La España del Quijote

La España del Quijote

Por Antonio Domínguez Ortiz

El descrédito de un concepto meramente político de la historia ha multiplicado los apelativos y las divisiones basadas en referencias culturales («el siglo del Barroco», «la España de la Ilustración», etc.). Por ello se habla hoy corrientemente de «la España del Quijote», título adoptado, entre otras obras dedicadas a la cultura de nuestro Siglo de Oro, por los dos volúmenes de la gran historia de España que patrocinó Menéndez Pidal. La España del Quijote y la España de Cervantes son expresiones sustancialmente idénticas, pues si bien la composición de la inmortal novela coincide con la década final de la vida del escritor, no es menos cierto que en ella vertió las experiencias de toda una vida. El Quijote apareció a comienzos del siglo xvii, durante el reinando Felipe III, pero Cervantes fue un hombre del xvi: su «circunstancia» fue la España de Felipe II, aunque viviera lo suficiente para contemplar el tránsito de un siglo a otro, de un reinado a otro, con todos los cambios que comportaba ese tránsito. Decir que los años situados a caballo del 1600 fueron de transición parece una banalidad; en el curso de la historia todas las épocas son de transición, porque el devenir humano es una mezcla de continuidad y cambio; pero hay épocas en las que las transformaciones se aceleran y los contemporáneos experimentan la sensación de cambio, ya sea para bien, como lo percibió Feijoo al pisar, ya anciano, los umbrales del reinado de Fernando VI, ya para mal, y entonces surge la nostalgia del «viejo buen tiempo».

Ambos sentimientos se mezclaban en el sentir de los españoles en aquellas fechas; en 1598, al recibirse la nueva del fallecimiento del solitario del Escorial, España experimentó la sensación de alivio de toda persona liberada de una tensión insoportable; las suntuosas exequias, las ampulosas oraciones fúnebres no podían desvanecer los sentimientos penosos que se habían acumulado en los últimos años del reinado del viejo monarca: las guerras incesantes, las demandas de hombres y dinero, el carácter poco accesible de un soberano que dirigía el mundo más bien a través de papeles que de contactos humanos habían engendrado en Castilla un temor reverencial y un mal solapado disgusto entre sus súbditos, que, al conocer su desaparición, se sintieron a la vez apesadumbrados y ligeros, como los escolares tras la ausencia del severo dómine. Por desgracia, el caudal de confianza que se otorgaba a cada nuevo soberano se agotó pronto, al comprobar la inoperancia del tercer Felipe, su total entrega a don Francisco Gómez de Sandoval, marqués de Denia, pronto decorado con el título de duque de Lerma, la inmoralidad y avidez del favorito y de la cohorte de familiares y amigos que lo acompañaba. Y si estas eran las encontradas sensaciones de la generalidad del pueblo, más críticos aun eran los miembros de la alta administración imperial (generales, embajadores, consejeros de Estado), que temían que la nueva política internacional, tachada de pacifista y abandonista resultara fatal para el prestigio del mayor imperio del mundo, prestigio conquistado al precio de tantos sacrificios.

Estos temores eran exagerados. El nuevo equipo gobernante se hizo cargo de la necesidad de aliviar el peso que soportaba España, en especial Castilla; circunstancias favorables, como la desaparición de Isabel de Inglaterra y de Enrique IV de Francia, y la coincidencia con un equipo gobernante en Holanda inclinado también a una paz o, al menos, a una tregua (firmada en 1609) dieron la impresión de que iba a cesar el estrépito de las armas. Los hechos demostraron que, en el fondo, la política del gabinete de Madrid permanecía inmutable. Quería la paz, pero no a cualquier precio; no al precio del triunfo del protestantismo sobre el catolicismo y la humillación de la casa de Austria; por eso, cuando la rama austríaca de los Habsburgo se vio acosada, el hermano mayor, o sea, la rama española, entró con todo su poder, con el oro de América y los soldados de los tercios, nuevamente en liza.

En lo sustancial, pues, no hubo cambio en la política de España. Pero ¿qué era España? Hay palabras que usamos continuamente y que nos ponen en un aprieto si tratamos de definirlas. ¿Era entonces España una nación, un estado, un ámbito cultural o meramente una evocación de la antigua Hispania, sin contenido sustancial? Las controversias nacionalistas de hoy han agudizado el problema; se cuestiona que los Reyes Católicos fundaran un verdadero Estado, que los habitantes de la Península se sintieran solidarios, miembros de una entidad superior a la de su pueblo, comarca o región y, aunque en estas afirmaciones hay mucho de exageración y prejuicio, no puede negarse que el concepto España estaba entonces lleno de ambigüedad. De un lado, lo desbordaba una entidad más vasta, el Imperio, o, como entonces se decía, la Monarquía; de otro, se descomponía en una serie de unidades diversas y mal engarzadas: Castilla de una parte y los reinos integrantes de la Corona de Aragón de otra tenían sus leyes, instituciones, monedas, fronteras aduaneras, como también las tenía Navarra y, a mayor abundamiento, Portugal, reunido en 1580 a este vasto conglomerado. Y dentro de cada una de estas partes, la autoridad real tenía más o menos fuerza, mayores o menores atribuciones. Especialísima era la situación de Canarias y más aun la de las tres provincias vascongadas, a pesar de que en muchos aspectos se consideraban incluidas dentro de la Corona de Castilla.

No era esta una situación peculiar de España. En su póstuma e inacabada historia de Francia, Braudel ha hecho notar lo mismo respecto a la Francia del Antiguo Régimen, con no pocas resonancias y supervivencias en la Francia actual, que tan largo tiempo se ha tenido como modelo de homogeneidad. Esas variedades, esas ambigüedades, esa herencia de un pasado medieval, que aún tenía mucha vigencia, exigía de los gobernantes un conocimiento muy detallado de las peculiaridades de cada reino, de cada provincia, y un tacto exquisito para no herir susceptibilidades, porque el privilegio no era la excepción sino la norma. Es poco exacto dividir la España del siglo xvi en países forales y no forales, porque fueros y privilegios tenían todos. La diferencia consistía en que en unos se trataba de una realidad viva, con la que había que contar, mientras que en Castilla, después del fracaso de las Comunidades, la balanza del poder se había desequilibrado de modo irreversible en favor del poder real y, entonces, la solemne jura de los privilegios de una ciudad de un reino, como hizo Felipe II al entrar en Sevilla el año 1570, era una mera ceremonia que no le comprometía a nada, mientras que la jura de los fueros de Aragón sí tenía un hondo significado; tan hondo y tan anclado en el corazón de los aragoneses que, aún después de los gravísimos sucesos de 1591, el monarca solo se atrevió a introducir leves modificaciones en un sistema ya totalmente anquilosado.

La diversidad de los pueblos que componían España se manifestaba también de modo espontáneo en las naciones o bandos que se formaban en las universidades, en los colegios, en ciertas órdenes religiosas y que no eran formaciones sólidas, institucionales, sino agrupaciones ocasionales que delataban afinidades y preferencias; así ocurría que con la nación vasca se agrupaban otras gentes del norte, y con la andaluza, los extremeños y murcianos, y en los castellanos puros se decantaban a veces los manchegos de un lado y los campesinos, o sea, los de la Tierra de Campos, por otro. No llegaron estos bandos a tener la virulencia que en América tuvieron las divisiones entre peninsulares y criollos, que preocuparon seriamente a las autoridades de las órdenes religiosas y obligaron a establecer la alternativa, o sea, un turno en la provisión de cargos; algo de eso hubo aquí en los capítulos benedictinos, mas, por lo regular, las peleas de las naciones, como en la Universidad de Salamanca, solo traducían afinidades innatas sin contenido político. El caso de los portugueses es distinto: no tuvieron reparo en usar ampliamente el castellano y en llamarse españoles mientras España fue concebida como un ámbito cultural (en el sentido amplio, antropológico, de esta palabra). Pero al transformarse, en 1580, en una entidad política, este sentimiento de pertenencia, de integración, fue sustituido por un rechazo total, expresado con más violencia en las clases populares que en las altas, y más en el bajo y medio clero que en las altas jerarquías.

Es fácil distinguir las raíces históricas de esta diversidad de planteamientos: cuando la gran crisis del siglo xvii puso a prueba el entramado íntimo de la Monarquía, aquellas regiones con un pasado aún vivo de autogobierno reaccionaron de forma muy distinta a aquellas otras englobadas en el complejo castellano; es lógico que no fuera igual el comportamiento de Andalucía, que tenía una acusada personalidad cultural pero nunca fue una entidad política como Navarra o Cataluña. Ahora bien: mientras Portugal rechazó la integración plena, en las demás partes de aquel conjunto sí fue posible la integración gracias a la herencia medieval de las fidelidades múltiples, tan alejadas de los nacionalismos excluyentes, y que hacía posible que una persona conjugara un apego intenso a su pueblo, a su patria chica (era muy intenso el patriotismo local), con el sentimiento de pertenecer a una región, a una nación, a un imperio y, por encima de todo, al orbe cristiano. La verdadera frontera, más bien un foso profundo, era la que separaba esta comunidad cristiana del Islam y de la infidelidad.

Dentro de la Cristiandad, la multiplicidad de fronteras estaba atenuada por ese sentimiento de pertenecer a una patria común; sentimiento quebrantado por la disidencia religiosa que marcó un hito en las relaciones de los pueblos europeos. Razones religiosas, políticas y humanas se mezclaban en dosis variables en los sentimientos de los viajeros extranjeros en España y en los españoles, tan numerosos, que salían fuera del recinto de su patria. Al alejarse de España, aquellas diferencias regionales se difuminaban; el viajero no se declaraba extremeño o aragonés, sino español. Percibía en los países extraños una gradación, unas sensaciones diversas de alejamiento o cercanía: el país más cercano, Italia, por razones evidentes. Cervantes, como tantos de sus compatriotas, se sentía allí como en su casa. Sus elogios a las ciudades italianas revelan el afecto de quien habla de cosa propia. ¡Qué diferencia con aquella Berbería, tan cercana y tan lejana! No se puede comprender bien la España renacentista ni barroca sin tener en cuenta estos influjos italianizantes que se infiltraban en la vida española por mil caminos y de mil maneras.

Más notable es la fidelidad a la Monarquía hispana de países muy diversos del nuestro, como Flandes y el Franco Condado. Fidelidad al Príncipe-Símbolo, a una entidad supranacional en la que cabían muchas personalidades nacionales bajo la égida de un Poder moderador, de un árbitro imparcial al que se denominaba Rey de España sin desmenuzar la multitud de títulos jurídicos que encerraba este nombre. Los tratadistas podían polemizar sobre el alcance y significado de esa titularidad; el pueblo sabía de qué se trataba. Y porque en esta fase aún incompleta del Estado era la Monarquía la figura jurídica que lo representaba y el motor de aquel múltiple organismo es por lo que el carácter personal de los reyes tuvo tanta importancia. De un reinado a otro las leyes cambiaban poco, pero su aplicación cambiaba mucho; de ahí que una división de la historia moderna de España por reinados, aunque tenga cierto olor rancio, a conceptos pasados de moda, no deja de tener efectividad. El talante personal de Felipe II dejó una profunda huella; por ejemplo, él fue responsable del ensoberbecimiento del tribunal de la Inquisición hasta límites increíbles; los gobernantes del siglo xvii tuvieron que aplicarse, con paciencia, a limar las garras de aquel monstruo que se había hecho temible no solo a los herejes, sino a todos los organismos e instituciones.



Unidad y variedad eran también las características de la sociedad española de la época. Ciertamente, el panorama social de Galicia tenía numerosas peculiaridades, aún más acentuadas en el caso de Vasconia. En los países de la Corona de Aragón los gremios tenían un vigor institucional del que carecían los castellanos, y había un estrato situado a medio camino entre la nobleza y la burguesía comerciante, los ciutadans honrats, que no tenía equivalente en otros países peninsulares. El clero patrimonial, con visos de mayorazgos sacerdotales, estaba mucho más arraigado en el norte que en el sur, y así podríamos ir señalando una serie de diferencias, no incompatibles, sin embargo, con una sustancial unidad. Unidad basada en la herencia ideológica del Medioevo y reforzada por el interés de sus beneficiarios para que no se alterase de forma esencial. De hecho, solo fue demolida, y no por completo, en el siglo xix.

Ese modelo de sociedad era muy simple en teoría y muy complejo en la realidad. La teoría se asentaba, como es bien conocido, en el reconocimiento de dos clases privilegiadas, la nobleza y el clero, y un tercer estado que solía llamarse general o llano. A veces se usaban otras denominaciones, como estado de los buenos hombres pecheros, porque el distintivo común de los privilegiados, aparte de otras preeminencias, era no pagar pechos, o sea, impuestos directos, personales, símbolo de sumisión y servidumbre. Este concepto estamental de la sociedad era, por decirlo así, el oficial y reconocido; aparece a través de toda la legislación, de la literatura jurídica, de los arbitrios, memoriales y producciones de tipo político, tan abundantes en aquella época; por ejemplo, en el llamado Gran Memorial que don Gaspar de Guzmán dirigió a Felipe IV a comienzos de su privanza, en el que, para dar una información al joven rey del pueblo que tenía que regir utiliza el esquema estamental. Y, por supuesto, aparece constantemente en la amena literatura, porque era el molde en que se configuraba la realidad social; el Quijote usa constantemente estos conceptos: nobles, plebeyos, señores, vasallos…

Las insuficiencias del esquema estamental eran, sin embargo, notorias, y de ahí que hallemos también una multitud de expresiones y conceptos para designar las solidaridades y los enfrentamientos que latían en el seno de aquella sociedad que, en teoría, parecía inmóvil, hecha de una pieza. Además de la dualidad fundamental, hombre-mujer, tema eterno, argumento y raíz de innumerables disquisiciones, hallamos también expresadas y, a veces, largamente comentadas y debatidas, otras oposiciones y conjunciones, individuo y linaje, campo y ciudad, armas y letras y, como tema recurrente —verdadero bajo continuo de aquella sinfonía inacabable—, la distinción que, en muchos aspectos, aparecía como fundamental: ricos y pobres. De esta manera, la simplicidad de la división tripartita se complicaba y el paisaje social se enriquecía con infinitos matices; riqueza relacionada con el carácter de transición que tenía la época en que se forjó el Quijote.

Confieso que tengo cierta prevención contra el concepto de transición en la historia, porque cierta escuela histórica ha abusado de él para intentar persuadirnos de que los tiempos modernos carecen de sustantividad, no son más que una transición entre el feudalismo y el capitalismo. Por fortuna, esta deformación de realidades evidentes se halla en franco retroceso, pero antes de continuar quiero hacer constar que no niego que haya épocas de transición: en el curso histórico todo es transición, porque en toda edad hay una combinación de elementos heredados y otros que van surgiendo del inagotable manantial de la creatividad humana. Pero así como en ese curso hay remansos, tramos tranquilos que pueden dar una idea engañosa de inmovilidad, hay otros turbulentos, en los que aparecen rápidos y cascadas; épocas en que los antagonismos se exacerban y pueden desembocar en situaciones críticas, revolucionarias, tomando la palabra revolución en un sentido amplio, no necesariamente violento.

La época en que vivió y escribió Cervantes sin duda fue crítica, aunque los cambios se espaciaron lo suficiente como para no dar la sensación de estar ante una época revolucionaria. Aquellos hombres se daban cuenta, por ejemplo, de que la moneda perdía valor adquisitivo; el ritmo de inflación era muy modesto; un uno o dos por ciento anual, que hoy haría las delicias de cualquier ministro de economía, pero que, por el efecto acumulativo, acababa por hacer insuficientes sueldos y dotaciones que veinte o treinta años antes se consideraban suficientes; de ahí las frecuentes peticiones de aumento de salarios, de reducciones del número de misas a que obligaba la fundación de una capellanía, de quejas de los que vivían de rentas fijas, etc. Causa importante, aunque no única, de esta inflación era la gran cantidad de plata americana que se acuñaba en las Casas de Moneda y cuya abundancia disminuía su valor; pero los contemporáneos reaccionaban como nosotros y, en vez de hablar de pérdida del valor de la moneda, se referían obsesivamente a la «carestía general».

Era este uno de los factores del choque entre dos sistemas económicos, con repercusiones de todo género, incluso morales: la economía dineraria sustituía parcialmente a la economía cerrada, con gran proporción de autoconsumo y de pagos en especie. La economía urbana era de preferencia monetaria y la rural se atenía más a los moldes tradicionales, pero hay que tener cuidado ante engañosas simplificaciones. El triunfo de don Dinero sobre los valores tradicionales era algo que estaba en la atmósfera y lo mismo se expresaba en tratados magistrales que en frases proverbiales: «Dineros son calidad»; «Dos linajes solos hay en el mundo … que son el tener y el no tener» (Quijote, II, 20, 799), etc. La misma relación entre don Quijote y Sancho expresa esta ambigüedad: Sancho aspiraba a una relación laboral, un salario, idea rechazada con indignación por don Quijote, que solo concebía entre caballero y escudero una relación vasallática, premiada con mercedes (véanse los primeros capítulos de la Segunda parte del Quijote, esenciales para el conocimiento de este y otros aspectos de la sociedad española coetánea).

Otro aspecto de la transición, cambio o ruptura, según la importancia que se dé a las transformaciones operadas en aquella época, es el relativo al significado político-institucional en gran parte como reacción a los cambios que se producían en una Europa convertida en un hervidero de pasiones. Para el conjunto europeo ya hace tiempo que se acuñó el concepto, hoy muy discutido, de Contrarreforma, identificable con el Tridentinismo. Para la evolución en el interior de España, el historiador catalán Juan Reglá introdujo el concepto de viraje filipino, que durante algún tiempo fue ampliamente adoptado. En esencia, su tesis era la siguiente: a un Carlos V moderado y ecuménico, empeñado en resolver las diferencias de la Cristiandad por medio de un concilio general, sucedió un Felipe II que, tras unos años de vacilación, dio un giro brusco hacia la incomunicación y la intolerancia, en gran medida como reacción contra la situación de la frontera pirenaica, a través de la cual se filtraban predicantes calvinistas del sur de Francia. Este viraje culminaría en 1570 con medidas entre las que Reglá destacaba tres: impermeabilización de la frontera pirenaica, rigor antimorisco que provocaría la revuelta de los granadinos y actitud intransigente frente a los flamencos, origen de las interminables guerras de Flandes.

Como se apresuraron a manifestar Ernesto Belenguer y otros historiadores, tal modo de interpretar las cosas era unilateral y limitado. El paso del irenismo carolino inicial hacia posturas más duras comenzó en cuanto el Emperador se dio cuenta de que el conflicto iniciado en Alemania no era solo religioso sino político y que amenazaba su sistema europeo y los intereses de su linaje. De ahí sus medidas de rigor y sus admoniciones a Felipe II, ya desde su retiro de Yuste, para que los brotes de luteranismo que surgían en Castilla fueran sofocados de manera implacable. Medidas que su hijo adoptó con diligencia; ya desde comienzos de su reinado hallamos un apoyo total al Santo Oficio, los grandes autos de fe de Valladolid y Sevilla, la persecución al arzobispo Carranza, los primeros índices de libros prohibidos, el famoso decreto prohibiendo estudiar en universidades extranjeras, la ratificación del estatuto de limpieza de sangre de la catedral de Toledo; pruebas de que ya antes de 1560 reinaban en España los «tiempos recios» que tanta amargura causaron a varios de los más destacados representantes de nuestra espiritualidad: Carranza, Luis de León, Teresa de Jesús, Arias Montano, los primeros jesuitas, objeto de sospechas cuando no de persecución declarada. Cervantes, por lo tanto, no presenció el tránsito; las huellas erasmianas detectables en su obra las recibió a través de una difusa tradición, no de vivencias personales. El lenguaje críptico que suele ser la respuesta a un clima intelectual enrarecido impide saber con seguridad si ciertas frases, como la famosa «con la Iglesia hemos dado, Sancho» (II, 9, 696), tenían un doble sentido o pecamos por exceso de suspicacia al atribuírselo. En todo caso, hay que hacer constar que la Inquisición solo borró en el Quijote una corta frase relativa al valor de las buenas obras y dejó indemnes párrafos de indudable sabor anticlerical, como la pintura del «religioso grave» que amonestó al caballero y al escudero por sus locuras (II, 31).

En el ámbito político-social es importante destacar también la contraposición entre los dos reinados: en el de Carlos V aún tenían los magnates suficiente fuerza e independencia para oponerse con éxito a las propuestas del emperador en las Cortes de Toledo de 1538. Frente a Felipe II aparecen totalmente sometidos; su máxima aspiración era ser admitidos en el estrecho círculo que rodeaba al monarca y formar parte de su servidumbre: organizar su casa, vestirle la camisa, servirle los platos, acompañarlo en sus cacerías, autorizar su Corte, serían las máximas aspiraciones de los hijos y nietos de quienes, no mucho tiempo antes, habían hecho temblar a los reyes. Paso decisivo en el afianzamiento de un poder real absoluto del que los Reyes Católicos habían diseñado las piezas maestras sin poder perfilar los detalles.

La contaminación de los valores estamentales por los dinerarios produjo una terminología, no oficial pero muy extendida, para designar a los que, sin tener privilegios legales, tenían una situación real de privilegio; eran los poderosos, las personas principales, casi siempre nuevos ricos, encumbrados por los tratos, por la usura, que aunque prohibida, era frecuentísima, sobre todo en el ámbito rural; eran los que especulaban con los granos, acumulándolos en las épocas de baratura y vendiéndolos en las de escasez a precios muy superiores a la tasa. Una tasa de granos esporádica en la Edad Media que en el siglo xvi se hizo general sin grandes resultados. La Corona favoreció indirectamente la ambición de estos parvenus con las ventas de cargos, de tierras, de oficios, de pueblos, títulos y señoríos. Aparentemente, el edificio estamental no se vino abajo, porque lo que pretendían estos intrusos no era derribarlo sino instalarse cómodamente en él.



Los que no tenían dinero para comprar señoríos o altos cargos y los que querían subir peldaños en la escala social por medios más honrosos utilizaban otros procedimientos que la sabiduría popular resumía en esta frase: «Iglesia, Mar o Casa Real». El ascenso por los cauces eclesiásticos era el más fácil, porque la Iglesia admitía a todos y en ella podían hacerse carreras magníficas. Antes hemos mencionado a fray Luis de Granada; este hijo de un emigrante gallego a quien la miseria obligó a buscar nueva patria en tierras andaluzas, llegó a ser, gracias a su profesión monástica, escritor cimero y figura de ámbito internacional, amigo y consejero de altos personajes, incluyendo el propio rey de España.

El segundo término, Mar, es ambiguo: lo mismo puede indicar la alta mercadería, que incluía tanto a los cargadores a Indias, en primer lugar, como a los armadores de buques, mercantes o de guerra (las naos bien construidas servían para ambas cosas) y a los altos cargos de las flotas y galeones. La gran fortuna de don Álvaro de Bazán provenía a la vez de sus hazañas navales y de sus actividades mercantiles. En el norte, muchos marinos cántabros y vascos se enriquecieron con la arriesgada profesión del corso marítimo, admitida y regulada por las leyes.

El tercer término, Casa Real, puede indicar a los que desempeñaban oficios palatinos: el mayordomo mayor, el caballerizo mayor, los gentiles hombres y otros miembros de la servidumbre regia tenían buenos sueldos y facilidades para obtener hábitos de Órdenes Militares y otras prebendas. Pero en la selección de estas personas se hilaba delgado. No era un medio para introducirse en la nobleza, sino un cauce para los que ya la disfrutaban. La verdadera vía de promoción era la del alto funcionariado: secretarios reales, magistrados, consejeros. Aquí sí podían deslizarse y trepar individuos de dudoso origen, como Antonio Pérez, como aquel Mateo Vázquez de Leca, ministro de la mayor intimidad de Felipe II, sobre cuyo origen gravitan pesadas incógnitas.

El desarrollo de la burocracia estatal estaba en todo su apogeo en la época cervantina, y en la obra del Príncipe de los Ingenios hay multitud de alusiones a esta realidad. A pesar del estruendo de las incesantes guerras, declinaba en España la vocación militar y se multiplicaban las vocaciones hacia la carrera de las letras. Nuestro Siglo de Oro provenía de una sociedad violenta, militar, fruto de unas condiciones especiales: el permanente estado de guerra en la frontera granadina, los bandos urbanos, la ausencia de una fuerza de orden público, todo se conjuraba para que cada señor tuviera necesidad de poseer una fortaleza, una armería y una hueste. Después de la pacificación interna operada por los Reyes Católicos la situación cambió de modo radical; todavía en la época de Carlos V, los tutores de sus hermanas Juana y María cuidaban de elegir como residencia lugares bien fortificados, pero con Felipe II tales precauciones estaban de más: en Castilla no se movía una mosca; los señores abandonaban sus castillos o los mantenían solo como lugares residenciales.

También fueron desapareciendo paulatinamente las milicias privadas de los señores y aquellos contingentes en paro forzoso integraron, en buena parte, las huestes que conquistaron el Nuevo Mundo y los tercios que combatieron en todos los campos de batalla de Europa. Era un medio de ganarse la vida, de enriquecerse si había suerte y también de correr mundo y vivir aventuras. Los caballeros aventureros, con frecuencia segundones de casas hidalgas que se enrolaban voluntariamente, fueron numerosos en el siglo xvi; algunos iban movidos por nobles ideales, respondiendo al tipo del «caballero andante».

Todo este mundo estaba en crisis al finalizar el siglo xvi y por eso Felipe II instituyó una Milicia General, porque la nación que fuera de sus fronteras ostentaba la primacía militar, en su propio territorio estaba casi indefensa, como lo demostró el vergonzoso episodio de la toma y saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596. Ya antes, con motivo de la sublevación de los moriscos granadinos y, en 1580, la invasión de Portugal, hubo que traer tropas profesionales de Italia. En adelante, la situación no hizo sino empeorar; la nación que había sido semillero de soldados ya apenas producía vocaciones militares; la sociedad seguía siendo violenta pero no guerrera y una de las causas que continuamente se aducían era «ser tan cortos los premios de las armas en comparación con las letras». La contienda entre las armas y las letras, que en el Quijote aparece desarrollada en dos ocasiones, era un tema clásico; ya Quintiliano, entre los ejercicios escritos que proponía a sus alumnos, incluía este: «¿A quién se debe conceder la preeminencia, a los juristas o a los militares?». Porque no hay que imaginarse que por letras se entendía la bella literatura; esta no salió nunca de la indigencia económica ni constituía una profesión. Las letras eran los estudios superiores, universitarios, centrados en el conocimiento utriusque iuris, el Derecho Canónico y el Derecho Civil. El primero abría la puerta a las prelacías, el segundo, a la Magistratura, los Tribunales, los Consejos, el gobierno de la Monarquía. Formaban los togados, los garnachas, un enorme grupo de presión, muy corporativista, con sus raíces bien afincadas en los colegios mayores. La inexistencia de una separación de poderes permitió que una casta de juristas sin especial preparación para los aspectos técnicos del gobierno llegara casi a copar los altos puestos, con gran disgusto de la clase militar, a la que se identificaba, sin mucha razón, con la clase noble. En teoría, las armas disponían de más premios que las letras, porque les pertenecían importantes corregimientos y la totalidad de los hábitos y encomiendas de las Órdenes Militares. En la práctica, la alta burocracia cobraba puntualmente sus sueldos, tenía muchas posibilidades de enriquecimiento y ascenso social y fue acaparando las prebendas de las Órdenes. Todavía en los tiempos en que escribía Cervantes no se había llegado a los abusos de la época de Olivares, cuando los hábitos se dieron a mercaderes enriquecidos y las más sustanciosas encomiendas se atribuían a los burócratas, a sus mujeres y a sus hijos. No se había llegado a tales extremos, pero ya se barruntaban. En la segunda mitad del siglo xvii, en vez de enviar tropas en apoyo de Austria, España recibía tropas austríacas para combatir en las fronteras de Portugal y Francia.

Otra dualidad digna de mención es la que se establecía entre individuo y linaje. Un consejo muy sensato da don Quijote a Sancho sobre este punto: «Jamás te pongas a disputar de linajes» (II, 43, 975). Era una obsesión general, alimentada por las informaciones de nobleza y limpieza de sangre, necesarias para obtener cargos honrosos, a veces para ingresar en una cofradía e incluso en algunos gremios. Las rencillas, las enemistades, los sobornos a que daban lugar eran conocidos y lamentados, aunque no se les pusiera remedio. Es muy clara la contradicción con la idea, muy extendida, de que el Renacimiento ensalzó las virtudes individuales, el principio de que «cada uno es hijo de sus obras» (Quijote, I, 4, 65) y no pueden serle imputables los méritos o deméritos de su parentela. Lo cierto es que en este punto, como en otros, se había producido una simbiosis de elementos de origen diverso, una síntesis en la que se fundían ideas caballerescas de raíz pagana y otras procedentes del Cristianismo medieval. Ante Dios, el hombre solo es responsable de sus obras, pero la idea de premiar o castigar a un hombre en sus descendientes «hasta la cuarta generación» también la aceptó el Cristianismo a través de la Biblia. La solidaridad familiar expresada en los bandos medievales no se disipó en la Edad Moderna, sino que tomó otras formas y el ansia innata de inmortalidad también tomó dos direcciones: la prolongación de la vida en un mundo mejor, en el paraíso, y la pervivencia a través de la fama, de la memoria de los hombres. Dos direcciones entre las que se tendieron numerosos puentes, consiguiendo fundirlas en una sola. Su representación tangible, el monumento funerario rara vez individual; por lo común, panteón familiar que recogía la cadena generacional. Los sufragios colectivos quedaban asegurados por medio de la institución de capellanías, mandas, memorias y otras instituciones que destinaban a los muertos una parte importante de la renta total de que gozaban los vivos. La devoción a las ánimas del Purgatorio, que por entonces experimentó extraordinario auge, respondía a esta misma idea de solidaridad entre la sociedad de los muertos y la de los vivos. Las disposiciones testamentarias reforzaban este sentimiento de colaboración y corresponsabilidad. La fundación del panteón escurialense, la obsesión de Felipe II por las reliquias, detalles como la real cédula de Felipe IV eximiendo de retenciones y descuentos los juros consagrados al culto de las ánimas del Purgatorio subrayan el enorme papel que en la mentalidad colectiva desempeñaron estas ideas.

Una visión global de la sociedad española resultaría incompleta sin dedicar, al menos, unas alusiones a los elementos que con ella coexistían sin fundirse, como cuerpos extraños, ya por razones étnicas, religiosas o de otro orden. El interés actual por los marginados se explica no solo por el considerable volumen de algunas de estas minorías y los conflictos a que dieron lugar, sino porque a través de ellas y del trato que recibieron es posible adentrarse en el estudio de los comportamientos y mentalidades de la sociedad dominante. Los criterios que regían la integración o exclusión de individuos y grupos no eran económicos; los pobres no eran marginados, sino un estrato muy amplio y muy respetado, con lugar propio en la Res publica Christiana. La pobreza era un valor, no un oprobio, y lo mismo los que la elegían voluntariamente que los que caían en ella por azares de la adversa fortuna tenían derecho a una solidaridad fraternal expresada en multitud de donaciones e instituciones benéficas. Eran muy dadivosos los españoles de la época y no solo los naturales sino muchos extranjeros se beneficiaban de su generosidad. Los abusos, la infinidad de falsos pobres produjo disputas (Vives, Medina, Pérez de Herrera) acerca de las medidas que sería prudente adoptar en relación con el problema de la mendicidad. Discusiones teóricas que tropezaban en la práctica con la dificultad de distinguir el inválido, el parado, el desgraciado, del truhán y del vagabundo. Había una gradación muy matizada que comenzaba con el pobre vergonzante, persona de buena familia que había caído en la indigencia y a la que había que socorrer a domicilio, de forma que no se lastimara su honor, y terminaba en el transeúnte anónimo al que no rara vez se hallaba en la calle muerto de hambre y frío una noche invernal. A los primeros dedicaban los prelados sumas importantes y trato decoroso. Los últimos solo tenían a su disposición alguna casilla a la entrada del pueblo que se decoraba con el título de hospital aunque no contuviera alimentos ni medicinas.

Tampoco deshonraba ni excluía de la comunidad la dependencia personal en sus variadas formas: señor-vasallo, amo-criado, maestro-aprendiz, etc. Formas de dependencia que no tienen equivalente exacto en la actualidad. La servidumbre no era un estigma, aunque revistiera formas que hoy nos parecen humillantes, como los castigos corporales. El lacayo Tosilos refiere a Sancho con toda naturalidad que el duque su señor había mandado que le dieran cien palos por una falta en el servicio (II, 66). La servidumbre doméstica con frecuencia generaba afecto mutuo; los rasgos de fidelidad que a veces descubren los documentos nos sorprenden; Rodríguez Marín, en su introducción a Rinconete y Cortadillo, cuenta su estupefacción ante el testamento de una pobre criada que en el preámbulo encomendaba su alma a Dios y su cuerpo a la tierra «con licencia del señor marqués mi amo». El aprendizaje tenía aspectos, detalladamente descritos en los contratos, que mezclaban rasgos familiares y laborales.



La auténtica marginación tenía aspectos muy variados. En unos casos era irremisible, en otros no. El no creyente, el no católico, estaba fuera de la comunidad; se toleraba en los extranjeros defendidos por tratados internacionales. La conversión los integraba plenamente, sin que quedaran máculas de su anterior condición. Las prostitutas podían redimirse y lavar sus culpas; pero no los homosexuales: perseguidos en la época de Cervantes con ensañamiento, no pocos acabaron en la hoguera. Tampoco el bautismo, por más sincero que fuera, restituía su honor a los musulmanes y judíos. Esa fue la tragedia de los conversos. La esclavitud también dejaba secuelas. España era entonces el único país de la Europa occidental con elevado número de esclavos; sus fuentes, la trata de negros y las luchas contra turcos y berberiscos. Eran frecuentes los casos de manumisión, pero, como ocurría en la antigua Roma, el liberto sufría limitaciones y restricciones no menos duras por el hecho de no ser legales. Había también oficios viles, que no hay que confundir con los oficios mecánicos.

Estos últimos eran todos los que necesitaban un esfuerzo físico, un trabajo manual, que llevaba aparejada cierta descalificación; por eso, aquellos artífices que tenían interés en proclamar la ingenuidad de su arte, se esforzaban por dejar bien claro que ellos ejecutaban solo la labor magistral, dejando a sus ayudantes los aspectos materiales de su tarea; los farmacéuticos tenían mancebos que pulverizaban, calentaban y mezclaban los ingredientes, los pintores se valían de su sirviente para preparar los lienzos y los colores (el caso de Juan Pareja respecto a Velázquez), etc. Pero si bien las actividades mecánicas se reputaban incompatibles con la hidalguía, no descalificaban al artesano, que tenía su puesto señalado en la escala social y en los cortejos se agrupaba tras la enseña de su gremio. En cambio, la profesión vil envilecía a quien la practicaba, por ejemplo el matarife, el pregonero, el verdugo. Los precedentes clásicos incluían en esta reprobación a cuantos se ganaban la vida divirtiendo al público, como los comediantes, aunque la práctica atenuase mucho este juicio tan severo. Fue un argumento muy usado en las polémicas sobre la licitud del teatro.

Y de los pícaros ¿qué diríamos? La picaresca no estaba legalmente definida; sus contornos eran tan vagos que resulta difícil indicar si estaba dentro de los límites tolerables o se situaba fuera del sistema admitido. Cervantes, que conocía a la perfección aquel ambiente, no lo incluyó en el Quijote, y la razón es clara: la picaresca era un fenómeno urbano, crecía en los bajos fondos de ciudades cosmopolitas, mal gobernadas, con una policía deficiente. No tenía lugar en el Quijote, cuyo escenario es puramente rural.

Estas someras pinceladas están lejos de agotar la inmensa riqueza y variedad de la sociedad hispana en torno al año 1600. A su vez, esa infinita complejidad explica el carácter susceptible, puntilloso y pleitista de hombres que querían dejar bien definido su puesto y aventajarlo lo más posible por medio de una complicada simbología en la que entraban los tratamientos, las cortesías, el vestido y otros rasgos externos.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

1. Cervantes no indicó la fecha en que su héroe realizó sus extraordinarias aventuras, pero es evidente que protagonista y autor eran contemporáneos; por lo tanto, la España del Quijote es la de finales del siglo xvi y comienzos del xvii, época de enorme densidad histórica que ha suscitado abundantes investigaciones y copiosa historiografía. Como reacción a la herencia positivista del pasado siglo que primaba la historia político-institucional, la de épocas más recientes y más inclinada al estudio de los hechos culturales y sociales sustituye con frecuencia el marco secular («el siglo xvii») o dinástico («el siglo de Luis XIV») por la referencia a una figura cultural destacada («la época de Velázquez», «de Goya», etc.). Resulta curioso comprobar que, en este aspecto, Cervantes ha sido fagocitado por su criatura, pues no se suele hablar de «la época de Cervantes», sino de «la época» o «el tiempo del Quijote». Este es el título de un artículo del hispanista Pierre Vilar, incluido luego en su volumen Crecimiento y desarrollo (Ariel, Barcelona, 1964), en el que se dice: «Ese libro eterno [el Quijote] sigue siendo un libro español de 1605 que no cobra su sentido más que en el corazón de la historia».

Seleccionar unas cuantas obras que introduzcan al lector en el ambiente de la España del Quijote es tarea harto difícil. Mencionaremos en primer lugar a los grandes comentaristas (Clemencín, Rodríguez Marín) y al biógrafo singular pero inevitable (Astrana Marín). Luego, obras de conjunto como los dos volúmenes coordinados por J.M. Jover que en el conjunto de la gran Historia de España de Menéndez Pidal llevan el título El siglo del «Quijote» (1580-1680) (Espasa-Calpe, Madrid, 1986). Contienen mucha y buena información sobre los hechos culturales y sociales. El título no es afortunado en cuanto a su delimitación temporal: más allá de 1640 España cayó en una depresión material y moral que no se corres ponde con la atmósfera del Quijote, obra de extraordinaria vitalidad y alegría.

Puesto que el ambiente del Quijote es rural, pueden constituir una útil introducción obras como Las crisis agrarias en la España Moderna de Gonzalo Anes (Taurus, Madrid, 1970) o La vida rural castellana en tiempos de Felipe II de Noël Salomon (Planeta, Barcelona, 1973), más centrada en el tiempo y en el espacio, pues se basa en las respuestas de seiscientos municipios del arzobispado de Toledo a un cuestionario muy detallado ordenado por el monarca en 1575. Más concreto aún es el libro de Jerónimo López Salazar Estructuras agrarias y sociedad rural, Instituto de Estudios Manchegos, Ciudad Real, 1986.

De mucha ayuda al lector del Quijote serán también las obras de José Antonio Maravall, de las que solo citaré dos: Utopía y contrautopía en el «Quijote» (Pico Sacro, Santiago, 1976) y La literatura picaresca desde la historia social (Taurus, Madrid, 1986), más general que su título, verdadero testamento literario de su autor. De carácter más ideológico son las varias aproximaciones de Américo Castro al Quijote y al pensamiento cervantino en general; trabajos muy afectados por la evolución de su pensamiento pero, en todo caso, con intuiciones certeras. Puntos de vista originales hay también en varias obras de Francisco Márquez Villanueva, por ejemplo, los trabajos recogidos en Personajes y temas del «Quijote» (Taurus, Madrid, 1975).

Un aspecto del Quijote que no puede soslayarse es el de la caballería, cuya máxima expresión la ostentaban los caballeros de las órdenes militares; acerca de ellas destacaremos como la mejor y más reciente obra de síntesis la de Elena Postigo, Honor y privilegio en la Corona de Castilla (Valladolid, 1988). Sobre otros temas también relacionados con la nobleza, me permito remitir a mi obra La sociedad española del siglo xvii (CSIC, Madrid, 1963, 2 vols.ed. facsímil por la Universidad de Granada, 1992), muy necesitada ya de una puesta al día.

Estas sucintas indicaciones generales pueden ampliarse en lo específicamente cervantino con el útil y sugestivo artículo de Agustín Redondo «Acercamiento al Quijote desde una perspectiva histórico-social», en Anthony Close y otros, Cervantes, Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 1995, pp. 257-293; la monografía de Javier Salazar Rincón El mundo social del «Quijote», Gredos, Madrid, 1986; y los perspicaces ensayos de Alberto Sánchez, «La sociedad española en el Quijote», Anthropos, suplemento núm. 17 (1989), pp. 267-274; Jean Canavaggio, «La España del Quijote», Ínsula, núm. 538 (octubre de 1991), pp. 7-8, y Francisco Rico, «La ejecutoria de Alonso Quijano», Homenaje a Francisco Ynduráin, Príncipe de Viana, Pamplona, 1998. Ahí se hallará a su vez la bibliografía sobre otros puntos más concretos.

2. Doy a continuación unas pocas indicaciones relativas a cuestiones de detalle rozadas en mi texto. Así, en el libro sobre Fray Luis de Granada, del Padre Álvaro Huerga (B.A.C., Madrid, 1988), hay detalles y datos impresionantes del rechazo popular a la unidad política del Estado español. No poco tuvo que padecer en aquellos años el gran prosista, que en el asunto de la sucesión al reino fue instrumento de Felipe II, y como provincial de los dominicos en Portugal tuvo que tragar muchos sapos (véase, por ejemplo, la p. 42 del libro citado).

Como hice notar en otras ocasiones, resulta simbólico que las solemnísimas honras fúnebres de Felipe II en la catedral de Sevilla resultaran interrumpidas por un conflicto de precedencia entre el Tribunal de la Inquisición y la Audiencia. De aquel sonado escándalo fue testigo Cervantes, que quizá recitó públicamente su soneto «Al túmulo de Felipe II».

Acerca de los consejos de don Gaspar de Guzmán dirigidos a Felipe IV, véase J.H. Elliott y J.F. de la Peña, Memoriales y cartas del Conde Duque de Olivares, I, Alfaguara, Madrid, 1978.

Sobre la tesis de Reglá y sus contradictores, véase mi opúsculo Notas para una periodización del reinado de Felipe II, Universidad de Valladolid, Cátedra Felipe II, núm. 4.

El relato de los orígenes del poderoso secretario de Felipe II, Mateo Vázquez Leca, parece una novela de aventuras, pero es más probable que fuera, simplemente, el fruto de los amores de un canónigo sevillano con su criada (véase A.W. Lovett, Philip II and Mateo Vázquez de Leca, Ginebra, 1977).

En cuanto a las ganancias que podían obtenerse al ejercitar las armas, recuérdese, como ilustración, que todas las ciudades donde residía guarnición debían tener corregidor de capa y espada. Como necesitaba además el asesoramiento de un letrado para juzgar las causas, resultaban más costosos. Por ello, el Consejo de Hacienda decía en 1628 que no se debía permitir que a Cáceres se le vendieran sus lugares, pues solo podría mantener un corregidor letrado, necesitándolo caballero por ser ciudad llena de nobleza y bandos (Simancas, CJH, leg. 643).