Aparato Crítico. Puntación, División en Párrafos, Tipografía

Aparato crítico. Puntación, división en párrafos, tipografía

La materia más delicada con que debe enfrentarse un editor del Quijote tal vez sea la puntuación. Los autógrafos cervantinos la desconocen casi por completo y «no traen un solo caso de coma, de punto y coma, de dos puntos … ni el acento, las diéresis o el guión en la división de una palabra al fin del renglón… Jamás aparecen el paréntesis, el subrayado, ni otro signo ortográfico auxiliar, excepto el punto, y este rarísimamente»: «en dos lugares donde correspondía coma», por ejemplo, y en otros seis «acaso como adorno» (M. Romera Navarro 1954:22). No es dudoso que el novelista se atenía también ahora al proceder común entre los escritores y juzgaba que el asunto todavía era menos suyo y más del impresor que la ortografía.

Por su parte, el corrector y los componedores del taller de Cuesta no carecen de criterios al respecto, pero en gran medida son criterios mecánicos (tal poner coma ante que y ante y), y cuando afectan a la interpretación del texto (así al deslindar frases y oraciones o señalar interrogativas) resultan inestables y con mucha frecuencia erróneos de acuerdo con sus propios parámetros1. La puntuación de las ediciones principes debe ser considerada con atención, porque no hay medio de igualar hoy el sentido que los tipógrafos tenían del lenguaje vivo, y el texto ha llegado a estragarse en más de un pasaje por no tenerla en cuenta (cf. solo I, 173.23 y II, 1088.8). Pero en conjunto es tan anodina unas veces y otras tan vacilante o incongruente, que ni siquiera puede seguirla quien se proponga puntuar el Quijote ‘a la antigua’ o simplemente según el uso ideal de la imprenta de la calle de Atocha (cf. FL I: XXXI, XXXIV).

Sin embargo, el problema no está (o no solo ni directamente) en la ausencia o en la arbitrariedad de la puntuación en Cervantes o en la princeps, sino en el asistematismo de la que modernamente se emplea en español (el término de comparación podría fijarlo, pongamos, la habitual en alemán o en ruso) y en la incompatibilidad entre varios de sus hábitos relativamente más aceptados y no pocos rasgos lingüísticos esenciales en el Quijote.

En el mundo hispánico, «apenas existen estudios, reglas o normas de puntuación» (J.A. Benito Lobo 1992:27), salvadas unas exiguas e indefendibles paginillas del Esbozo gramatical de la Real Academia Española, las cambiantes y efímeras recomendaciones de los manuales de redacción y algunas disquisiciones tan sugestivas como fragmentarias y sin eco. No importaría demasiado, desde luego, si contáramos con un modelo literario medianamente establecido, pero el caos es ahí absoluto: pocos creadores o intelectuales contemporáneos muestran atisbos de una puntuación coherente, y quienes los muestran están lejos de coincidir entre sí (cf. J. Polo 1974 y 1990).

La consecuencia de esa falta de pautas es una enorme libertad, cuya contrapartida (también curiosamente similar a la del Siglo de Oro) está en la frecuente irrelevancia de la puntuación: los usos más recibidos (verbigracia, la coma ante pero o aunque) se han vuelto también mecánicos y, por ahí, a menudo redundantes, mientras otros que quisieran ser pertinentes, al no gozar de aquiescencia general, carecen de fuerza denotativa y acaban de hecho en imperceptibles. En infinidad de casos, la inserción o no de tales o cuales signos, en tal o cual posición, no conlleva de suyo ninguna diversidad de significado, porque no tenemos ni preceptos ni costumbres arraigadas que lo sancionen, y, por tanto, cada lector entiende esos lugares sin más guía que la apreciación estrictamente personal (como estrictamente personal es por necesidad cualquier ‘sistema’ de puntuación que hoy pueda reconocerse en España e Hispanoamérica).

Valga un par de ilustraciones con el Quijote. Rodríguez Marín (IV: 218 y 233) reprochaba a otros editores no haber insertado las comas que a continuación nosotros colocamos entre paréntesis: «¿Podré señalar este día con piedra blanca(,) o con negra?»; y en el mismo capítulo: «aquella que a mí me pareció albarda que tú aderezaste, ¿era silla rasa(,) o sillón?» (II, 10, 704 y 710). En nota, comentaba que sin la coma la primera frase implicaba «¿Podré señalar este día con alguna piedra de cualquiera de esos dos colores, blanco o negro?», mientras con la coma quería decir «¿Con cuál de dos piedras podré señalar este día? ¿Con piedra blanca, o con piedra negra?». El bueno de don Francisco se engañaba: la distinción que da por supuesta es, si acaso, válida a título exclusivamente individual (o acompañada de explicación expresa). Pues en la situación del castellano escrito del Novecientos (o en el Seiscientos…) la distinción entre tales posibilidades depende únicamente del alcance semántico de los términos en juego, y respecto a la eficacia de la coma para establecerla no hay ni sombra remota de consenso.

En cuanto al segundo ejemplo aducido, no creemos que ningún hispanohablante pudiera caer en el peligro que, al parecer, apuntaba Rodríguez Marín y entender que sin la coma don Quijote estaba postulando que silla rasa y sillón eran sinónimos: la discriminación se hace en virtud del contexto, no del signo ortográfico. Por otra parte, repárese en cómo puntuaba ahí el admirable cervantista (y tras él bastantes más): «aquella que a mí me pareció albarda, que tú aderezaste, ¿era silla rasa, o sillón?». Es cuando menos discutible la necesidad de la primera coma, que, contra el señalado criterio de A, no se encuentra en la princeps y, para nosotros, fracciona la unidad sintáctica contemplada por el autor. Pero, si se prescinde de ella, ¿es el sujeto lo bastante largo como para aplicar una de las escasas formas de puntuación ampliamente atendidas y separarlo del verbo con otra coma? Averígüelo Blas, porque no hay tribunal al que recurrir para semejantes pleitos: solo podrían fallarse a la luz de un sistema de puntuación previamente definido; y lo primero que habría que hacer, entonces, no sería incoar este o aquel proceso, sino aprobar el código mismo.

Desazona particularmente comprobar hasta qué extremo construcciones y estilemas continuos en el Quijote toleran diversas soluciones de puntuación. Así, la narración cervantina avanza en una proporción altísima por series de oraciones coordinadas (en especial, copulativas) que se matizan con incisos (temporales, modales, etc.): «llegó Sancho, y viéndole en talle de acometer al bien formado escuadrón, le dijo…» (II, 11, f. 39v; reproducimos la puntuación de A, y abreviamos luego las citas en cursiva); «Iba a probarle Sancho, pero antes que llegase a él, ni le gustase ya la varilla había tocado en él…» (II, 47, f. 174v). El único tratadista que, a nuestra noticia, se ha ocupado de cómo puntuar las series de ese tipo, observa que se procede «de varias maneras. Si queremos, [y supuesto que la conjunción adversativa la vuelve innecesaria], podemos optar por colocar coma, sin marcar el inciso: Iba a probarle Sancho, pero antes que llegase ya la varilla había tocado en él. Podemos también, y en muchos casos habrá que hacerlo, destacar el complemento antepuesto: Iba a probarle Sancho, pero, antes que llegase, ya la varilla había tocado en él. Lo que no podemos hacer, y es un error frecuente, es colocar solo la última coma del inciso: Iba a probarle Sancho, pero antes que llegase, ya la varilla había tocado en él. Esta delimitación es incorrecta, porque la conjunción no afecta solo, ni fundamentalmente, al complemento de tiempo, sino a toda la oración» (Benito Lobo 1992:82-83 [y 79], sustituyendo sus ejemplos por el cervantino). Nosotros nos limitamos a señalar que esa «delimitación … incorrecta» (como en el caso afín de la muletilla «Y, así,…», puntuada mayormente «Y así,…») es la que predomina en las ediciones del Quijote hechas en nuestro siglo (y en parte nada chica, por lejana herencia de la princeps).

Sea como fuere, importa no perder tampoco de vista que cualquier puntuación moderna es en más de un sentido constitutivamente inadecuada al objeto a que en el Quijote debe aplicarse. La norma del estilo cervantino está en la lengua hablada (en ello radica el hallazgo genial en la historia de la novela), y son la entonación y las inflexiones de la lengua hablada las que deben gobernar la lectura. La puntuación es expediente propio de la lengua escrita, a la que en muchos momentos constriñe con sus exigencias propias. En concreto, en la lengua escrita (con las escasas y elocuentes excepciones de ciertas obras experimentales) solo son aceptables actualmente los textos que se dejan plegar a una puntuación más o menos convencional.

Es célebre, en el arranque del capítulo sexto de 1605, un par de renglones que en la princeps se leen así: «Pidió las llaves a la sobrina del aposento, donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio…» (f. 18). Cada editor sale del paso como buenamente puede: Pidió las llaves a la sobrina, del aposento donde estaban los libros…Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento. Son todo paños calientes: el pasaje es en rigor impuntuable, porque la puntuación moderna, por principio, pertenece a un orden lingüístico que prohíbe una frase como esa. Hoy no podría escribirse Pidió las llaves a la sobrina del aposento…, porque resultaría no ya ambiguo o disparatado, sino anómalo e inadmisible.

Famosos o no, en el Quijote hay infinidad de lugares como ese, que solo se descifran acertadamente restituyéndolos al modo oral que los moldeó: «Esta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras» (I, 22, f. 101); «en la conseja que a vuestro parecer le oístes» (I, 42, f. 260); «mostrando las llagas a la duquesa de su roto vestido» (II, 34, f. 133); «el rostro deste mayordomo del duque que aquí está» (II, 44, f. 164v); «escribir las cartas a Teresa de la respuesta» (II, 50, f. 193v); «Amaneció el día que se siguió a la noche de la ronda del gobernador, la cual el maestresala pasó sin dormir» (II, 51, f. 193v); «un libro en las manos que traía su compañero» (II, 59, f. 227), etc.etc.

Desde siempre, no ya desde Clemencín, se han censurado tales «descuidos». Pero no falta quien juzga que «casi todos se salvan con una buena puntuación» (Á. Rosenblat 1971:284). Nuestra opinión está cerca de ser diametralmente opuesta: una «buena puntuación» quizá traiciona aspectos importantes del estilo, cambiándolo de carácter, falseando la realidad lingüística del original para soslayar una hipotética anfibología, denunciando como desaliño la frescura expresiva, por sobreponerle un patrón gráfico que le es extraño. Está cerca, decimos, pero no llega a serlo, porque en algunos casos nos parece preferible sacrificar o atenuar la posible coloración estilística a favor de una comprensión más simple e inmediata.

Como ejemplo al propósito, sirva un género de frases muy del gusto del novelista: «Las mozas que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra» (I, 2, f. 7); «El ventero que vio a su huésped a sus pies, y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole» (I, 3, f. 8); «El ventero que le vio ir, y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho Panza» (I, 17, f. 72); «Don Quijote que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo…» (I, 43, f. 266v); «Don Quijote que los vio tan atentos a mirarle, sin que ninguno le hablase, ni le preguntase nada: quiso aprovecharse de aquel silencio»; «Don Quijote que vio tan mal parado a Sancho, arremetió al que le había dado» (II, 27, f. 105v-106, 107v); «El duque que esto oyó, estuvo por romper en risa…» (II, 56, f. 215), etc.etc. Mientras en los folios recién citados la princeps puntúa como se habrá advertido, las ediciones corrientes concuerdan en traer El ventero, que… o Don Quijote, que… Sin embargo, en la mayoría de los casos probablemente no nos las habemos con un sujeto seguido de una oración de relativo, sino con construcciones absolutas, que podrían reformularse con un gerundio («Viendo el ventero…», «Sintiendo don Quijote…», «Oyendo el duque…») y que son todavía familiares. Pero las cosas pueden estar poco claras y también la princeps vacila: «Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir» (I, 30, f. 169v). ¿Se trata siempre de las mentadas construcciones absolutas? En la duda, y asimismo por la conveniencia de no sobrecargar las notas a pie de página, no nos hemos hecho escrúpulo grave de puntuar a veces como si estuviéramos frente a oraciones de relativo. Nuestros desvíos respecto al original no quisieran ir mucho más allá.

En cualquier caso, de la muestra se colegirá que, si los datos que hacen tan peliagudo puntuar el Quijote son como los hemos esbozado, también se nos antoja que en la enfermedad está la medicina. La inmensa libertad de uso que acompaña a ese capítulo de la ortografía española impone y a la vez permite ir respondiendo a las conveniencias de la obra o del lector con remedios diversos, sin buscar una regularidad vedada tanto por la índole del lenguaje cervantino como por las circunstancias de nuestra puntuación.

Vale decir: a falta de una teoría autorizada o de una práctica ejemplar, a caballo de la semántica, la sintaxis y la fonética, el editor de Cervantes se ve solicitado por querencias diferentes y hasta contradictorias, antiguas y modernas, innovadoras y rutinarias, y no le queda otra salida que ingeniárselas para encontrar unas soluciones que conserven al texto, si no todos, el mayor número posible de elementos significativos, mediante el recurso de elegirlas caso por caso, y por tanto lejos de cualquier pretendido ‘sistema’, entre las múltiples que tolera el español contemporáneo.

Así, pues, pasajes sin embargo similares no siempre los hemos puntuado de la misma manera, porque en cada ocasión deseábamos subrayarles factores distintos, los que juzgábamos más dignos o más menesterosos de realce: la trabazón o la ligereza, la estructura lógica o la andadura rítmica, la dimensión oral o la hechura literaria… Por ende, y por ejemplo, unas veces ponemos comas y otras las evitamos, según los incisos primen la sucesión o la simultaneidad, o según las elipsis pidan o no especial atención; o fluctuamos entre la coma y el punto y coma, según las oraciones yuxtapuestas tiendan a descomponer un proceso en sus fases o acentuarlo como unitario; o nos inclinamos por fundir en una varias interrogaciones de 1605 o 1615, et sic de ceteris.

Obrando de tal modo, hemos intentado conciliar la fidelidad al autor y la facilidad del lector, a sabiendas de que uno y otro obedecen (y desobedecen) a códigos diversos. Hemos señalado hace un momento algún caso de puntuación ‘política’, a beneficio del segundo. Podríamos indicar muchos otros. Pero en definitiva, en lugares que se prestan a la duda («El ventero que le vio ir…») o no sufren con una eventual transgresión («fue de manera que don Quijote vino a correrse», y no «de [sc. tal] manera, que…»), no tenemos por pecado mortal decantarnos por la opción que hace más desembarazada la lectura.

Las primeras ediciones del Quijote dan el relato propiamente dicho (prólogos, pues, al margen) como texto seguido, sin más divisiones (alrededor de un centenar, entre las dos partes) que las correspondientes a cartas de los personajes, citas del «traductor» o de Cide Hamete y otros intercalados con fisonomía literaria supuestamente propia (el «pergamino» de II, 41, o los consejos de don Quijote a Sancho en II, 42 y 43, dispuestos uno por uno, como cláusulas exentas). Así, según era normal en la época, se comportan también las demás impresiones antiguas, incluidas aún las de la Real Academia Española (1780, 1819), Pellicer (1797-1798) y Clemencín (1833-1839), con la excepción principal de la londinense de 1738 (y, tras ella, la de El Haya, 1744), que introduce buen número de párrafos, en unos casos dependientes del sentido y en otros sin duda por conveniencias tipográficas.

El proceder de antaño es claramente el más respetuoso con el original, pues la segmentación en las unidades relativamente aisladas que presupone el punto y aparte parece radicalmente ajena al fluir del pensamiento y de la imaginación de Cervantes. (Solo otro fraccionamiento le es todavía más ajeno, para desesperación del editor moderno: el punto y seguido.) A lo largo del siglo xix, sin embargo, el trato con los libros fue cambiando a la par que las prácticas de la imprenta y llegó a generalizarse la evidencia de que el reparto del texto en párrafos (como proyectaba imprimirlo la Academia en la nueva edición que planeaba entre 1865 y 1868) «facilita la lectura, ayuda a la memoria y proporciona descanso a los ojos y a la atención del lector». «An edition with no paragraphs will simply not be used», afirman incluso quienes propugnan el mantenimiento de la vieja puntuación (D. Eisenberg 1983:10).

Por cuanto nosotros alcanzamos, Hartzenbusch (1863) fue el primero en publicar un Quijote acorde con tal idea, y la innovación quedó como irrevocable, no solo porque muchas de las ediciones posteriores se ciñeron a la de don Juan Eugenio, sino también porque solo en ese criterio, perfeccionándolo con el sangrado de los diálogos (que, con todo, ya había aplicado Jerónimo Morán en 1862), coincidió con él J. Fitzmaurice-Kelly (1898) al intentar otra más ‘científicamente’ apegada a las principes.

Con todo, la distribución en apartes que mayor influencia ha ejercido, al igual que multitud de otros detalles, es la adoptada en 1911 por Rodríguez Marín, cuya edición en los «Clásicos castellanos» (en ese particular, no sujeta a grandes revisiones en las de 1916 y 1947) fue el texto de que más comúnmente se sirvieron otros editores, durante decenios, como original para la imprenta. La misma suerte han corrido después las ediciones de Riquer, quien, aceptando básicamente las divisiones de Rodríguez Marín, las acreció en número y eficacia. De ahí que la vulgata del Quijote en ese aspecto tienda a ser hoy la fijada por esos dos grandes cervantistas, en tanto solo excepcionalmente se acogen las propuestas peculiares de Schevill y todas las restantes se dirían olvidadas por entero. Porque incluso quienes, como L.A. Murillo, reproducen el texto del estudioso norteamericano suelen optar por una disposición en párrafos que combina la base de Rodríguez Marín y los retoques de Riquer.

Por nuestra parte, nos hemos resignado a esa vulgata sin demasiadas variaciones ni demasiado entusiasmo. Como estamos convencidos de que los párrafos son en nuestros días imprescindibles, hemos acogido los señalados más ordinariamente (que por otro lado agilizarán posibles cotejos), renunciando, salvo en pocos casos, a cambiarlos o aumentarlos. Pues mientras nos parece que la modernización de otros elementos gráficos no afecta en absoluto a la sustancia de la obra, tememos que la división en apartes llegue a dar la impresión (como nos consta que se la ha dado a algún crítico) de que Cervantes deslindaba en la novela unas unidades, insistimos, que no podían serle más ajenas. Cuando nos esforzamos por liberar el Libro de buen amor o el Lazarillo de falsos epígrafes y falsos «tractados», vale la pena llamar la atención sobre el hecho de que escribir con párrafos o sin ellos, con unas particiones o con otras (un soneto no está formado por una octava y un sexteto, y una comedia de Lope tiene tres, no cuatro actos), implica tesituras creativas distintas.

Notaremos, por último, que empleamos a la moderna recursos tipográficos como la cursiva o signos como las comillas. Hubiéramos querido echar mano siempre de la primera cuando una palabra aparece en función metalingüística («dictado has de decir, que no litado»), y de las segundas cuando se enuncia con un cierto distanciamiento: «se vino a llamar “don Quijote”», «Quieren decir que tenía el sobrenombre de “Quijada”, o “Quesada”» (frente a «Labrador soy, Sancho Panza me llamo, casado soy…»), etc. Pero claro está que la frontera entre lo uno y lo otro es demasiado angosta para que pueda esperarse mucha regularidad.

A menudo tampoco es sencillo discernir si un refrán o un breve fragmento poético está citado como tal o simplemente usado, integrándolo en el fluir del discurso como cualquier frase hecha o expresión lexicalizada; pero si entendemos que predomina lo primero, lo entrecomillamos o disponemos como texto intercalado.