Prólogo Don Quijote de la Mancha : Vida y literatura: Cervantes en el Quijote

Vida y literatura: Cervantes en el Quijote

Por Jean Canavaggio

En busca de un perfil perdido

Dos caminos suelen ofrecerse a quien intenta acercarse al vivir cervantino. O bien dedicarse a la consulta de documentos y archivos, cuyo laconismo deja inevitablemente frustrado al que no se satisface con los pocos datos sacados de actas notariales y apuntes de cuentas, ajenos a la intimidad del escritor; o bien buscar esta intimidad en su obra, a riesgo de ceder a un espejismo: el testimonio de unas «fábulas mentirosas» que no han tenido nunca como fin el de llenar los vacíos de nuestra información1.

Así y todo, tantas experiencias biográficas, intelectuales y literarias del autor vienen a confluir, de un modo u otro, en las ficciones cervantinas, que el lector del Quijote no puede resistir al deseo de aventurarse por una senda que le lleva a descubrir una nueva forma de entroncar vida y literatura. Aventura, por cierto, azarosa, y que el propio Cervantes nos induce a emprender con cautela, al disimularse, como lo hace, detrás de unas máscaras, delegando sus poderes en supuestos narradores al estilo de Cide Hamete Benengeli. No obstante, a quien sabe leer entre líneas el Quijote se le aparece impregnado del sentir del que lo compuso. Un ejemplo sin más tardar: como se sabe, la historia del ingenioso hidalgo no se amolda al esquema pseudoautobiográfico elegido por Mateo Alemán al concebir su Guzmán de Alfarache, el relato retrospectivo de su propia vida que nos hace el protagonista. Las reservas de Cervantes ante la forma que cobra la confesión del pícaro se perfilan en el capítulo 22 de la Primera parte de su novela. Ahí nos sale al encuentro, en una cadena de forzados, el galeote Ginés de Pasamonte, autor de un libro de su vida, y tan bueno, que «mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren» (I, 22, 243). Como ha mostrado Claudio Guillén, clara denuncia nos ofrece aquí Ginés del doble artificio que caracteriza la narración picaresca: por un lado, prometiendo un libro que «trata verdades, y no mentiras», o sea, sucesos efectivamente ocurridos y no cosas inventadas que se pretenden sucedidas; y, por otro lado, considerando este libro como inconcluso, sin que pueda publicarse mientras no se acabe el curso de su propia existencia. Así, pues, este encuentro con el galeote abre como un resquicio por donde vienen a filtrarse las preferencias estéticas de Cervantes, como si este, por medio de su portavoz, nos diera a conocer algo de la circunstancia en que se fraguó su quehacer de escritor.

Ahora bien, no siempre permanece Cervantes entre bastidores. Hay, a lo largo de su obra, textos clave en que parece asumir su identidad, hablando en primera persona. En primer lugar, los dos prólogos al Quijote, separados por diez años cabales, igual que las dos partes del mismo; luego, compuestos en el fecundo crepúsculo de su vida, otros textos liminares, como los respectivos prólogos a las Novelas ejemplares y a las Comedias y entremeses, el prólogo al Persiles o la conmovedora dedicatoria al Conde de Lemos, fragmentos dispersos de un retrato de artista cuya verdad no exige verificación. Varias razones explican el interés que, para nosotros, ofrecen estos fragmentos; pero más que nada, quizá, el ser el retratado un hombre cuya existencia histórica apenas se conoce. Debido al silencio de los archivos, ignoramos, en efecto, casi todo de los años de infancia y adolescencia de nuestro escritor. Podemos afirmar, a ciencia cierta, que nació en 1547 en Alcalá de Henares, de padre cirujano; pero no se sabe en qué fecha exacta, y la supuesta ascendencia conversa que se le atribuye sigue siendo tema controvertido. Tal vez empezara a estudiar en Sevilla, viendo representar allí a Lope de Rueda; pero su traslado a Madrid no queda documentado. Hace falta esperar al año de 1569 para ver comprobada su presencia en la Villa y Corte, la cual se infiere de su contribución a las Exequias publicadas por su maestro López de Hoyos con motivo de la muerte de Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II.

Mejor conocimiento tenemos de los años heroicos que median entre 1571 y 1580: el contacto de Cervantes con la «vida libre de Italia», primero en Roma, en el séquito del cardenal Acquaviva, luego como soldado, a las órdenes de Diego de Urbina; las heridas recibidas en Lepanto, el 7 de octubre de 1571, donde, a bordo de La Marquesa, pelea «muy valientemente» y pierde de un arcabuzazo el uso de la mano izquierda; al año siguiente, las acciones militares llevadas con desigual suerte por don Juan de Austria en Corfú, Navarino, Túnez y La Goleta; en 1575, la captura por corsarios turcos, al volver a España en la galera Sol; por fin, los cinco años del cautiverio argelino, dolorosa experiencia marcada por cuatro intentos frustrados de evasión y concluida con un inesperado rescate, conseguido por obra de los padres trinitarios.

La falta casi completa de escritos íntimos no nos permite concretar el cómo y el porqué de estas peripecias: así la partida a Italia, quizás a consecuencia de un misterioso duelo; la vida ancilar llevada durante unos meses en Roma; el alistamiento en los tercios; la vuelta proyectada a la madre patria; y en Argel, a pesar de reiteradas tentativas de fuga, la extraña clemencia del rey Hazán.

Otro tanto puede decirse de los acontecimientos consecutivos al regreso de Miguel a Madrid, una vez rescatado. Tras una breve misión desempeñada en Orán, se inicia entonces su carrera de escritor: hace representar varias comedias, «sin silbos, gritos ni barahúnda», en tanto que, en 1585, publica La Galatea, novela pastoril al estilo de La Diana de Montemayor. Pero no se explica la pérdida casi completa de sus primeras piezas (exceptuando El trato de Argel y La Numancia, conservadas en copias del siglo xviii); tampoco se ha aclarado el misterio que envuelve el nacimiento de su hija natural, Isabel, habida de Ana Franca de Rojas, esposa de un tabernero; apenas se conocen las circunstancias de su matrimonio, en 1584, en Esquivias, con Catalina de Salazar, dieciocho años menor que él; menos aún las razones exactas de su partida del hogar, en 1587, hacia Sevilla («tuve otras cosas en que ocuparme», nos dice en el prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, f. 3); por no decir nada de los motivos de un silencio de casi veinte años, durante los cuales Cervantes recorre Andalucía, primero como proveedor de la Armada Invencible y luego desempeñando varias comisiones para la hacienda pública.

Tan solo adivinamos una vida de dificultades y molestias: en 1590 solicita del rey un oficio en las Indias que le es negado; en 1597, tras haber sido excomulgado, es encarcelado en Sevilla por retrasos y quiebras de sus aseguradores. Hay que esperar a 1604 para verle reaparecer en el campo de las letras, establecido con su familia en Valladolid, donde Felipe III acaba de trasladar la sede de la corte. Allí, en este mismo año, concluye la Primera parte del Quijote, publicada en diciembre ya con fecha de 1605.

Cervantes en primera persona

Se comprenderá, entonces, lo que viene a representar, en nuestra búsqueda de la vivencia cervantina, el prólogo con que se abre esta Primera parte; pero no debe engañarnos aquel yo que, de entrada, dirige la palabra al «desocupado lector». El Cervantes de carne y hueso, muerto hace casi cuatro siglos, nos es inasequible por definición; es una sombra que no podemos alcanzar. Quien se descubre al hilo de nuestra lectura es más bien el doble de aquel sujeto desaparecido, un ente nacido de un acto de escritura, establecido como tal por la mirada del lector, y que se deja entrever en las muestras dispersas de un autobiografismo episódico. Pero es así como nos abre una perspectiva que contribuye a crear la modernidad del Quijote: el encuentro de nuestra voluntad receptiva de lector con una voluntad proyectiva a la que debemos la inserción de este yo cervantino dentro del espacio textual; un espacio al que configura y ordena, comunicándole su presencia y su sabor de vida.

Como era de esperar, este primer prólogo ha llamado la atención de los cervantistas, preocupados por desentrañar lo que se nos sugiere, al parecer, de la génesis del Quijote mediante una fugaz e incierta alusión a la cárcel en que hubo de ser engendrado el libro. Pero, a decir verdad, no es su contenido informativo, sino su misma estructura la que fundamenta el interés y la radical novedad de este texto. En efecto, aunque parece, a primera vista, conformarlo con el género prologal, el yo cervantino va alterando poco a poco sus protocolos, hasta llegar finalmente a subvertirlos: primero, interpelando, tras veinte años de silencio, a aquel «desocupado lector» que se habrá olvidado de sus obras de mocedad; luego, manifestando un aparente desprecio por el libro prologado, nuevo «hijo de su entendimiento», por cierto, pero «seco, avellanado, antojadizo» (I, Pról., 9), y del que declara renegar como «padrastro», antes de cambiar repentinamente de tono y asumir su paternidad.



Así, pues, en el momento en que nos hacía esperar la tradicional captatio benevolentiae, Cervantes, por no querer «ir con la corriente del uso», deja de pedir la indulgencia del público. Al contrario, con el pretexto de ponderar el trabajo que le dio componer esta «prefación» que vamos leyendo, decide salir en persona a las tablas, bosquejando su perfil de escritor: «suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría…» (I, Pról., 10-11).

En esta circunstancia es cuando introduce a un primer alter ego: un supuesto amigo con el cual el prologuista empieza a debatir de lo que habrá de ser el prólogo que se empeña en escribir. Así va surgiendo, ante nuestra mirada cómplice, un «prólogo imposible» (para decirlo con frase de Maurice Molho, «la Préface est une anti-préface tenant lieu de préface impossible») o, si se prefiere, un prólogo del prólogo, que brota de las reticencias de Cervantes ante los adornos del exordio canónico: en especial, unas poesías liminares que se niega a pedir a otros ingenios, fingiendo encargarlas a figuras poéticas o novelescas, así como, también, las inevitables acotaciones eruditas, procedentes de un saber de segunda mano, de las que se burla con evidente satisfacción.

Algo se adivina, en esta insólita determinación, de las tensiones propias del mundillo literario coetáneo: parece ser la primera indirecta de Cervantes contra un Lope de Vega que hacía un uso poco discreto de estos adornos, y del que se conserva una carta, nada amena, en la que se refiere a las dificultades que conoció su rival en la búsqueda de plumas dispuestas a encomiar su libro. Pero, aquí, el partido elegido trasciende lo meramente anecdótico; está en perfecta concordancia con lo novedoso del propósito que anima al escritor: componer «una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón», con miras a «deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen» sus «fabulosos disparates» (I, Pról., 17-18). Por si no viéramos hasta dónde nos puede llevar semejante «invectiva» al revestir la forma de una parodia de estos libros, Cervantes, con la resolución y firmeza de un casi principiante de cincuenta y siete años, pone los puntos sobre las íes, aclarando las finalidades que persigue y el pacto que pretende establecer con sus lectores. Al procurar que, leyendo su historia, «el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla» (I, Pról., 18), expresa una clara conciencia de su capacidad de innovación, en tanto que, de entrada, somete su empresa al juicio del público.

A raíz del salto que damos del prólogo a la historia propiamente dicha del hidalgo manchego —una vez salvados los versos preliminares—, podría pensarse que el yo cervantino va a esfumarse. Lo que ocurre, en realidad, es que cambian y se diversifican, a la vez, las formas de su intromisión. Cabe observar, ante todo, que este mismo yo vuelve a aparecer como tal dos veces en el texto. Asoma acto seguido en la primera frase del capítulo primero, cuando el narrador se niega a concretar aquel lugar de la Mancha donde Alonso Quijano pasó su vida antes de salir en busca de aventuras: un lugar, nos dice, «de cuyo nombre no quiero acordarme».

El que expresa esta negativa es un ser fantasmal (y, de creer a Rodríguez Marín, engastado, además, en un verso de romance); pero, para nosotros, la pluma que ostenta tiene que ser la del prologuista, en un momento en que no se han introducido, todavía, los varios autores «que deste caso escriben» (I, 1, 37). Más adelante, en el capítulo octavo, se prepara su reaparición: tras suspenderse el combate de don Quijote con el colérico escudero vizcaíno, se introduce improvisadamente la idea de que el relato es obra de dos autores. Nunca se nos dirá quién es el segundo autor, nacido de la voluntad de parodiar un recurso de los libros de caballerías. Pero es precisamente entonces cuando el yo del capítulo primero vuelve a tomar la palabra, para contarnos luego, en el capítulo noveno, cómo halló en Toledo la continuación de las aventuras del héroe, cómo se enteró de que esta narración, más o menos fidedigna, fue compuesta por Cide Hamete Benengeli, y cómo la hizo traducir al castellano por un morisco aljamiado. Por muy borroso que nos resulte, sus andanzas por el Alcaná, su natural inclinación a leer, «aunque sean los papeles rotos de las calles» (I, 9, 107), hacen que no se le pueda reducir a una mera persona gramatical: lo relacionamos, de manera espontánea, con la figura del manco de Lepanto.

Solo que su intervención se complementa con la primera mención de Cide Hamete, la más fascinante de las máscaras inventadas por Cervantes para disimularse y excitar así nuestra curiosidad. Si se admite la etimología propuesta por Bencheneb y Marcilly, el mismo nombre de Cide Hamete Benengeli conlleva, en sus tres segmentos, una notable carga autobiográfica: este ‘señor’ (Cide) ‘que más alaba al Señor’ (Hamete) no sería, a despecho de Sancho, moro aberenjenado, sino, paradójicamente, Ben-engeli; es decir ‘hijo del Evangelio’ y no del Alcorán, y, como tal, cristiano. De ahí el que Cide Hamete venga a reclamar para sí la responsabilidad exclusiva de la narración. Pero las circunstancias de su introducción, su marginación con respecto al relato, así como el juego de encajes al que da lugar, bastan para evidenciar, desde el principio, todo lo que separa a nuestro moro de un narrador omnisciente.

Así se entiende mejor cómo, en esta proliferación de voces narrativas, se expande y diluye a la vez el autobiografismo del Quijote: un autobiografismo disperso, fragmentado, que se descubre al lector en el fluir de la narración, detrás de unas alusiones no siempre fáciles de entender y apreciar como se deben. Requieren, eso sí, la mirada atenta de un conocedor de la época, pero siempre con el riesgo de referirlas preferentemente a unas experiencias singulares, concediéndoles otro valor del que tienen en realidad. Pongamos por caso la boca sin muelas de don Quijote, consecuencia de la aventura de los carneros: ¿será lícito ver en ella una réplica de otra boca monda y desnuda, la del propio Cervantes, tal como se describe en el prólogo a las Novelas ejemplares2? Asimilación, por cierto, peligrosa.

En una conexión menos azarosa, otras ocurrencias, esparcidas a lo largo de las dos partes de la novela, remiten, de forma más bien velada, a la gravitación del escritor, a su vida privada, a su formación intelectual o a los varios ambientes que llegó a conocer. Esta contaminación del relato por el vivir cervantino puede observarse, a veces, en dichos que son reveladores, con toda probabilidad, de una actitud personal no siempre de abierta disconformidad, pero sí, al menos, de marcada reserva frente al tono medio de la España filipina. Suele citarse, entre numerosos ejemplos, una conocida frase de Sancho, a veces aducida en el debate sobre la supuesta «raza» de Cervantes: «Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener» (II, 20, 799). También cabe mencionar, más allá de su posible relación con tal o cual fuente, oral o escrita, varias sentencias de don Quijote sobre la virtud, que «vale por sí sola lo que la sangre no vale» (II, 42, 971), o sobre si el juez ha de ser riguroso o compasivo (II, 42, 971). Pero en esta reconstrucción problemática de una visión cervantina del mundo —por no decir de un «pensamiento»— hay que andar, por cierto, con pies de plomo. La defensa que hace don Quijote de la justicia en sí, a la hora de poner a los galeotes en libertad, puede leerse a la luz de los abusos cometidos en esta materia por los poderes públicos, indiferentes a la discordancia entre delitos y penas. Pero el campeón de esta justicia ideal sigue siendo un inadaptado: lo atestigua el que pida a los forzados, en señal de agradecimiento, que vayan a presentarse ante Dulcinea cargados de sus cadenas. Mientras el ingenioso hidalgo queda atrapado en este absurdo, Cervantes se nos desliza. Tampoco debe engañarnos el elogio de la libertad que se pone en boca del caballero: para entenderla en su cabal sentido, conviene relacionarla con su contrario —el cautiverio— con el cual forma díptico aquí (II, 58). Dicho de otro modo, no hay que tomar estas oraciones al pie de la letra, ni separarlas de sus respectivas contextualizaciones, sino tener en cuenta la polifonía que las va diseminando entre don Quijote, Sancho, el cura Pero Pérez, Sansón Carrasco o Cide Hamete: uno de los muchos recursos aprovechados por Cervantes en la construcción de un relato que iba a abrir un nuevo camino en la historia de la prosa novelesca.



El rostro del escritor

Este autobiografismo decantado por un propósito artístico, una constante voluntad de estilo, viene a cobrar nuevo interés en cuanto nos descubre la otra cara del manco de Lepanto: ya no el cautivo de los baños argelinos, protagonista de un episodio concluso y rememorado por un alter ego de papel, sino el «raro inventor» que se insinúa en su propia creación, en una reconstrucción que llega a confundirse con el mismo proceso narrativo. Aquel Cervantes creador, que asomó por primera vez en el prólogo a la Primera parte, reaparece en el capítulo sexto de la misma, aprovechando el forzoso descanso de don Quijote al volver de su primera salida. El motivo de su intromisión no es otro que el famoso escrutinio de la biblioteca del hidalgo. Un escrutinio en el cual, dicho sea con perdón de don Miguel de Unamuno, no solo se trata de libros, sino también de vida, ya que en las lecturas de don Quijote y en los juicios críticos que estas merecen, algo se trasluce de las preferencias estéticas del escritor.

Entre los libros examinados figura La Galatea, cuya presencia en la biblioteca suscita, por boca del cura, la conmovida rememoración del autor:

Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete: quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega (I, 6, 86).

En el momento en que escribe esta frase, Cervantes está a punto de corresponder a la espera del cura: no con la segunda parte de su Galatea, nunca publicada, aunque sí prometida hasta en la dedicatoria del Persiles, sino con otra obra que alcanzaría «del todo» algo más que la «misericordia» que se negó a su primera novela. Pero no por eso va a convertirse en mero plumífero. Aun cuando nos descubra su interés por las cuestiones de poética —lo ha aclarado Edward C. Riley en un libro fundamental—, nunca lo hace con el dogmatismo del preceptista. Su meditación sobre las formas y los fines de la literatura, diseminada entre sus portavoces, en los capítulos 47 a 50 de la Primera parte, desarrolla dialécticamente el debate entre teoría y praxis novelesca, en el contraste de pareceres al que da lugar la crítica de los libros de caballerías. Y en cuanto a la condena de las comedias al uso, expresada conjuntamente por el canónigo y el cura, no solo se articula con el recuerdo nostálgico del «arte antiguo», cultivado en otros tiempos por el autor de La Numancia; también traduce el rencor experimentado ante el triunfo de un rival más joven y más afortunado: aquel Fénix de los Ingenios que quiso «acomodarse al gusto de los representantes» adaptándose a las exigencias férreas de una producción masiva y convirtiendo el teatro en «mercadería vendible».

En junio de 1605, a los pocos meses de publicarse la Primera parte del Quijote, Andrea de Cervantes, comprometida a pesar suyo en la muerte de un joven calavera, Gaspar de Ezpeleta, depone ante el juez Villarroel. Traza entonces un alusivo perfil de su hermano: «un hombre que escribe e trata negocios, e por su buena habilidad tiene amigos». Menos confidencial, por cierto, y harto distinto es el retrato que, siete años más tarde, el escritor nos ofrece de sí mismo, en el prólogo a sus Novelas ejemplares:

Este digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha… Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo… (Pról.f. 4).

Aquí, con trazo vigoroso, fija las pocas imágenes que, todavía hoy, lo designan en la memoria colectiva: el combatiente de Lepanto, el cautivo de Argel, el autor del Quijote. Esta última estampa, que vimos surgir con motivo del escrutinio, es la que campea en las obras consecutivas al éxito de la Primera parte, aquellas que salen a la luz durante los diez años que median entre este éxito y la muerte del «raro inventor». Diez años que transcurren en Madrid, después del regreso de la corte, durante los cuales Cervantes se reintegra al mundo de las letras. Entonces asiste con Lope de Vega a la Academia Selvaje, a la vez que ingresa, por motivos que no debieron de ser exclusivamente religiosos, en la Hermandad de los Esclavos del Santísimo Sacramento y en la Orden Terciaria Franciscana. Entonces empieza su período más fecundo, hasta tal punto que, para nosotros, su vivir acaba confundiéndose con su quehacer literario. En 1613 se editan las Novelas; al año siguiente el Viaje del Parnaso, sarta de alabanzas de poetas amigos, engastada en una odisea imaginaria cuyo alegorismo se compagina —otra vez— con un fino sentido autobiográfico; en 1615 las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, dados a la imprenta tras padecer la indiferencia de empresarios y cómicos; en 1616 se redactan los últimos capítulos de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, «historia septentrional» con tono y traza de novela bizantina, concluida cuando el que la compuso tenía ya «el pie en el estribo» de la muerte, y que se publicará como libro póstumo. Pero, un año antes, había salido a la luz la Segunda parte del Quijote, donde el yo cervantino, mal disimulado detrás de sus dobles, se deja de nuevo captar.

La reaparición de este yo, en el prólogo de 1615, no se produce en circunstancias idénticas a las que originaron el exordio de la Primera parte. Cervantes, esta vez, no tiene por qué asumir ante los lectores la novedad de su empresa. En cambio, sí la reivindica frente a un nuevo interlocutor: el misterioso Avellaneda que, un año antes, había publicado una segunda parte espuria, conocida hoy como el Quijote apócrifo. Por cierto, no faltaban antecedentes: sin remontarnos a La Celestina, el Lazarillo de Tormes había suscitado toda una descendencia, en tanto que Gaspar Gil Polo prolongaba La Diana de Montemayor con una Diana enamorada que no es indigna del modelo. En años más recientes, Mateo Luján había dado a luz una Segunda parte del Guzmán de Alfarache, mientras Mateo Alemán trabajaba todavía en la suya. Pero Avellaneda, amén de esconderse detrás de una máscara, había acumulado calumnias y afrentas para su predecesor. En un prólogo «menos cacareado y agresor de sus lectores» —según él— que el de la Primera parte, disparaba sin piedad los ataques ad hominem, burlándose de los achaques de su víctima, acusándole de tener «más lengua que manos» y concluyendo con esta agria advertencia: «Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus Novelas: no nos canse» (Avellaneda, Don Quijote de la Mancha, Pról.).

No vamos a detenernos en este triste episodio. Pero sí recalcar el tono inconfundible de la respuesta, en un ajuste de cuentas del que brota el prólogo de 1615. Sabe Cervantes con qué impaciencia la está esperando el «lector ilustre o quier plebeyo», con quien mantiene un trato preferente. Ahora bien, mejor le conviene burlar esta esperanza:

Pues en verdad que no te he de dar este contento, que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya (II, Pról., 617).

¿Supo Cervantes quién se ocultaba tras el nombre de Avellaneda? Si hemos de creer a Martín de Riquer, este no sería sino Jerónimo de Pasamonte, el soldado-escritor que, diez años antes, le inspiró el personaje del galeote Ginés. Pero aquí poco le importa ese oscuro compañero de milicia al que solo reprocha expresamente una cosa, sus insultos personales:

Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo … o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la estimación de los que saben dónde se cobraron: que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga (II, Pról., 617).

Aquí es donde la creación literaria se resorbe en la experiencia viva: la indignación del prologuista acaba por subvertir el discurso prologal. La respuesta no carece de garbo; pero respira, más que nada, la melancolía del superviviente de un tiempo caducado.

Enmarcado por dos textos de notable sabor autobiográfico —por un lado, la aprobación del licenciado Márquez Torres, donde se inserta una anécdota protagonizada por Miguel (y, posiblemente, dictada por él); y, por otro lado, la irónica dedicatoria al conde de Lemos—, el prólogo al segundo Quijote acaba devolviendo a Avellaneda a su oscuridad. En cuanto a la continuación espuria, Cervantes va a incorporarla a su modo en su propia obra. Examinar esta mise en abîme nos apartaría de nuestro cometido. Pero, al contemplar a don Quijote con el falso Quijote entre manos, poniéndose a hojearlo «sin responder palabra» (II, 59, 1112), ¿cómo no pensar en su padre o padrastro quien, en la misma circunstancia, tuvo tal vez idéntica reacción?



Los disfraces del «raro inventor»

Pero no nos equivoquemos: la contaminación del relato por el vivir y el crear cervantinos no se encierra en los moldes de esta polémica, convertida, hoy en día, en pasto de eruditos. En dos momentos claves, por no decir nada de otros muchos, el «raro inventor» vuelve a asomar la oreja, aunque escondido detrás de sus portavoces. Primero, al confrontar a sus héroes con la historia de sus hazañas. Mejor dicho, con la noticia, comunicada por Sancho a su amo, de que dicha historia «andaba ya en libros … con nombre del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» (II, 2, 645). El asombro del escudero, encantado de saber, por el bachiller Sansón Carrasco, que sus hechos están imbricados con los de su señor, corre parejas con la inquietud del caballero, a quien el mismo Sansón revela que la epopeya ideal de sus hazañas no es más que una crónica, compuesta por un moro mentiroso y traducida al «vulgar castellano, para universal entretenimiento de las gentes» (II, 3, 647). El «ridículo razonamiento» —divertido coloquio— que, sobre el particular, reúne a los tres interlocutores es, por cierto, un hábil recurso literario: a través de su vaivén entre el perfil con que soñaba y el que le es impuesto, el ingenioso hidalgo afirma con pertinacia su independencia, reivindicando obstinadamente la imagen que quiere dejar de sí mismo. Pero también Cervantes se vale de este recurso, haciéndose eco de los juicios emitidos sobre el Quijote de 1605: disimulado detrás de sus tres portavoces, les da alternadamente la palabra, sin acreditar a ninguno como depositario de su propia opinión. Este procedimiento, entre otras consecuencias, le permite dar cuenta del éxito de su libro sin pecar de presumido. Primero, encarga al bachiller que mencione, con tonillo de burla, los doce mil ejemplares que, «el día de hoy», andan ya impresos, llegando a profetizar, en una paradójica premonición, «que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga» (II, 3, 648). Más adelante, hace que el mismo don Quijote venga a comunicar la noticia a don Diego de Miranda, acrecentando la cifra y anticipando el acontecimiento, en un alarde de ingenua vanagloria:

Por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas, he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo: treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia (II, 16, 752-753).

Otra de las máscaras elegidas por el yo cervantino es, por supuesto, Cide Hamete Benengeli. Desde la perspectiva que nos corresponde, tan solo queremos aludir, aquí, a su intervención más significativa, cuando, al principio del capítulo 44 de la Segunda parte, el «moro mentiroso» vuelve a abordar la cuestión de las novelas interpoladas, planteada inicialmente por Sansón Carrasco. Parece ser que la presencia de estos cuentos en el primer Quijote, si no dio lugar a una polémica, al menos suscitó opiniones contrarias, referidas aquí de modo explícito:

Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar extenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir deste inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse (II, 44, 979-980).

Como se echa de ver, la referencia despectiva a la «historia … de don Quijote» es casi la misma que hemos encontrado en el prólogo a la Primera parte. Pero el yo del prólogo se sustituye aquí por todo un juego de encajes: mediante un doble giro impersonal —«dicen que … se lee»—, nos enteramos de una infidelidad cometida por el supuesto traductor de la historia compuesta por un supuesto Cide Hamete. Esta distancia permite a Cervantes introducir con evidente ironía el tema que le preocupa:

También pensó, como él dice, que muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían a las novelas, y pasarían por ellas o con priesa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descubierto, cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y, así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir (II, 44, 980).

Nada más ambiguo que esta aparente autocrítica. Tras recordar el procedimiento intercalador que usó en la Primera parte, reemplazado, en la Segunda, por una trabazón más íntima que supone una mayor colaboración del lector, Cervantes, con la soltura que le concede el artificio aquí elegido, desarrolla todo un proceso reflexivo que concluye con una clara autodefensa: la nueva relación establecida, en el segundo Quijote, entre fábula y episodios, no debe entenderse como corrección o enmienda; tampoco es mera concesión al gusto del público. En plena conformidad con la nueva lógica interna que rige la aventura, se impone como concertada y permanente tensión entre lo que se escribe y lo que se ha dejado de escribir.

Una manera de pacto

¿Quién será, a fin de cuentas, aquel yo al que hemos acosado, en un ímprobo esfuerzo por desalojarlo de las páginas del Quijote? No el Cervantes de carne y hueso, que muere a los pocos meses de publicar su gran libro, tras dictar en su lecho de agonía la dedicatoria del Persiles. Más bien la proyección de un individuo cuya obra, aunque exprese los deseos y los sueños del que la engendró, desborda su aventura personal al vivir con vida propia, cargándose, al correr de los siglos, con sentidos nuevos. Después de referir la muerte del ingenioso hidalgo, Cide Hamete, en una última advertencia a Avellaneda, da la palabra a su pluma; esta, entonces, se despide del lector reivindicando su bien: «Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno…» (II, 74, 1223). Prueba indiscutible, como observa José Manuel Martín Morán, de que, «tras los dos autores que hasta entonces han venido narrando las gestas de don Quijote, se esconden otros tantos desdoblamientos de un narrador incógnito que, sin gran esfuerzo por nuestra parte, podemos identificar con el propio Cervantes».

¿En qué estriba, entonces, la fascinación que ejerce, sobre nosotros, aquel narrador escondido? Probablemente en que el autobiografismo del Quijote, aun cuando no llegue a iluminar del todo un perfil perdido, nos permite, eso sí, reconocer entre miles la voz de este incógnito: una voz apta para suscitar, de entrada, nuestra complicidad, antes de fundirse en una compleja polifonía que, si bien la disfraza, la difracta y hasta la oblitera a veces, nunca la anula. Así es como esta voz establece, desde el principio, una manera de pacto que nunca se rompe ni disuelve; un pacto que no se limita a alimentar el encanto de nuestra lectura, sino que, entre otros muchos recursos, ha contribuido a sellar el acta de nacimiento de la novela moderna.



NOTA BIBLIOGRÁFICA

Los principales repertorios bibliográficos y obras de consulta dedicados a Cervantes se hallarán relacionados al principio de la bibliografía incluida en el volumen complementario de la presente edición.

1. Lo que sabemos de la vida de Cervantes es fruto de investigaciones sucesivas, realizadas desde el primer tercio del siglo xviii. Una contribución inicial, muy importante, fue la de los primeros biógrafos del manco de Lepanto: Gregorio Mayans y Siscar, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, Briga-Real, 1737; Juan Antonio Pellicer y Saforcada, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, Gabriel de Sancha, Madrid, 1800; Martín Fernández de Navarrete, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra escrita e ilustrada con varias noticias y documentos inéditos…, Imprenta Real, Madrid, 1819. Pero la aportación documental más significativa ha sido la de varios eruditos de principios de este siglo. Entre estos destacan particularmente Cristóbal Pérez Pastor, Documentos cervantinos hasta ahora inéditos, Imprenta de Fortanet, Madrid, 1899-1902, 2 vols.; Pedro Torres Lanzas, «Información de Miguel de Cervantes de lo que ha servido a S.M. y de lo que ha hecho estando captivo en Argel…», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 3.ª serie, V (1905), pp. 345-397 (reed. José Esteban, Madrid, 1981); Francisco Rodríguez Marín, Nuevos documentos cervantinos, Real Academia Española, Madrid, 1914 (incluido en sus Estudios cervantinos, Atlas, Madrid, 1947, pp. 175-350). Los documentos publicados por ellos proceden o bien de los archivos públicos (Simancas, Sevilla, Madrid) o bien de los parroquiales y notariales. Se refieren, en su mayoría, al cautiverio de Cervantes, a las comisiones que desempeñó durante su estancia en Andalucía, y a sucesos particulares de su vida externa, tales como el asunto Ezpeleta, ocurrido en Valladolid en 1605. En cambio, muy escasos son los que arrojan alguna luz sobre su carrera de escritor, por no decir nada de su personalidad. Otro tanto puede decirse del material descubierto y publicado por Luis Astrana Marín en su monumental biografía.

Lo que se echa de menos, sin la menor duda, es una presentación metódica y comentada de estos documentos. Esta fue esbozada hace ya años por James Fitzmaurice Kelly, Cervantes Saavedra. A Memoir, Oxford University Press, 1913 (obra ampliada y traducida luego al castellano: Miguel de Cervantes Saavedra. Reseña documentada de su vida, Oxford University Press, 1917). La recopilación más reciente es la que debemos a Krzysztof Sliwa, Lista e índices de los documentos cervantinos, tesis mecanografiada dirigida por Daniel Eisenberg, The Florida State University, Tallahassee, 1995; véase por el momento su nota «Perspectivas en los documentos cervantinos», Cervantes, XVII (1997), pp. 175-179.

Carecemos asimismo de una biografía crítica digna de este nombre; la mayoría de las Vidas de Cervantes son, en efecto, relatos novelados, entre los cuales el más ameno sigue siendo el de Francisco Navarro y Ledesma, El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra. Sucesos de su vida…, Imprenta Alemana, Madrid, 1905 (reed. Espasa-Calpe, Colección Austral núm. 401, Buenos Aires, 1944). La ya mencionada obra de Luis Astrana Marín, Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra, Imprenta de Reus, Madrid, 1948-1958, 7 vols., es muy discutible en su método y adolece de varios prejuicios, pero reúne una suma considerable de informaciones, a veces inéditas, y constituye por ello una referencia insustituible. Existe un índice de este libro, que se ha publicado en microfilm: Phyllis S. Emerson, Index of Astrana Marín’s «Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes», with a Chronology of Cervantes’ Life, Erasmus Press, Lexington, 1978. Es de desear que se publique en España en forma de libro. Entre las biografías posteriores que aspiran a mayor rigor, las más recientes son: Jean Canavaggio, Cervantes. En busca del perfil perdido, trad. española en Espasa-Calpe, Madrid, 1987 (ed. revisada, 1997), y Antonio Rey Hazas y Florencio Sevilla, Vida de Cervantes, Alianza, Madrid, 1995. Para un bosquejo de las cuestiones metodológicas planteadas por esta labor, nos permitimos remitir a Jean Canavaggio, «Cervantes en su vivir: ¿un arte nuevo para una nueva biografía?», Miguel de Cervantes: la invención poética de la novela moderna, en Anthropos, núm. XCVIII-XCIX (junio-agosto de 1989), pp. 41-48. Aportaciones recientes sobre la familia de Cervantes son el artículo de Krzysztof Sliwa y Daniel Eisenberg «El licenciado Juan de Cervantes, abuelo de Miguel de Cervantes Saavedra», Cervantes, XVII (1997), pp. 106-114; y el de Manuel Andrino «Luis de Molina, yerno de Cervantes», Gazeta de los notarios, 92 (agosto-septiembre de 1997), pp. 8-10.

He aquí, por otra parte, los episodios biográficos que, en los últimos treinta años, mayor interés han suscitado:

  • La actuación de Cervantes en Lepanto, el 7 de octubre de 1571 (Mario Penna, «Il “lugar del esquife”. Appunti cervantini», Annali della Facoltà di Lettere e Filosofia della Università degli Studi di Perugia, II, 1964-1965, pp. 213-288).
  • La captura de la galera Sol, en 1575, por corsarios argelinos (Juan Bautista de Avalle-Arce, «La captura de Cervantes», Boletín de la Real Academia Española, XLVIII, 1968, pp. 237-280; reed. en Nuevos deslindes cervantinos, Ariel, Barcelona, 1975, pp. 277-333).
  • El cautiverio de Cervantes en Argel, entre 1575 y 1580 (Emilio Sola y José F. de la Peña, Cervantes y la Berbería, Fondo de Cultura Económica, México-Madrid, 1995; Alberto Sánchez, «Revisión del cautiverio cervantino en Argel», Cervantes, XVII, 1997, pp. 7-24).
  • Las relaciones entre Cervantes y Lope de Vega a partir de 1604 (Nicolás Marín López, «Belardo furioso: una carta de Lope mal leída», Anales cervantinos, XII, 1973, pp. 3-37; reed. en Estudios literarios sobre el Siglo de Oro, Universidad de Granada, 1988, pp. 317-358).
  • El posible viaje de 1610 a Barcelona, con motivo de la partida del conde de Lemos a Nápoles (Martín de Riquer, Cervantes en Barcelona, Sirmio, Barcelona, 1989).
  • La identidad del misterioso Avellaneda, autor del Quijote apócrifo de 1614 (Martín de Riquer, Cervantes, Passamonte y Avellaneda, Sirmio, Barcelona, 1988).
  • La supuesta carta de Cervantes a su protector, el cardenal Sandoval y Rojas, fechada en 26 de marzo de 1616, la cual resulta ser una falsificación del siglo xix, obra probable de Adolfo de Castro (Antonio Rodríguez-Moñino, «La carta de Cervantes al cardenal Sandoval y Rojas», Nueva Revista de Filología Hispánica, XVI, 1962, pp. 81-89).

A fin de cuentas, poco se puede añadir, hoy en día, al ponderado «Estado actual de los estudios biográficos» establecido por Alberto Sánchez hace más de veinte años (en J.B. de Avalle-Arce y E.C. Riley, Suma cervantina, Tamesis, Londres, 1973, pp. 3-24) y, para decirlo con palabras de Américo Castro, todavía válidas, «la biografía de Cervantes está tan escasa de noticias como llena de sinuosidades» (Cervantes y los casticismos españoles, Alfaguara, Madrid, 1967, p. 169n).

2. Ofrecemos a continuación las fuentes bibliográficas que amplían las cuestiones tratadas en el presente capítulo. Otras se encontrarán en el listado de las obras de referencia citadas con más frecuencia en el Resumen cronológico de la vida de Cervantes que figura como apéndice a continuación de este Prólogo.

Acerca de la posibilidad de rastrear datos biográficos en las obras de Cervantes véase nuestro Cervantes, Espasa-Calpe, Madrid, 19922pp. 9-13, así como «Cervantes en su vivir: ¿un arte nuevo para una nueva biografía?», Miguel de Cervantes. La invención poética de la novela moderna, en Anthropos, núm. XCVIII-XCIX (junio-agosto de 1989), pp. 41-48.

La disconformidad de Cervantes con respecto a la técnica narrativa del Guzmán de Alfarache es analizada por Claudio Guillén en «Luis Sánchez, Ginés de Pasamonte y los inventores del género picaresco», reed. en El primer Siglo de Oro. Estudios sobre géneros y modelos, Crítica, Barcelona, 1988, pp. 197-211.

Remitimos a los estudios de Américo Castro, especialmente Cervantes y los casticismos españoles, Alfaguara, Madrid-Barcelona, 1966, para la hipótesis sobre la supuesta ascendencia conversa atribuida a Cervantes. Amén de que el autor del Quijote no adujo nunca pruebas de su limpieza de sangre, no debe excluirse que tuviera a conversos entre sus antepasados: recuérdese que Juan de Cervantes, su abuelo paterno, casó con una Torreblanca, perteneciente a una familia de médicos cordobeses. Pero otra cosa es hacer de esta ascendencia una clave explicativa de su «diferencia» y de su creación, como pretende, por ejemplo, Rosa Rossi en su controvertido Ascoltare Cervantes. Saggio biografico, Editori Riuniti, Roma, 1987 (trad. española, Cervantes. Un ensayo biográfico, Ámbito, Valladolid, 1988).

Sobre la presencia del yo cervantino en su obra, véase nuestro «Cervantes en primera persona», Journal of Hispanic Philology, II (1977), pp. 35-44 y, con mayor amplitud de miras, Michel Moner, Cervantès conteur. Écrits et paroles, Bibliothèque de la Casa de Velázquez, Madrid, 1989.

La alusión, en el prólogo de la Primera parte del Quijote, a la cárcel en la que se engendró la obra fue entendida denotativamente por Hartzenbusch, a mediados del siglo pasado, quien creyó que se ubicaba en Argamasilla de Alba y allí transportó todo el material de imprenta requerido para su edición del Quijote. Otros han propuesto identificarla con la de Castro del Río, donde Cervantes estuvo preso en 1592, o, más plausiblemente, con la Cárcel Real de Sevilla, donde permaneció varios meses en 1597-1598. Pero no debe excluirse un uso metafórico de esta palabra, acorde con la tradición cancioneril. Cualquiera que sea su significado, cabe observar que el Quijote de 1605 se dice engendrado, o sea, concebido, y no escrito, en dicha cárcel.

La apreciación de Maurice Molho acerca del prólogo de la Primera parte del Quijote se encuentra en «Texte/paratexte: Don Quichotte», en M. Moner, ed.Le livre et l’édition dans le monde hispanique (xviexxe siècles). Pratiques et discours paratextuels, Université Stendhal, Grenoble, 1992, pp. 99-100. De los estudios dedicados a los exordios que encabezan sendas partes de la novela, merece destacarse Américo Castro, «Los prólogos al Quijote», en Hacia Cervantes, Taurus, Madrid, 19673pp. 262-301, así como Mario Socrate, Prologhi al «Don Chisciotte», Marsilio, Venecia, 1974.

No nos incumbe sacar a colación los numerosos estudios dedicados a los narradores ficticios del Quijote. Baste señalar, entre las contribuciones más sugestivas, las páginas que les dedica José Manuel Martín Morán en El «Quijote» en ciernes, Dell´Orso, Turín, 1990, pp. 107-197. En relación a la etimología del nombre de Cide Hamete Benengeli, véase S. Bencheneb y Ch. Marcilly, «Qui était Cide Hamete Benengeli?», Mélanges offerts à Jean Sarrailh, Éditions Hispaniques, París, 1966, I, pp. 97-116.

En torno a la reconstrucción del ideario de Cervantes a partir de sus obras, hay que recordar la labor en 1925 de Américo Castro, quien operó, con El pensamiento de Cervantes, una manera de revolución copernicana en los estudios cervantinos. Medio siglo más tarde, en el prólogo a la nueva edición de esta obra, publicada en 1972, concedía que, «después de todo, algo se dice en ella de Cervantes y del Quijote». Pero se mostraba más que reservado ante un libro que hubiera querido rehacer, considerando que ordenaba de modo arbitrario un ideario cervantino abstracto, desprendido de la «textura literaria» de las obras aprovechadas como material de investigación (A. Castro, El pensamiento de Cervantes, Noguer, Barcelona, 1972, pp. 7-8).

La retórica de algunos discursos de don Quijote y su posible reflejo de ideas cervantinas es analizada por Anthony Close, «Don Quixote’s so phistry and wisdom», Bulletin of Hispanic Studies, LV (1978), pp. 104-111.

Entre los numerosos trabajos dedicados a la historia de Ruy Pérez de Viedma (Quijote, I, 39-41), véase, sobre su trasfondo histórico, el artículo pionero (aunque en varios aspectos discutible) de Jaime Oliver Asín, «La hija de Agi Morato en la obra de Cervantes», Boletín de la Real Academia Española, XXVII (1947-1948), pp. 245-339. Desde un enfoque más amplio, merece leerse el rico y sugestivo estudio de Francisco Márquez Villanueva, «Leandra, Zoraida y sus fuentes francoitalianas», en Personajes y temas del «Quijote», Madrid, Taurus, 1975, pp. 92-146.

Acerca de las apreciaciones de Ruy Pérez de Viedma sobre «un soldado español … tal de Saavedra» (Quijote, I, 40, 463), compañero suyo, nótense las coincidencias con el autor de la Topographía e historia general de Argel, publicada en Madrid en 1612, a nombre de Diego de Haedo, y reeditada modernamente (Bibliófilos Españoles, Madrid, 1929, 3 vols.). Esta obra fundamental ha sido recientemente atribuida, con buenos argumentos, al doctor Antonio Sosa, compañero de cautiverio del manco de Lepanto. Véase George Camamis, Estudios sobre el cautiverio en el Siglo de Oro, Gredos, Madrid, 1977; Emilio Sola, «Miguel de Cervantes, Antonio de Sosa y África», en Actas del I Encuentro de la Asociación de Cervantistas, Anthropos, Barcelona, 1990; Mohamed Mounir Salah, El Doctor Sosa y la «Topografía e Historia General de Argel», UAB, Barcelona, 1991. Posición distinta es la de Daniel Eisenberg, «Cervantes, autor de la Topografía e historia general de Argel publicada por Diego de Haedo», Cervantes, XVI (1996), pp. 32-53. El Diálogo de los mártires de Argel, incluido en la Topografía, ha sido editado a nombre del doctor Sosa por E. Sola y J. M. Parreño (Madrid, 1990). En opinión de Sosa, «del cautiverio y hazañas de Miguel de Cervantes pudiera hacerse particular historia» (f. 185 de la edición original y p. 165 del tomo III de la reedición de 1929). Ya anteriormente a este intento de atribución se había sugerido que, entre las fuentes utilizadas en la elaboración de esta obra, tal vez figurasen informes debidos a Cervantes, cuyo segundo intento de evasión se relata aquí con todo detalle. Para un balance de conjunto del papel desempeñado por Cervantes durante estos acontecimientos, véase el citado libro de E. Sola y José F. de la Peña, Cervantes y la Berbería, Fondo de Cultura Económica, México-Madrid, 1995.

La interpretación referida a los motivos, en el plano social y simbólico, por los cuales Cervantes adopta el apellido de Saavedra procede de Louis Combet, Cervantès ou les incertitudes du désir, une approche psychostructurelle de l´oeuvre de Cervantes, Presses Universitaires de Lyon, 1980, pp. 553-558. Entre los personajes de ficción cervantinos, reciben el nombre de Saavedra, además del ya mencionado «soldado español … tal de Saavedra», uno de los cautivos de El trato de Argel y el protagonista de El gallardo español.

Las aportaciones de Maxime Chevalier acerca de los motivos tradicionales en la historia del cautivo se encuentran en «El Cautivo entre cuento y novela», Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXII (1983), pp. 403-411.

La figura de Agi Morato, chauz (o ‘enviado’) del Turco, queda reflejada en las «Respuestas de Juan Pexón, Mercader de Valencia, a lo preguntado por el Duque de Gandía» (abril-mayo de 1573), Simancas E° 487, citado en Jean Canavaggio, «Agi Morato entre historia y ficción», Crítica hispánica, XI, 1-2 (1989), pp. 17-22. Véase también E. Sola y José F. de la Peña, Cervantes y la Berbería, cit.pp. 218-275.

Sobre la figura histórica de Agi Morato, véase, además del estudio citado de Maxime Chevalier, otro trabajo nuestro, «Le “vrai” visage d’Agi Morato», Hommage à Louis Urrutia, Les Langues Néo-latines, núm. CCXXXIX (1980), pp. 23-38.

La opinión de Miguel de Unamuno que matizamos en cuanto al episodio del escrutinio de la biblioteca se encuentra en Vida de Don Quijote y Sancho, ed. Alberto Sánchez, Cátedra, Madrid, 1988, p. 192.

Acerca de la poética cervantina, véase Edward C. Riley, Cervantes’ Theory of the Novel, Oxford University Press, 1962 (trad. española, Teoría de la novela en Cervantes, Taurus, Madrid, 1966).

El comentario más sugestivo de los capítulos 47 a 50 del Quijote sigue siendo el de Alban K. Forcione, en Cervantes, Aristotle and the «Persiles», Princeton University Press, 1970, pp. 91-130.

En cuanto a la implicación de Cervantes en la muerte de Gaspar Gómez de Ezpeleta, véase nuestro Cervantes, pp. 249-254. Se conservan las declaraciones tomadas por el juez en el manuscrito núm. 1 de la colección de la Real Academia Española, publicado por Ramón León Máinez e incluido más tarde por Cristóbal Pérez Pastor en sus Documentos cervantinos hasta ahora inéditos, Madrid, Fortanet, 1897, II, pp. 454-537. Véase el resumen que da Luis Astrana Marín de este documento en su Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra, Instituto Editorial Reus, Madrid, VI, 1.°, 1956, pp. 93-105. Herido de muerte a las puertas de la casa del escritor, el 27 de junio de 1605, a consecuencia de una expedición amorosa nocturna, Gaspar de Ezpeleta fue transportado a ella y expiró a los dos días. En el proceso incoado a raíz de este misterioso asunto, quedó Cervantes implicado con los suyos, viniendo sus hermanas y su hija a ser blanco de malintencionadas declaraciones. Véase Jean Canavaggio, «Nueva aproximación al proceso Ezpeleta», Actas del Homenaje de los Cervantistas a José María Casasayas, Argamasilla de Alba, noviembre de 1995; también en Cervantes, XVII (1997), pp. 25-45.

En relación a la combinación de alegoría y autobiografismo en el Viaje del Parnaso, véase Jean Canavaggio, «La dimensión autobiográfica del Viaje del Parnaso», en Cervantes, I (1981), pp. 29-41.

Las apreciaciones de José Manuel Martín Morán acerca de los desdoblamientos del narrador identificables con el propio Cervantes se encuentran en El Quijote en ciernes, Dell’Orso, Turín, 1990, p. 167.