la impresión de Londres, el Prólogo singulariza algunas muestras del proceder seguido: la eliminación del título consagrado desde 1662, ahora a favor de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (aunque podamos discutir si era lícito extenderlo al conjunto de la novela); la sustitución del balando de 1604 y 1605 por el baladro de 1608 (I, 14, 147, línea 13); la enmienda (ya en Valencia, 1605) del ininteligible «de Belona preside», por «do Belona preside» (I, 52, 594); y la restauración de espalder (II, 63, 1148, n. 17) donde siempre se había embutido espaldar. En otras palabras: el Prólogo postula la vuelta a las fuentes de la tradición textual, ponderadas de acuerdo con los datos asequibles y con el conocimiento de la lengua y la cultura de Cervantes, y el recurso crítico a la conjetura cuando en el original hay signos palmarios de corrupción. Que la Academia no siempre aplicara irreprochablemente esos criterios no le quita el mérito de haberlos puesto sobre el tapete.

Los académicos de 1780 habían considerado la conveniencia de poner «muchas notas en la obra indicando los lugares de los libros de caballerías que ridiculiza Cervantes», pero es diáfano que el quehacer pedía más tiempo y esfuerzo del que contaban con dedicarle, y a la postre prefirieron salirse por peteneras: «este material trabajo solo serviría para satisfacer la curiosidad de algunos…». No es imposible que a disuadirlos de la idea contribuyera la noticia, a principios de 1777, de que John Bowle llevaba muy adelantada una edición del Quijote «con todos los honores de un autor clásico», y señaladamente copiosos escolios para «interpretar y facilitar la inteligencia de los pasajes obscuros».

El Reverendo Bowle (1725-1788), pastor de la parroquia de Idmiston, había comenzado por compilar un exhaustivo vocabulario e índice de la obra, y continuado (desde 1769) con la lectura de todos los libros aludidos en ella que le fueron asequibles, conjugando ambas cosas con una perseverante inmersión en el Diccionario de Autoridades y en el Tesoro de Covarrubias, que estudió línea por línea. Fruto de semejantes fatigas, afrontadas en la lejana Inglaterra, sin apenas más auxilios que un tesón inquebrantable y la biblioteca de Thomas Percy, son los seis garbosos tomos, en cuarto mayor, de la Historia del famoso caballero don Quijote de la Mancha que publicó en 1781, «en Londres» (según una tirada, por referencia a las librerías donde se despachaban) y «en Salisbury, en la imprenta de Eduardo Aston».

El oro está en el volumen quinto: más de trescientas páginas, en cuerpo pequeño, de Anotaciones en que Bowle pone a contribución libros de caballerías, romances castellanos y romanzi italianos, autores comunes y recónditos, de Acosta a Zurita, con el designio de aclarar, por cuanto toca al sentido literal, «todas las dificultades y lugares escuros» que encuentra en la novela. Nos faltan palabras para alabar la tarea de don Juan (como gustaba llamarse, al tiempo que se dolía: «…yo, extraño, y que jamás he visto ninguna parte de España»), la documentación, amplitud, exigencia, acierto y sobriedad de su comentario: conque nos contentaremos con decir que se halla en la raíz de todos los posteriores y que son abundantes las glosas que ningún cervantista parece haber querido llevar más allá de donde las dejó Bowle.

Como las Anotaciones no entran en los asuntos textuales que a nosotros nos atañen y el «Prólogo del editor» se limita a enumerar las «ediciones originales» que conoce, desde 1605 hasta 1617, y a remitir a las «varias lecciones», no sobrará al respecto un par de observaciones previas. Sucede que en 1777 Bowle había divulgado una admirable Letter to the Reverend Dr. Percy donde exponía el principio a que se proponía sujetarse «to have the text pure and genuine»: «the first editions must be selected for that purpose», sin dejarse llevar por las veleidades de un Pedro Pineda (pues Pineda es, ciertamente, a quien se alega una y otra vez como ejemplo negado, quien «perverted and obscured what was easy, clear, and perspicuous», mostrando «to have been every way unqualified» para la empresa). En concreto, y habida cuenta —explica— de que «as to the Second Part we have no choice», «the first [edition], printed in Madrid 1605, in quarto, by Juan de la Cuesta, seems to merit the preference» para el Quijote inaugural. De acuerdo con tal opinión debía de tener entonces preparado el texto y anotadas las variantes. Pero en 1777 Bowle no había visto la edición de 1608, y ni en 1777 ni en 1781 tuvo a su alcance la verdadera princeps del Ingenioso hidalgo, pese a constarle que había «another edition of the First Part the same year and place», «otra del mismo año, lugar y forma». En 1778, sin embargo, tras prestarle Edward Collingwood un ejemplar de 1608, don Juan se convenció de que esa tercera edición de Robles había sido retocada «by the Author himself» y se resolvió a usarla como base de la suya: «I print from it and very generally prefer the readings of the text to those of other copies, unless I find some reason to use them».

En definitiva, pues, el Quijote de Bowle se funda en los textos de 1608 y de 1615, reuniendo en apéndice, en el tomo sexto, hasta tres centenares de variantes de Madrid, 1605 (segunda edición), así como de Valencia, 1605 y 1616, y Londres, 1738 (que debió de emplear como printers’ copy), más alguna de Milán, 1610. La práctica, con todo, no concuerda enteramente con la teoría. El desplazamiento de la segunda edición de Robles a beneficio de la tercera se hizo a última hora y sin la suficiente vigilancia, de modo que en el Ingenioso hidalgo subsistieron no pocas lecturas de aquella, con mezcolanza que a veces se agrava en el aparato crítico del final. Bowle no era un gran corrector de pruebas, ni la imprenta podía moverse con soltura en castellano, y de ahí más erratas de las que se esperaría en tan linda impresión. En fin, puesto que entre las cualidades del bonísimo reverendo tampoco sobresalía el olfato textual (si no me engaño, se le debe solo una enmienda memorable: «de Tirante», y no «Detriante», en I, 6, 83), en los casos de duda la elección entre las «varias lecciones» no suele ser demasiado satisfactoria. Nada de ello disminuye en un centímetro la talla de don Juan: incluso si no nos hubiera legado sus egregias Anotaciones (y sus completísimos índices), la edición de 1781 —sobre todo con las perspectivas que se avecinaban— constituiría un estadio importante en la tradición del Quijote.

Desde antes de recibir el préstamo de Mr. Collingwood, Bowle venía diciéndose que «it might have been expected» que entre 1605 y 1615 el autor hubiera rectificado ciertos descuidos suyos en el Ingenioso hidalgo. Para corroborarle que así había sido, quizá no pesó solo el descubrimiento de la edición de 1608, sino además algún cambio de ideas con un erudito español con quien entró en relación en el mismo 1778: Juan Antonio Pellicer, el más conspicuo defensor de la idea de que en la tercera impresión del libro Cervantes «le corrigió de muchos yerros y mejoró conocidamente, suprimiendo unas cosas y añadiendo otras». Que la tesis fue abriéndose paso lo certifica el precioso Quijote en seis tomitos (Madrid, «En la Imprenta Real», 1797) que Andrés Ponce de Quiñones dedicó al Príncipe de la Paz: pues el texto espiga entre las variantes de la Academia para admitir algunas de 1608. Pero la edición más ajustada a tal convicción es (relativamente) la preparada en 1797-1798 por el propio Pellicer, con tipografía madrileña amorosamente tratada por Gabriel de Sancha, en cinco octavos mayores.

Advirtiendo bien que la superioridad de algunas lecturas de 1608 se deja relacionar con la vuelta de Cervantes a la Villa y Corte, Pellicer extendió indebidamente la observación al volumen entero, y la apoyó sobre todo en los añadidos más largos… pero también más a las claras ajenos al autor. A conciencia o no, sin embargo, se mostró más firme en la exposición que en la ejecución de sus planteamientos. Pues ocurre que para el Ingenioso hidalgo don Juan Antonio entregó a Sancha un ejemplar académico, pero tan rápidamente cotejado (si cotejado) con el de 1608, corregido con tan poca diligencia o con tantas indecisiones sobre las lecciones adecuadas, que la suya probablemente resulta de hecho una edición menos apegada a la tercera de Robles que la del pastor de Idmiston. Como, por otra parte, desconocía la princeps (salvo por la referencia de Bowle), renunció a dar variantes de 1605 y se le escaparon hartos errores de la Academia (también en el Ingenioso caballero, colacionado con transparente desgana), el texto de 1798 no está a la altura de tan sabio «bibliotecario de Su Majestad».

Es justo hacerlo notar, porque Pellicer (al arrimo de Le Clerc y Bentley) tenía una formación ecdótica como rarísimos cervantistas y él mismo hubo de sentirse a disgusto con ese proceder en exceso expeditivo. De modo que en la edición en miniatura (nueve exquisitos dozavos, siempre de Sancha) que en 1798 encabalgó con la recién aludida (en octavo) figura un «Catálogo de los pasajes que se leían viciados en las primeras ediciones de la Historia de don Quijote…», con la relación de las principales correcciones que había introducido tanto en los octavos como en los dozavos. Ahí se ve pronto que Pellicer estaba mejor dotado para la conjetura que para el cotejo, y cómo esa disposición lo llevó a terciar provechosamente en muchos de los lugares más espinosos de la novela, no siempre para dar con la solución indisputable (lo es pasicorto, en vez de pisacorto, en I, 23, 255), pero a menudo sí para encauzarla (en I, 11, 123, proponía «solas y señeras»). En las notas, por otra parte, don Juan Antonio se nos aparece un poco impaciente en tratar puntos de menor relieve, y muy dispuesto a habérselas con los que Bowle no había explanado y se prestaban a desplegar su sólida cultura. La edición de Pellicer tal vez no fuera la más recomendable para el común de los lectores de hacia 1800, pero durante años marcó la pauta de las posteriores y sigue siendo instructiva para el estudioso.



Para enjugar los costos de su gran Quijote, la Real Academia Española lo reimprimió en seguida, y con gran éxito, según la moda de multiplicarlo en volúmenes cada vez más chicos: primero (1782), cuatro, todavía según el dechado de El Haya, y luego (1787) seis, en ambos casos con el viejo contenido, aunque con nuevas láminas. En 1796 se acordó acometer otra reimpresión, pero el proyecto fue suspendido ante el temor de competir con las varias anunciadas para 1797, y solo después de las Cortes de Cádiz se reemprendió de manera eficaz, gracias a Martín Fernández de Navarrete y Diego Clemencín. Los dos máximos cervantistas del momento no podían contentarse con repetir el texto de 1780: si las propuestas de Pellicer y el ejemplo de Bowle habían cambiado profundamente las ideas sobre la manera de publicar el Quijote, en los últimos tiempos se había producido asimismo un descubrimiento importante en tal sentido.

Los cuatro volúmenes en octavo que sacaron en 1819 (el quinto, suelto, era la valiosa Vida de Cervantes por Navarrete) prometían, pues, más novedades que la jota que la Academia admitía ya en el nombre del protagonista o las nótulas esporádicas que había insertado acá y allá: la edición del Ingenioso hidalgo decía ceñirse sustancialmente a la tercera de Robles, «considerándola como la postrera voluntad de su autor», y, muy en particular, haberse «confrontado cuidadosamente … no solo con la primera, sino también con la segunda que se hizo en Madrid el mismo año de 1605…, edición que por esta igualdad de circunstancias no se había discernido bien de la otra hasta ahora que se han tenido entrambas a la vista».

Las cosas no eran así, con todo. Cierto, la base del Ingenioso hidalgo era el texto de 1608, y en sección aparte se consignaban variantes de 1604 y 1605, prueba de que la verdadera princeps había por fin vuelto a la luz. Pero los académicos a quienes se debía la honra del hallazgo sufrieron la increíble ofuscación de tomar por primera la segunda edición, pese a la presencia del privilegio para Portugal y de las demás discrepancias que nadie podía interpretar sino como aditamentos. La clave de una equivocación tan descomunal está en que Navarrete y Clemencín no colacionaron una con otra y por completo las impresiones de 1604 y 1605, antes se limitaron a compulsar en ellas las divergencias entre 1605 y 1608 registradas en el magno Quijote académico y a hacer alguna cala en otras páginas: tan ocasional y distraída, no obstante, que ni siquiera se percata de las dos extensas añadiduras (en I, 23 y 30) sobre la pérdida y recuperación del asno de Sancho… De la muestra se colegirá la confianza que cabe prestar a la cuarta edición de la Academia: en 1819, cuando se habían reunido todos los mimbres, el cesto acabó saliendo peor que en 1780.

Navarrete y Clemencín eran hombres de inmenso saber, pero fuera porque el uno descansó en el otro, y el otro o los dos en un tercero, fuera por lo que fuese, la cosa es que nadie se ocupó en serio en el cotejo. Es creencia habitual que la edición de 1819 se debe mayormente a don Martín, que desde luego fue quien más bregó con tipógrafos y grabadores; pero es lícito sospechar que, afanado en concluir la Vida de Cervantes, dejó en manos de Clemencín, en esos años azacaneadísimo, una parte de su responsabilidad primordial. (De don Diego es sin duda el Prólogo, frente al cual la Vida se diría más prudente: «Nosotros hemos logrado examinar y cotejar ejemplares de ambas ediciones, y no solo son distintas, sino que la Academia ha logrado aprovechar algunas variantes de la segunda».) «Casa con dos puertas…». En cualquier caso, ahí terminaría el posible trato de Clemencín con las primitivas impresiones del Quijote, porque nada que no estuviera en las más recientes parecen haber aportado aquellas al gran comentario del erudito murciano (seis volúmenes, los dos últimos póstumos y completados por sus hijos, Madrid, E. Aguado, 1833-1839).

El trabajo de Clemencín es efectivamente eso, un comentario, antes que una edición o un repertorio de anotaciones: primero, un «examen crítico», una «anatomía», que va realzando «los rasgos admirables y las imperfecciones, el artificio de la fábula y las negligencias del autor, las bellezas y los defectos que suele ofrecer mezclados» el Quijote; y solo en segundo plano entran «las observaciones a que den lugar sus indicaciones, sus noticias históricas, sus alusiones a las crónicas de los caballeros andantes». Hoy continuamos aprendiendo de esas «observaciones», en conjunto nunca superadas, en particular por cuanto concierne a libros de caballerías, y nos disgusta quizá el «examen crítico», o tal vez le imputamos que no cometa los mismos anacronismos que nosotros y vea a Cervantes (desde más cerca) como un «socarrón» distraído y no como un artista omnisciente y omniconsciente; y no reparamos en que a don Diego le importaba más el «examen» que las «observaciones», y que el reproche cariñoso que dirigía a Bowle era no haber hecho «jamás … ninguna observación crítica ni … juzgar del mérito ni demérito de la fábula», confinándose en una «erudición laboriosa, pero seca y descarnada».

Primero, comentario, y luego repertorio de anotaciones, el trabajo de Clemencín, pues, solo en último término es en rigor una edición: con talante en extremo conservador —aunque del textus receptus—, da básicamente por buena la de 1819 y pocas veces se separa de ella en lecciones de algún peso (el tomo sexto se cierra con la lista completa). Amicísimo de señalar cómo debiera haber escrito Cervantes tal o cual frase, es excepcional, contra la fama, que se la corrija de hecho. Pero incluso cuando no está por medio la proprietas gramatical Clemencín abunda más en propuestas que en enmiendas aceptadas, acaso porque cuando escribe, en Fuenfría, no tiene a mano las impresiones antiguas y prefiere curarse en salud apegándose a la académica y conformándose con las variantes de las modernas, de Londres, 1738 para acá. Y hay que decir que si varias de las conjeturas que inserta en el texto son inatacables (por ejemplo, planta, no punta, en I, 26, 290), también lo son muchas que deja a pie de página (tal Macabeos, por mancebos, I, 2, 48, perfecta restitución, como en otros casos, de la princeps no vista) por excesiva timidez o por la prudencia de quien, ante la dificultad de acceder a las fuentes, se satisface con hacer «anatomía» de la edición al alcance de todos.

El medio siglo que corre de la primera edición de la Real Academia Española al comentario de Clemencín entrañó la conversión definitiva del Quijote, de mero objeto de lectura, en objeto asimismo de estudio y reflexión. La idea de que la obra tenía un valor superior al que se le había venido atribuyendo («el sentido literal es uno y el verdadero es otro», sospechaba Cadalso) y, con intuición paralela (y mirando a nuestro propósito), de que las ediciones al uso no hacían justicia al original de Cervantes se extendió incluso entre los poco letrados. Es entre patético y fascinante ver cómo la tirada madrileña de 1804 («En la imprenta de Vega»), heredera directa de las miserables ediciones de surtido, y en particular de la última (1782) de quien fue su máximo impulsor, Manuel Martín, intenta ponerse al día no solo en el formato (seis octavos) y en las estampas (tomadas de las que en 1797 ofreció la Imprenta Real), sino también, por ejemplo, superponiendo el viejo título inventado por Monmarte (Vida y hechos…), otro ecléctico en la línea de Bowle (Historia de don Quijote…) y el que ahora empieza generalmente a considerarse genuino: El ingenioso hidalgo don Quijote… Como es significativo que la copia vil, «malísima en todos conceptos» (L. Rius), que de esa tirada se hizo en 1840 («Madrid, imprenta de la Venta Pública») tenga la desfachatez de presentarse como «edición completísima conforme al original primitivo». Era el tributo del vicio a la virtud.

La percepción común de que existían ya ediciones debidamente autorizadas resolvía el problema a la mayoría de quienes se proponían publicar la novela: en principio, se trataba de escoger entre los Quijotes de Pellicer y de la Academia. En la primera mitad del Ochocientos, no faltaron impresores de excepción que se esforzaron por mejorarlos: así el refinado Antonio Bergnes de las Casas, a quien se debe (Barcelona, 1839) la recuperación en España de la frase sobre «las obras de caridad» (II, 36, 930) expurgada en 1616; o así, con diligentes colaciones (Barcelona, 1859, y reimpresiones revisadas, tras un malogrado intento de 1832-1834), el gran Tomás Gorch, un tipógrafo tan capacitado y entendido como para localizar y tomar por modelo La Celestina zaragozana de 1507, luego perdida hasta hace cuatro días, o como para comunicar a Hartzenbusch, funcionario y pronto director de la Biblioteca Nacional, la portada del Ingenioso caballero. Pero ni siquiera ellos dejaron de inclinarse por uno de los dos prototipos en cuestión. No nos interesa ahora cuántos y quiénes optaron por cada uno, ni qué factores materiales o intelectuales determinaron la elección. Porque, en resumidas cuentas, quien acabó triunfando fue don Juan Antonio, no tanto en el sentido de que sus ediciones de 1797 fueran reproducidas con mayor frecuencia, cuanto por el hecho de que la vulgata de la obra que predomina en la primera mitad del Ochocientos responde sobre todo al planteamiento de aquel.

En 1780, 1782 y 1787, la docta corporación había dado la Primera parte de acuerdo fundamentalmente con la revisión de 1605, según su criterio propio, mientras en 1819, prefiriendo la de 1608, se pasaba al terreno de Pellicer. Se equivocó la Academia, se equivocaba. El yerro estuvo en la edición de base, pero todavía más en la forma de preparar el texto, sin un cotejo íntegro y minucioso de las versiones de 1605 y 1608 (ni luego, cuando reapareció, de la princeps) y sin ir apenas más allá de verificar las variantes consignadas en 1780. Pero, como Pellicer tampoco se había distinguido por el escrúpulo de sus compulsas, el caso es que la vulgata quijotesca del Quijote de 1605 fue por mucho tiempo una mixtura mal discernida de la segunda y la tercera edición de Robles.



Hacia la edición crítica: tanteos y renuncias

Nadie en varios decenios pareció darse de veras por enterado de la revelación que el benemérito don Vicente Salvá había hecho en su Catalogue of Spanish and Portuguese Books (1829) y con más detención en un artículo de El Liceo Valenciano (1840): las ediciones madrileñas con fecha de 1605 no habían aparecido en el orden supuesto por los académicos de la Española, sino exactamente al revés. Nadie, hasta que Juan Eugenio Hartzenbusch tuvo la ocurrencia, más descabelladamente romántica que toda su obra teatral, de llevarse a Argamasilla de Alba al editor Manuel Rivadeneyra (y hasta al infante don Sebastián Gabriel) para imprimir allí, en la «casa que fue prisión de Cervantes» (creían ellos), un par de Quijotes en «edición corregida con especial estudio de la primera»: uno en cuatro dozavos y, en seguida, como volúmenes III-VI de unas Obras completas de Cervantes, otro en igual número de cuartos, los dos datados en 1863.

Hartzenbusch sí comparó despacio, y con larga cola, la princeps del Ingenioso hidalgo y las revisiones de 1605 y 1608. En 1843, reseñando el comentario de Clemencín, lo censuraba por devolver el adverbio de negación a una frase que en 1605 no lo llevaba: «una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba» (I, 2, 48). La princeps le enseñó que don Diego llevaba razón, y, como en ese pasaje, si a mayor escala, el cotejo le brindó perspectivas inesperadas, moviéndolo a concluir que las ediciones de Robles estaban plagadas de «erratas y dislocaciones» de los cajistas: la variante de 1605 a cuenta de la excomunión de don Quijote (I, 19, n. 47) le hacía «inferir que se había impreso un trozo del capítulo fuera de su lugar, dando con ello ocasión a los críticos de entender que era de Cervantes una grave contradicción allí cometida»; la ausencia en la princeps del pasaje sobre el robo del asno (I, 23, n. 18), «tantas veces echado en cara» al novelista, le confirmaba «que aquello no había sido falta de memoria del autor, sino culpa de los impresores». Etc.etc.etc.

Un mundo nuevo se abría ante su vista. Hartzenbusch no dudó en desplazar a otra página, zurcido con unas palabras de engarce, el «trozo … fuera de su lugar», ni en correr dos capítulos más allá el hurto del rucio. Acertadas o no, tales decisiones no eran sin embargo insensatas. Pero, comprobada la falibilidad de las ediciones originarias y poseído por el entusiasmo del descubridor, tampoco vaciló ya en introducir en las dos partes del Quijote cuantas modificaciones se le pasaron por la cabeza (señalándolas siempre, eso sí, pese a no dar registro cabal de variantes), ni en adoptar diversas soluciones en cada una de las tiradas de Argamasilla. Entre sus centenares de propuestas, no podían faltar algunas óptimas (como fontana, por fortuna, en I, 26, 290, o nuestro renegado, y no Morrenago, en I, 41, 478), pero las más responden sencillamente a la incomprensión o a las dotes creadoras de don Juan Eugenio. Quien, por no pasar de un ejemplo del comienzo, no sabiendo qué diantres fueran las «cartas de desafíos» (I, 1, 38), lee una vez «cartas de amoríos» y otra «cartas de desvaríos».

Es obligado decir, no obstante, que Hartzenbusch no se agota en esos «desvaríos». Desde la división de la novela en párrafos (piénsese lo que se piense sobre la pertinencia de tal proceder) hasta la (post)modernidad de varias interpretaciones suyas (él fue el primero en hablar de la oralidad esencial del Quijote o en enlazarlo con la tradición carnavalesca), en el haber de Hartzenbusch hay otras contribuciones que le aseguran una posición relevante en la historia del cervantismo, incluso desde el punto de vista textual. La embriaguez correctora le duraba aún en 1865, y a punto estuvo de forzarlo a dejar de verse por la Española, cuando allí se planeó una nueva edición de la obra (por dicha, nunca rematada) y los académicos se negaron a abrazar ciertos dictámenes suyos, «ni reproduciendo ediciones ajenas [es decir, argamasillescas], ni formando un sistema nuevo de correcciones al Quijote». Pero unos años después Hartzenbusch volvía a la brecha con el ánimo y el saber mejor templados.

La oportunidad se la dio el coronel don Francisco López Fabra, inventor de la excelente técnica de la «foto-tipografía», que perfeccionaba los sistemas de grabado fotográfico existentes, y con la cual reprodujo entre 1871 y 1879 las dos principes y una abundante Iconografía del «Quijote». La empresa se llevó a cabo en Barcelona, cuyo fervor cervantino y espléndidas colecciones la convertían en sede ideal para el trabajo, pero el volumen tercero (1874) lo constituyeron Las 1633 notas puestas por el Exmo. e Ilmo. Sr. D. Juan Eugenio Hartzenbusch al pionero facsímil. Consisten estas en el repertorio íntegro, sin excluir los gazapos, de las diferencias entre los Quijotes de Robles, acrecentadas en muchos casos con las propias de Bruselas, 1607, Madrid, 1636 y sucesoras inmediatas, Londres, 1738, y otras ediciones notables, de la Academia a Clemencín. Hay, cierto, faltas menudas, pero la colación es sustancialmente válida, y tanto los textos de donde se toman las variantes como la selección que de ellas se ofrece, cuando no era el caso de recogerlas todas, muestran un tino sin parangón hasta la fecha. En buena parte de Las 1633 notas, Hartzenbusch aduce además autoridades, referencias y explicaciones que echan luz por entonces no usada sobre los problemas textuales de la obra.

Sorprende la ponderación que exhibe ahora el bueno de don Juan Eugenio. No solo descarta de manera tácita o expresa bastantes de sus lecturas de 1863 inequívocamente descarriadas (otras las retiró luego en varios artículos), sino que incluso cuando persiste en alguna (como los amoríos o desvaríos de marras) lo hace con una mesura, cautela y ciencia que antaño no gastaba, alegando razones y paralelos, considerando todas las posibilidades que conoce o se le ocurren. Hartzenbusch no era filólogo, pero la curiosidad y la pasión le acercaron a serlo, enseñándole multitud de cosas a menudo ignoradas por los editores más recientes: desde la necesidad de compulsar directamente las impresiones primitivas, estudiar la escritura del autor o sacar partido de los datos tipográficos hasta el justiprecio de la «sustitución silenciosa ingerida por un modesto regente de imprenta». Es verdad que nunca perdió la fantasía (ni una irreprimible tendencia a mezclar berzas con capachos), pero Las 1633 notas nos ponen ante un conjunto de materiales, modos de trabajar y observaciones textuales que el cervantismo moderno ha incrementado en una magnitud menor que Hartzenbusch en relación con quienes lo precedieron.

El facsímil de López Fabra, uno de los más fiables que se han publicado, y Las 1633 notas, con su acopio de datos, ponían generalmente ante los ojos los fundamentos mínimos para acometer una edición crítica del Quijote: una edición, vale decir, que tomara en cuenta, si no la totalidad, lo más primordial de los testimonios e indicios disponibles y, tras analizarlos metódicamente, procurara caso por caso argumentar y determinar la lectura querida por Cervantes, incorporando toda la documentación precisa para que, sin más, cualquier experto pudiera aprobar, rechazar o rectificar las soluciones adoptadas. Esa edición crítica no podía ser, obviamente, como hoy la exigiríamos, pero el estado de la filología europea en 1874 permitía y pedía pasos resueltos en la dirección adecuada.

Por desgracia, ni los españoles ni los hispanófilos estaban en condiciones de avanzar en semejante dirección. Al contrario, las ediciones que aparecen en el último cuarto del siglo xix son, cuando no dislates sin paliativos, antiguallas convictas y confesas (en general, secuela de las académicas o de fuentes todavía más turbias), o bien suponen un declive con respecto al nivel apuntado en Las 1633 notas. No las ojearemos aquí, ni siquiera con la brevedad con que hemos avistado las de otras épocas: una vez puestos sobre la mesa los elementos esenciales, las ediciones del Ochocientos tardío y las posteriores solo nos interesarán cuando intenten hacerse cargo de todos o la mayor parte de ellos para progresar en la recuperación del texto más auténtico del Quijote, y den cuenta detallada del fundamento o el origen de las lecturas en que se apartan de las principes.

Fuerza es decir que en los días de la Restauración no soplaban vientos favorables a la del Quijote. Cuando don Ramón León Máinez, director de la representativa Crónica de los cervantistas, emprende una nueva edición (Cádiz, 1877-1879), su cuidado mayor es proclamar que para el Ingenioso hidalgo no se vale sino de la impresión princeps de Cuesta (entiéndase: de López Fabra), pues las otras dos «tienen muchos más defectos que la primera, faltando a esta solo algunos párrafos, que es lo único que debe aceptarse en las sucesivas». La realidad de tal criterio se advierte ya en la página contigua (Máinez empieza su Quijote con la apócrifa dedicatoria), donde se imprime «conteniéndose en los límites de su ignorancia», de acuerdo con 1604, en vez de «no conteniéndose…», según se corrigió en 1605.

Sucede, no obstante, que en Las 1633 notas (y diez años antes en un artículo) Hartzenbusch había demostrado que la dedicatoria entera está trenzada con lizos de los preliminares al Garcilaso (1580) de Fernando de Herrera, y la frase citada aparece allá con el no por delante. Ahora bien, Máinez ocultaba deliberadamente ese hecho, del que tenía perfecta noticia, para no debilitar el único principio que en teoría (la práctica fue bastante distinta) inspiraba su texto: el máximo ‘respeto’ a la princeps. Pero ahí, como en infinidad de casos, el balance no podía estar más claro: de un lado, las subsiguientes ediciones de Robles, el respaldo de la tradición, la idoneidad semántica y la segura dependencia de una fuente; del otro lado, solo la fe en la princeps, la presunción de que a cualquier razonamiento y autoridad bastaba oponer un Ipsa dixit. A falta de los conocimientos imprescindibles, esa fe, ciega y sin obras, resolvía el problema de editar el Quijote con una decorosa apariencia de rigor.

Máinez está ligeramente más olvidado de lo que de suyo merece (aunque Hartzenbusch le propinó en el Madrid literario un varapalo digno de recuerdo), porque él, su retórica (nota 1: «¡Qué modelo más acabado de dedicatoria esta bella epístola de Cervantes! ¡Qué nobleza de sentimientos demuestra! ¡Qué raudal de gratitud…!») y la mayoría de los cervantistas de la Crónica pertenecen a una etapa anterior y ajena a la constitución de una ‘comunidad científica internacional’ (como suele decirse) con competencias ampliamente reconocidas para juzgar sobre materias relativas a la literatura española del Siglo de Oro. A ese ámbito, institucionalizado en universidades, revistas, bibliografías, y consolidado con relaciones personales, sí se vincula en cambio James Fitzmaurice-Kelly, quien, en colaboración con John Ormsby para los veinticinco primeros capítulos, publicó en 1898, con señorial tipografía, inigualablemente inglesa (Londres y Edimburgo, «por T. y A. Constable, impresores de cámara de Su Majestad»), una edición del Quijote que se decía la «primera … del texto restituido».



La identidad de Fitzmaurice-Kelly como hispanista (según la acuñación que Morel-Fatio divulgó desde 1879) y la adhesión que mostraba a ciertas convenciones filológicas (así en la forma de consignar las variantes en el aparato crítico o, frente al Quijote gaditano, en la mesura de la modernización ortográfica) han dado a la edición del Desastre un prestigio que probablemente no le corresponde. Porque el hecho es que el entonces profesor de Cambridge no estaba demasiado por encima de Máinez, con quien coincide puntualmente en la declaración de principios inicial: «hemos procurado presentar el texto limpio de las arbitrarias alteraciones introducidas por nuestros predecesores … imprimiendo íntegramente el texto de la primera edición, salvo patentes errores de imprenta, añadiendo en las notas las variantes de más importancia y rechazando toda enmienda conjetural cuando nos parece que el texto primitivo expresa mejor la intención del autor».

Tomado a la letra, es decir bien poco, porque claro está que ningún editor acogerá una enmienda si estima más fiel al autor «el texto primitivo». La cuestión estriba en cómo reconocer los «errores de imprenta» y en si la sujeción a las principes no supone una simple coartada para esquivar la responsabilidad de un ejercicio crítico informado y estricto. Es preciso también tener presente el panorama con que se encuentran Máinez y Fitzmaurice-Kelly. En sus respectivos preámbulos no queda ni sombra de duda sobre cuáles son los modos de proceder a que se oponen, el reverso de la actitud que ellos propugnan: el hibridismo inconsecuente de la Academia y las «arbitrarias alteraciones» de Hartzenbusch.

Tal reacción era comprensible y en más de un aspecto legítima y sana. Comprensible, porque la edición académica había ido a peor de 1780 a 1819, las enmiendas de Argamasilla con frecuencia clamaban al cielo y se vivía en los tiempos de las supercherías pseudocervantinas (con El buscapié al frente), de las exégesis esotéricas de Nicolás Díaz de Benjumea (que hizo suyo el Quijote de Argamasilla) y de los dilettanti incontrolados (el médico palentino Feliciano Ortego difundiría pronto un Ingenioso hidalgo fundado «en las anotaciones, acotaciones y correcciones que en márgenes y cuerpo de la obra colocó El gran Cervantes en el ejemplar prueba que de su puño y letra constituye su única y verdadera capilla»): había que extremar las diferencias y asumir trazas de seriedad y buena disciplina. Legítima y sana, porque después de tantas contaminaciones salvajes y titubeos editoriales hacía falta una referencia firme, cuando menos un pulcro texto de cotejo, y para tenerlo era obligado echar mano de las principes.

Pero la panacea de Máinez y Fitzmaurice-Kelly no surgía del estudio minucioso de las fuentes, sino de la falta de estudio, de la cómoda eliminación previa de cuanto no fueran las impresiones de 1604 y 1615. Hartzenbusch ya notó que Máinez no había visto otras. Sobre la efectividad de las colaciones de Fitzmaurice-Kelly caben hartas dudas: no sobre la evidencia de que pasa por alto incontables variantes de las ediciones que dice haber cotejado o de que las procedentes en última instancia de la valenciana de 1605 y de las madrileñas de 1637, «1647, 1652 [sic] y 1668» las toma de hecho de la Academia y de… Las 1633 notas. Estas, desde luego, se guarda bien de citarlas, mientras a los «desvaríos» argamasillescos les asigna una parte desproporcionada del aparato crítico: está claro que los antípodas le condicionan más que el norte. Pero si al cotejo incompleto y al insuficiente trato directo con los textos se unen las numerosas lecturas que (por defecto) resultan atribuidas a 1604 y 1615, sin corresponderles, y se suma lo errático de las conjeturas al cabo admitidas, no sonará injusto concluir que la edición de Fitzmaurice-Kelly es más un farol que una buena baza: ni cumple los fines que promete, ni pasa de un gesto de rebeldía contra las lacras de la vieja época, que ella misma arrastra aún a no pocos propósitos.

Mejor encaminado, más honestamente laborioso y algo menos insatisfactorio es el Quijote en seis volúmenes cuidado por el presbítero Clemente Cortejón, catedrático del Instituto de Barcelona (Madrid, Victoriano Suárez, 1905-1913; todos los tomos, con la colaboración de sus mejores alumnos, y el último, póstumo, dispuesto por J. Givanel Mas y J. Suñé Benages). Cortejón sí vio y colacionó abundantes ediciones antiguas y modernas (veintiséis para la Primera parte, veinte para la Segunda) intentando «conciliar sus discrepancias», «elegir de sus varias lecciones aquella que salva un absurdo» o «consiente menor número de objeciones» y «apuntando las restantes en la lista que va al pie de cada página». Una cierta debilidad por la revisión de 1605 no le impide seguir «el sistema ecléctico» y optar en cada caso por la variante que le parece correcta, venga de donde viniere.

Los planteamientos están, pues, bastante bien orientados, pero la realización no puede ser más desafortunada. En primer lugar, Cortejón elige mal y emplea mal las impresiones que maneja. Para el Ingenioso hidalgo, así, el registro completo de las variantes de las dos lisboetas de 1605 o de la familia formada por Valencia, 1605 y 1616 (pero con la misma fecha de la anterior), Milán, 1610 y Barcelona, 1617 (todas descriptae de la primera valenciana) solo se justificaría (relativamente) en una edición variorum en que se hubiera hecho lo mismo con otras que ocupan un lugar más estratégico o más relevante en la transmisión de la obra. Pero si no se recurre, pongamos, a un texto de posición tan central como el madrileño de 1636-1637, es absurdo recoger todas las discordancias de tales ediciones (y no únicamente las lecturas singulares con interés ecdótico o histórico), revueltas, además, con las modernas sin valor alguno (Arrieta o Benjumea, por ejemplo) y anotando incluso diferencias gráficas enteramente desdeñables (como entre ese alta y baja). Supuesto que, por otro lado, la cantidad de errores de colación es altísima y nunca se puede dar por seguro de qué impresión sale una determinada variante, el resultado es un aparato crítico (negativo, con la confusión consiguiente) pura y simplemente inutilizable. ¿Habrá que decir que tal ceguera en la recensio no se acompaña de mejor puntería en la emendatio? Por desgracia así ocurre, y las buenas intenciones y los materiales ocasionalmente útiles del honrado Cortejón naufragan o se pierden por absoluta falta de capacidades para la labor.

El texto publicado en la «Bibliotheca Romanica» (Estrasburgo, etc., 1911-1916) por Wolfgang von Wurzbach, conjugando un ignorante apego a «las ediciones legítimas» con el despojo (tácito) de Cortejón para la inserción de unas escasas variantes, atestigua que la situación tampoco era por aquellos tiempos demasiado próspera en la cuna de la filología ‘científica’. Que no había mejorado en el decenio siguiente lo ratifica Adalbert Hämel, dando en la «Romanische Bibliothek» (Max Niemeyer, Halle, 1925-1926) una supuesta «kritische Ausgabe» de la Primera parte, cuyo aparato es una gratuita antología de unas cuantas lecturas y bastantes gazapos de 1605 y 1608, con un puñado de variantes tomadas de acá y allá (en particular de Fitzmaurice-Kelly, erratas incluidas), pasmosos disparates de copia y algunas conjeturas como perición, en la duda entre perdición y petición. No debe sorprendernos, por ende, que sea un abogado de Osuna, hombre del siglo xix de la cabeza a los pies, quien tenga en su haber el Quijote más reputado y difundido durante gran parte del siglo xx: «el Quijote, que el poeta ha llamado / ‘ese libro inmortal anotado / por Francisco Rodríguez Marín’» (según una copla de hacia 1927 e insegura atribución).

Rodríguez Marín no tuvo una formación lingüística ni literaria del tipo que don Ramón Menéndez Pidal estaba asentando entre nosotros, pero las pesquisas en archivos, las inmensas lecturas (antes y después de llegar a la dirección de la Biblioteca Nacional) y el tesón intelectual le hicieron adquirir un saber envidiable, y cuando la revista La lectura inició su popular colección de «Clásicos castellanos» él era sin duda el cervantista que a los ojos de todos parecía en mejores condiciones de acometer una nueva edición del Quijote, que, en efecto, vio la luz entre 1911 y 1913, en ocho volúmenes de la serie. A la edición de «Clásicos castellanos» (reimpresa tal cual hasta hace pocos años) siguieron otras tres aparecidas en 1916-1917 (Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos), 1927-1928 (idem) y 1947-1948 (Madrid, Atlas, ya tras la muerte de don Francisco), cada una (y en especial la última) con valiosas novedades respecto a la anterior, pero todas cortadas básicamente por el mismo patrón.

La contribución de Rodríguez Marín a la inteligencia del Quijote está fundamentalmente en sus escolios, que contienen un tesoro de información sobre palabras y cosas de la época. No hay, sin embargo, aspecto de la novela que no se beneficie más o menos esporádicamente de su familiaridad con los libros y los documentos coetáneos. Por lejanos que nos resulten el pretendido casticismo de su prosa y el gracejo que aspira a darle, es indiscutible que su comentario supone un paso formidable en la elucidación literal de la obra: Bowle, Clemencín y don Francisco son los tres grandes anotadores del Quijote, y los restantes no van (no vamos) más allá de añadir respuestas a cuestiones de detalle.

Cosa distinta son sus dotes y hábitos textuales. La edición de los «Clásicos castellanos» solo se insinuaba como «crítica» contraponiéndose discretamente a la de Cortejón, pero las posteriores reivindicaban el marbete sin paliativos. Américo Castro, reseñando la segunda en la Revista de Filología Española (1917), señalaba que el adjetivo no podía entenderse en su «sentido técnico». Cortés y aun elogioso, pero reticente, el futuro autor de El pensamiento de Cervantes (ya en germen al final de la recensión) marcaba inequívocamente la distancia entre el trabajo de don Francisco y las exigencias de la más sólida filología del momento (vale decir, las pautas del Centro de Estudios Históricos): «Es evidente que para justificar el dictado de ‘crítica’ habría hecho falta estudiar metódica y minuciosamente las ediciones que utiliza, indicar siempre las variantes, conservar la ortografía, etc.».

Tenía razón. Rodríguez Marín se vale de un empirismo cuerdo e ilustrado, pero insuficiente. El criterio que enunciaba en 1911 de seguir «preferentemente el [texto] de la edición príncipe, así de la Primera parte (1605) como de la Segunda (1615)», y apartarse de él solo «en contadas ocasiones» fue cumpliéndolo progresivamente con más firmeza (para bien o para mal) en 1916, 1927 y 1947; pero la declaración de que los desacuerdos frente a la princeps se consignan «casi siempre … en las notas» nunca llegó a aplicarla en la medida necesaria, pues en multitud de casos se separa de aquella (insistamos: para bien o para mal) sin advertencia de ningún género. Rodríguez Marín no había explorado por sí mismo la transmisión del Quijote y carecía de la perceptividad que solo se gana con la experiencia del cotejo directo. La Academia, Hartzenbusch y Cortejón le habían llamado la atención sobre muchas variantes (sin perjuicio de que luego pudiera comprobarlas personalmente), y, una vez convencido de la bondad de una, no le interesaba demasiado anotar las demás, ni le inquietaba en absoluto la conveniencia de tomarlas todas como señal de problemas concretos o, en general, como síntoma del modo de proceder de la princeps en relación con el original. La falta de intimidad con las fuentes textuales le priva, así, de subsidios insustituibles para una edición crítica. Pero, cuando los datos de que dispone son lo bastante amplios, su conocimiento de Cervantes, de la lengua y la cultura del Siglo de Oro le permite discriminar con notable nitidez el grano de la paja, y repetidamente sabe quedarse con la lección acertada.

Quizá no cabe decir lo mismo de otra gran edición contemporánea de las suyas y en varios aspectos abiertamente superior: la firmada por Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla, aunque elaborada solo por el distinguido hispanista de Berkeley, en cuatro tomos (Madrid, Gráficas Reunidas, 1927-1941) de las que todavía hoy son las mejores Obras completas de Cervantes con que contamos (gracias al mecenazgo de Mrs. Phoebe Apperson Hearst y sus herederos). Los cimientos de Schevill están en una atenta colación de las cuatro impresiones de Robles y, para el primer Quijote, también de la bruselense de 1607. Unos cimientos, pues, limitados, pero macizos, porque Schevill es tan cuidadoso en la transcripción como en el registro de variantes, si no irreprochable, sí más cabal que todos los precedentes.



Su mismo celo, sin embargo, pone ante la vista deficiencias que no se dejan apreciar en otros editores: en particular, que tanto o más que con las principes originarias Schevill trabajaba con facsímiles, según el uso más extendido desde la aparición del de López Fabra. Como muestra, baste notar que buena parte de las veces que, en su deseo de exactitud, indica la divergencia entre «algunos ejemplares» de la primera edición, nos hallamos meramente ante retoques o defectos de los facsímiles en circulación. Hay que decir, no obstante, que los progresos del siglo xix mantuvieron vivo durante muchos años el ingenuo convencimiento de que «la fotografía aplicada a la imprenta es tipógrafo que no sabe hacer sino exacta la copia» (así lo creía Hartzenbusch en 1874), descuidando sus imperfecciones técnicas y, como consecuencia más seria (y tampoco desterrada aún), la generalizada intervención de los impresores en los fotolitos o negativos. Schevill no había podido hacer suya la lección que hoy se aprende en cualquier cursillo de rudimentos de ecdótica: la necesidad de manejar directamente las fuentes sigue vigente cuando el editor se auxilia con facsímiles (o, desde luego, con microfilmes y fotocopias).

Ese malogrado intento de fidelidad era por otro lado solidario de la creencia en que una princeps del Quijote «se ha de reverenciar como si fuera el manuscrito» cervantino autógrafo que Schevill suponía reflejado en ella, creencia y suposición que lo empujaban a contemplar su propia tarea menos como de edición que de «reproducción» de los impresos de 1604 y 1615. Solo por excepción, efectivamente, admite lecturas de otros, y es parquísimo incluso en aducir variantes que no salgan de Cuesta o Velpius. Podemos lamentar tal estrechez de miras, siempre y cuando advirtamos asimismo que Schevill, con los medios y los conocimientos a su alcance, procede con consecuencia y probidad, y que después de tantas falsas alharacas, desde Máinez, y tantas falsas proclamaciones de acatamiento a los primitivos textos madrileños, su reacción conservadora prestaba un excelente servicio a los estudiosos.

Pero no debemos confundir los fines con los medios, ni las soluciones con los problemas: producir un instrumento de trabajo no es establecer un texto. Esto último pide interpretaciones y decisiones que Schevill esquiva reiteradamente, hasta el punto de que a veces es imposible saber si la suya es tal lectura o bien tal otra (ocurre así, por ejemplo, cuando deja de acentuar vocablos que toleran varias posibilidades o pone entre paréntesis «las letras o palabras del original que a [su] parecer sobran», en lugar de eliminarlas y consignar el cambio en el aparato, como hace de manera regular). Una edición crítica lo es, por un lado, en la medida en que permite al lector disponer de los mismos elementos de juicio que el editor y constituir con ellos un texto sin embargo distinto; pero es crítica también, por otra parte, en tanto restituye la lección más próxima a la deseada por el autor. De ahí, de la irresolución y de la timidez en la enmienda, la paradoja de que la edición de Schevill, claramente más crítica en el primer sentido, tal vez se acerque menos a Cervantes que la de Rodríguez Marín. O, dicho de otra forma, que mientras al cervantista de los años cuarenta le era obligado servirse de Schevill, quien no se picara de experto probablemente hacía mejor recurriendo a Rodríguez Marín.

Las virtudes de Schevill y las carencias de Rodríguez Marín (que no al revés) han condicionado la ortodoxia del cervantismo en la segunda mitad del siglo xx, como a finales del anterior la condicionaron negativa y positivamente los dos polos de Hartzenbusch y Fitzmaurice-Kelly. La noción preponderante tiene una cara y una cruz. La cara predica que una edición del Quijote debe olvidar la existencia de todas las demás y atender única y exclusivamente a las impresiones de 1604 y 1615, pues corregirlas «con lecturas de cualquier otra es una arbitrariedad» (J.B. de Avalle-Arce). La cruz implica que la garantía de acierto en las dudas que lleguen a suscitarse consiste en el apego estricto y poco menos que incondicional a la princeps.

Es norma definitoria de la crítica textual que «every word and every punctuation mark are suspect» (G.T. Tanselle) y que el editor no puede darlos por buenos sin someterlos uno por uno al minucioso escrutinio que los corrobore o descarte como válidos. La corriente mayor del cervantismo en el último medio siglo ha afirmado exactamente lo contrario: «cada palabra y cada signo de puntuación» de las primeras ediciones, incluso cuando su falta de adecuación había parecido manifiesta desde los días del propio Cervantes, se presumen correctos por principio, atribuyendo así a la princeps en los puntos problemáticos una patente de infalibilidad en contradicción con su superabundancia de errores obvios. A tal convencimiento, por otra parte, se llega no tanto por acopio cuanto por exclusión de materiales y, en concreto, por negación de las dos solas vías posibles para restaurar un texto maltrecho: el cotejo, que puede localizar intervenciones del autor no tomadas en cuenta (en nuestro caso, en las impresiones de 1605 y 1608, pero incluso en la misma de 1604), y la conjetura, sea propia del editor o espigada en la transmisión de la obra, particularmente en la más cercana al escritor, siempre que una y otra respondan a los criterios fundamentales de la ecdótica. El paradigma para la edición del Quijote fue, así, la renuncia a la edición crítica.

No es fácil entender cómo llegó a entronizarse tal actitud, y precisamente en los años en que el arte de editar los textos conoció etapas tan florecientes como las marcadas por la escuela italiana de Pasquali y Contini o por los desarrollos de la textual bibliography. La respuesta quizá resida en una cierta insularidad del cervantismo, cultivado desde antiguo como parcela con entidad propia y, por tanto, con independencia de otros estudios pertinentes a la historia de la lengua y de la literatura. Por otra parte, la introducción en España de los hábitos más rigurosos de la filología fue en gran medida mérito de don Ramón Menéndez Pidal, y los temas, los tiempos y los modos de investigación preferidos por el maestro no favorecieron especialmente los trabajos ecdóticos relativos a la Edad Moderna: hasta el extremo de que hubo que esperar hasta 1965, con La vida del Buscón cuidada por Fernando Lázaro Carreter, para saludar «la primera edición de un clásico castellano hecha por un filólogo español con aplicación exacta del método neolachmanniano» (Oreste Macrí).

Sea por esas entre otras o sea por las razones que fuere, el hecho es que después de Schevill y Rodríguez Marín la pauta editorial prevaleciente para el Quijote ha consistido en «la pretensión, cada día más extremada, de querer ajustarse al texto de las ediciones príncipes» (José M. Casasayas), en detrimento de cualesquiera otras fuentes y otros datos. La formulación más drástica de tal pretensión se halla en el prólogo a la edición semipaleográfica de Robert M. Flores (1988), que se dice fundada «exclusivamente en el texto y en las características tipográficas» de los ejemplares de 1604 y 1615 que maneja, «sin tomar en cuenta ninguna otra edición de la obra, ni de ninguna otra obra de Cervantes, ni de ningún otro elemento ajeno a Cervantes en ningún período en la historia de la lengua española». La clausura de horizontes se vuelve precepto para la edición del Quijote.

Por ahí, la forma en que los nuevos editores de la novela han aspirado a superar a sus predecesores, proscrito por principio cualquier otro camino, ha querido ser aventajarlos en exactitud en la transcripción material de la princeps: en teoría buscando una mayor adhesión al original cervantino, pero en la práctica confundiendo tal objetivo con la pura y simple reproducción de las primeras impresiones de Cuesta. La trayectoria ecdótica del Quijote se ha convertido, así, en una competición por salvar más lecturas de la princeps, por encontrar algún sentido a más momentos sospechosos de yerro, por admitir más lugares sobre cuya inadmisibilidad nunca se había vacilado. El máximo exponente de semejante tendencia fue Vicente Gaos (1919-1980), que por desgracia no llegó a ver de molde el Quijote que lo atareó durante lustros y solo se publicó póstumamente gracias al ejemplar desvelo de Agustín del Campo (Madrid, Gredos, 1987, en tres tomos, el tercero de apéndices y otros complementos): el Quijote más voluminoso aparecido después de Rodríguez Marín.

Gaos, buen poeta e intelectual estimable, pero sin una preparación filológica suficiente, confesaba haber aportado a su edición del Quijote «muy poca erudición original o de primera mano», en tanto la reivindicaba paladinamente como muestra de una «renovación sustancial» en la «comprensión del arte de Cervantes» a la luz de la «personal intuición iluminadora» que, afirmaba, es la única en revelar «la singular totalidad en que la obra literaria consiste». En efecto, sus contribuciones al entendimiento lingüístico o histórico del texto son escasísimas, mientras el acento se pone en el comentario «de crítica e interpretación literaria, estético, filosófico» (y aun en las reflexiones puramente subjetivas). No en balde Gaos elogiaba a Clemencín por haber realizado «el primer esfuerzo de interpretación estética y filosófica» del Quijote, lleno de «grandes intuiciones», de «sugestiones hondas y fértiles», aunque lastrado, añadía, por la idea de que Cervantes redactó la novela «inconscientemente, sin plan ni concierto, sin recordar lo que llevaba escrito ni saber lo que escribiría después: ‘No pudo libro alguno hacerse menos de pensado’. De ahí los ‘errores’ que creyó descubrir y que no existían más que en su mente».

No nos corresponde ahora enjuiciar la orientación ni la calidad de las notas de Gaos, pero las consideraciones recién copiadas subyacen decisiva e innegablemente a su actuación textual. Frente al escritor «inconsciente» de Clemencín, frente al «ingenio lego» del siglo xvii y del siglo xix, Gaos opina que en el Quijote todo es «plan, consciencia, premeditación», y «el novelista domina en todo momento la totalidad de su obra»: «pocos autores tan vueltos sobre sí mismos, tan reflexivos y atentos a su propia labor». En vez de los «errores», «olvidos» o «descuidos» que Clemencín censura y enmienda o propone enmendar, Gaos no ve sino sutiles artificios de Cervantes para avergonzar al lector que crea que los «descuidos» son involuntarios, reírse de quienes perciban los supuestos «olvidos» o, pongamos, con los «errores» en las citas burlarse de los pedantes que yerran en las citas… Ahora bien, quizá sin percatarse de la transferencia, Gaos traslada del autor al taller de Cuesta esa imagen sublimada de perfección y acierto indefectible y erige en norma editorial exclusiva el más rendido acatamiento a la princeps. Que «Cervantes o la edición príncipe» (con tajante equivalencia) lleguen a equivocarse es hipótesis que descarta sistemáticamente: «El error atribuido a Cervantes o a la edición príncipe se basa en una mala interpretación…», «No hay ni olvido ni errata, sino mala interpretación…» son asertos que, repetidos en cien maneras, gobiernan todo su quehacer.

Nunca antes ni después, en verdad, se ha publicado un Quijote de más «escrupulosa fidelidad» a las «ediciones príncipe [sic] de 1605 y 1615»… o, reiteradamente, a las incorrecciones de los facsímiles al uso. Nunca, por ende, se ha publicado otro, desde Robles, con tantas violencias sintácticas, concordancias forzadas, hápax de toda especie, erratas convertidas en rasgos de estilo y triviales fenómenos de corrupción textual contemplados como pruebas de la «plena maestría» de un «profundo artista» en quien «creación y crítica se acompañan paralelamente». Cualquier cosa, antes que concebir que en la princeps se haya colado un gazapo.

Por penoso que resulte, es también necesario llamar la atención sobre los inaceptables planteamientos textuales de Gaos. Tal como cristalizan en su edición, arropados con notas que recogen otras posibilidades, y al cabo sometidos al veredicto de los expertos, poco daño pueden hacerle al Quijote. Pero el destino de todas las ediciones de envergadura mayor, desde la académica de 1780, ha sido siempre acabar suministrando el texto a las menores y más divulgadas, y ha empezado ya a cumplirse con la de Gaos. Es en esa segunda travesía de los Quijotes para el público común y la enseñanza donde cabe temer que la edición de Gaos, con la abundancia de anormalidades y asperezas que acarrea su ciega devoción a las principes, disuada a algunos, ojalá no demasiados, de adentrarse en el libro más hermoso de la tradición española. El objeto de la edición crítica está precisamente en orillar semejante peligro, liberando a la obra literaria de las adulteraciones que por fuerza produce la transmisión. Porque, en resumidas cuentas, todas las fatigas de la crítica textual no tienen propósito mejor que dar unas horas de «pasatiempo y gusto» (I, 9, 107) a los lectores de buena voluntad.



NOTA BIBLIOGRÁFICA

No contamos con estudios de conjunto sobre la fortuna textual del Quijote, y los materiales para escribirlos son tan escasos cuanto en general insatisfactorios. El punto de partida han de ser todavía los grandes repertorios de Leopoldo Rius, Bibliografía crítica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra, Lib. Murillo, Madrid, 1895-1905, 3 vols. (reimpr. Burt Francklin, Nueva York, 1970), y J. Givanel i Mas, Catàleg de la col·lecció cervàntica formada por D. Isidro Bonsoms i Siscart i cedida per ell a la Biblioteca de Catalunya, Institut d’Estudis Catalans, Barcelona, 1916-1925, 3 vols. (que no se anula, sino se complementa con J. Givanel y Mas y L. M. Plaza Escudero, Catálogo de la colección cervantina [de la Biblioteca Central, Barcelona], Diputación Provincial de Barcelona, 1941-1964, 5 vols.), donde, sin embargo, los datos a nuestro propósito son ocasionales e inseguros (vid. igualmente J. Suñé Benages y J. Suñé Fonbuena, Bibliografía crítica de ediciones del «Quijote» impresas desde 1605 hasta 1917, Perelló, Barcelona, 1917). Muchas de las cuestiones brevemente examinadas en el presente capítulo se tratan con mayor detención en mi próximo libro El texto del «Quijote», Crítica, Barcelona, 1998, en prensa.

En espera del amplio y renovador trabajo sobre Juan de la Cuesta que ultima Jaime Moll, las indicaciones de C. Pérez Pastor, Bibliografía madrileña, Tip. de los Huérfanos, Madrid, 1891-1907, 3 vols., y Documentos cervantinos hasta ahora inéditos, Fortanet, Madrid, 1897-1902, 2 vols., y de J. J. Morato, «La imprenta de Juan de la Cuesta», Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo de Madrid, II (1925), pp. 436-441, siguen siendo preferibles a trabajos posteriores como el desdichadísimo de R.W. Clement, «Juan de la Cuesta, the Spanish Book Trade, and a New Issue of the First Edition of Cervantes’ Persiles y Sigismunda», Journal of Hispanic Philology, XVI (1991), pp. 23-41. Sobre Francisco de Robles y su entorno, consúltense en especial J. M. Laspéras, «El fondo de librería de Francisco de Robles, editor de Cervantes», Cuadernos Bibliográficos, XXXVIII (1979), pp. 107-138, y Christian Péligry, «Un libraire madrilène du Siècle d’Or. Francisco López le Jeune (1545-1608)», Mélanges de la Casa de Velázquez, XII (1976), pp. 219-250, y «Les difficultés de l’édition castillane au xviie siècle à travers un document de l’époque», Mélanges de la Casa de Velázquez, XIII (1977), pp. 257-284.

Sobre el proceso de fabricación del libro antiguo, desde el original del autor y la copia del amanuense hasta la composición por formas y la corrección de pruebas, son esenciales los estudios (de J. Moll, T. J. Dadson, S. Garza, D.W. Cruickshank, P. Andrés Escapa y otros) contenidos en el volumen Imprenta y crítica textual en el Siglo de Oro, Universidad de Salamanca y Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, Salamanca, en prensa.

En cuanto a la primera edición del Ingenioso hidalgo, Robert M. Flores, The Compositors of the First and Second Madrid Editions of «Don Quixote» Part I, The Modern Humanities Research Association, Londres, 1975, ha confirmado que se trata de la acabada de imprimir en las últimas semanas de 1604, y ha arriesgado algunas hipótesis difícilmente aceptables sobre los cajistas que la compusieron; en «El caso del epígrafe desaparecido: capítulo 43 de la edición príncipe de la Primera parte del Quijote», Nueva Revista de Filología Hispánica, XXVIII (1979), pp. 352-360, amplía una propuesta in nuce en ese mismo libro, donde se revela también que parte de la edición revisada de 1605 se llevó a cabo en la Imprenta Real; véase además el penúltimo párrafo de esta Nota bibliográfica. Que Cervantes ni siquiera llegó a enterarse de la existencia de las impresiones de 1605 y 1608 lo postula Flores en «The Loss and Recovery of Sancho’s Ass in Don Quixote, Part I», Modern Language Review, LXXV (1980), pp. 301-310 (307, n. 1). Carecen de valor las consideraciones sobre el texto de 1608 hechas por C. Cortejón (vol. II, pp. VII-XLV).

Más sólidas y maduras que las presentadas en el libro recién citado son las observaciones de Flores sobre la elaboración tipográfica del Ingenioso caballero: «The Compositors of the First Edition of Don Quixote, Part II», Journal of Hispanic Philology, VI (1981), pp. 3-44; «A Tale of Two Printings: Don Quixote, Part II», Studies in Bibliography, XXXIX (1986), pp. 281-296, y «More on the Compositors of the First Edition of Don Quixote, Part II», Studies in Bibliography, XLIII (1990), pp. 272-285.

Las noticias que doy y las valoraciones que hago sobre las ediciones de Robles se hallarán documentadas en El texto del «Quijote»; algunos anticipos, en «El primer pliego del Quijote», Hispanic Review, LXIV (1996), pp. 313-336, y Prisas y prensas para el primer «Quijote», s. l., 19962.

Sobre «El éxito inicial del Quijote», hay unas sustanciosas páginas de Jaime Moll en su libro De la imprenta al lector. Estudios sobre el libro español de los siglos xvi al xviii, Arco/Libros, Madrid, 1994, pp. 20-27; para varias cuestiones conexas, véase su artículo «Diez años sin licencias para imprimir comedias y novelas en los reinos de Castilla: 1625-1634», Boletín de la Real Academia Española, LIV (1974), pp. 97-103. El parecer de F. Rodríguez Marín, en El «Quijote» en América, Sucesores de Hernando, Madrid, 1911.

Lo dicho en el apartado «Éxito popular y degradación textual» procede de nuestros cotejos parciales de las ediciones mencionadas (vid. asimismo G. Pontón Gijón, «Martín Gelabert y la princeps del Quijote: la edición barcelonesa de 1704», Anales cervantinos, XXXII, 1994, pp. 185-198) y, para las más tardías, de dos valiosos estudios de Enrique Rodríguez-Cepeda: «Los Quijotes del siglo xviii. 1) La imprenta de Manuel Martín», Cervantes, VIII (1988), pp. 61-108, y «Los Quijotes del siglo xviii. 2) La imprenta de Juan Jolís», Hispania, LXXI (1988), pp. 752-779.

En la bibliografía existente, son pocos o nulos los aspectos relativos a la configuración textual de las grandes ediciones del siglo xviii y posteriores. Con todo, remitiremos a los siguientes trabajos, que pueden prestar algún servicio para ilustrar su génesis o características de otro tipo: ¶ Francisco Aguilar Piñal, «Cervantes en el siglo xviii», Anales Cervantinos, XXI (1983), pp. 153-163 ¶ Ana Luisa Baquero, Una aproximación neoclásica al género novela. Clemencín y el «Quijote», Murcia, 1988 ¶ Javier Blasco, «El Quijote de 1905 (apuntes sobre el quijotismo finisecular)», Anthropos, XCVIII-XCIX (1989), pp. 120-124 ¶ Anthony J. Close, The Romantic Approach to «Don Quixote». A Critical History of the Romantic Tradition in «Quixote» Criticism, Cambridge University Press, 1978 ¶ Armando Cotarelo Valledor, El Quijote académico, Publicaciones del Instituto de España, Madrid, 1948 ¶ R. Merritt Cox, The Rev. John Bowle. The Genesis of Cervantean Criticism, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1971 ¶ Paolo Cherchi, Capitoli di critica cervantina (1605-1789), Bulzoni, Roma, 1977 ¶ Daniel Eisenberg, Cervantine Correspondence of Thomas Percy and John Bowle, University of Exeter, 1987 ¶ J. Givanel Mas, ed., Martín Fernández de Navarrete, Notas Cervantinas, y El comentario de Clemencín, Publicaciones Cervantinas Patrocinadas por J. Sedó Peris-Mencheta, Barcelona, 1943 y 1944 ¶ J. Givanel y Mas, y «Gaziel», Historia gráfica de Cervantes y del «Quijote», Plus Ultra, Madrid, 1946 ¶ Agustín González de Amezúa, «Epílogo» a la Nueva edición crítica (1947-1948) de F. Rodríguez Marín, vol. VIII, pp. 271-301 ¶ Ángel González Palencia, «La edición con notas de Bastús», Boletín de la Universidad de Madrid, V (1929), pp. 542-545, y «Una edición académica del Quijote, frustrada», Boletín de la Real Academia Española, XXVIII (1948), pp. 27-54, 225-256, y 357-380 ¶ Antonio Mestre, ed., Gregorio Mayans y Siscar, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, Espasa-Calpe, Madrid, 1972 ¶ José Luis Pensado, «Noticia de la verdadera patria (Alcalá) de El Miguel de Cervantes» de fray Martín Sarmiento, ed. y estudio crítico, Junta de Galicia, 1987 ¶ Antonio Rodríguez-Moñino, El Quijote de Don Antonio Sancha (Noticias Bibliográficas), E. Sánchez Leal, Impresor, Madrid, 1948 ¶ Leonardo Romero Tovar, «El Cervantes del xix», Anthropos, XCVIII-XCIX (1989), pp. 116-119.

En el último apartado del capítulo no hemos considerado la mencionada edición de R.M. Flores (An Old-Spelling Control Edition Based on the First Editions of Parts I and II, University of British Columbia Press, Vancouver, 1988, 2 vols.), cuya singularidad la aleja en exceso de las demás reseñadas ahí mismo. Se trata, en efecto, de una transcripción de las primeras impresiones madrileñas regularizada según las presuntas preferencias ortográficas del componedor a quien Flores atribuye cada cuaderno y en la que no se declaran la procedencia o las razones de las lecturas sustanciales con que enmienda las de 1604 y 1615; pues, pese a la afirmación que citábamos, la realidad es que las numerosas correcciones que introduce en el texto son en muchos casos de 1605, 1608, Bruselas, 1607, o de otras ediciones antiguas y modernas. No obstante, es ineludible señalar aquí que a Flores se debe el único intento que conocemos de justificar la preeminencia absoluta de las principes con un argumento distinto del hecho obvio de que, perdidos los autógrafos y —hay que insistir— las copias de amanuense que sin duda se usaron en la imprenta, en aquellas está el testimonio más próximo a los originales cervantinos. Concretamente, en su citada monografía de 1975, Flores advierte que los pliegos de la edición de 1605 no confeccionados en el taller de Cuesta sino en la Imprenta Real siguen un ejemplar de 1604, pero difieren de este en bastantes aspectos de grafía y en algunas lecciones significativas; y como no cabe pensar que Cervantes examinara esos pliegos, «this fact», concluye, «automatically weakens the authority of this [1605] or of any other edition not solely based on the first edition». Claro está que resultaría absurdo y anacrónico imaginar que el autor saltaba de casa de Cuesta a la Imprenta Real para corregir pruebas de los pliegos que a diario se tiraban en cada una, y que, incluso si lo hubiera hecho, no habría reparado en menudencias ortográficas (no en vano el clásico «Rationale of the Copy-Text» de Walter W. Greg fija ya como regla general atenerse a las primeras ediciones para los accidentals y a las últimas para las substantive emendations); pero es preciso entender que las adiciones a propósito del asno de Sancho y las otras posibles revisiones que Cervantes incluyera iban todas en el ejemplar de 1604 (de otro modo, no se habría podido trabajar por formas) que por fuerza hubo de hacer llegar a los tipógrafos: y justamente en los pliegos de la Imprenta Real hay lecturas por encima de cualquier discusión (por ejemplo, «de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija», y no «cuyo temor», en I, 45, 528), que traslucen la mano del autor o, como sea, y sobre todo, garantizan la validez de las conjeturas debidamente construidas. La patente futilidad de ese solitario ‘argumento’ contra el recurso a cualquier material o conocimiento ajenos a las principes no debilita en ninguna manera la inmensa deuda que el cervantismo tiene contraída con R. M. Flores en cuanto pionero en situar ciertos problemas del Quijote en el terreno de su elaboración tipográfica y en cotejar con exquisita atención diversos ejemplares de las impresiones madrileñas de 1604 y 1615.

De las opiniones que en tiempos recientes se han expresado en torno a los modos de editar el Quijote son buena muestra Juan Bautista de Avalle-Arce, «Hacia el Quijote del siglo xx», Ínsula, núm. 494 (enero de 1988), pp. 1, 3-4, que incomprensiblemente esgrime contra Gaos la misma teoría y práctica exacerbadas por Gaos; José M. Casasayas, «La edición definitiva de las obras de Cervantes», Cervantes, VI (1986), pp. 141-190; Daniel Eisenberg, «On Editing Don Quixote», Cervantes, III (1983), pp. 3-34, con planteamientos muy sensatos; y Florencio Sevilla Arroyo, «La edición de las obras de Miguel de Cervantes», Cervantes, Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 1995, pp. 75-135, definitivamente al margen de cualquier crítica textual (vid. mi nota «Por Hepila famosa», en Babelia, núm. 255, suplemento de El País, 14 de septiembre de 1996, y las apostillas publicadas ahí mismo, 26 de octubre).