Cervantes: Pensamiento, Personalidad, Cultura

Cervantes: pensamiento, personalidad, cultura

Por Anthony Close

Son evidentes los riesgos que comporta el intento de esbozar, en pocas páginas, nada más y nada menos que una imagen de la personalidad, el pensamiento y la cultura de Miguel de Cervantes. En primer lugar, tal designio se enfrenta con el mismo tipo de tropiezos que dificultan la labor de los biógrafos de Cervantes: las numerosas etapas oscuras en su currículum, que nos impiden conocer con suficiente detalle sus estudios, lecturas y relaciones literarias; la falta de testimonios íntimos y directos de su ideario y personalidad. ¡Ojalá tuviéramos un copioso epistolario cervantino, como el dirigido por Lope de Vega al duque de Sessa, o algún tratado político o moral, como los que manaron de la pluma de Quevedo! Nuestro empeño, además, puede parecer temerario si se tiene en cuenta la idea de la ambigüedad de Cervantes como aspecto ineludible de su profundidad, convertida en tópico desde la publicación en 1925 de El pensamiento de Cervantes, de Américo Castro. En otro capítulo del presente prólogo me ocupo del impacto fundamental del citado libro sobre la crítica cervantina posterior. Las reacciones divergentes que suscitó, junto con el hecho de que la teoría literaria moderna haya puesto de moda el insistir machaconamente en lo escurridizo del yo del autor literario, no han hecho más que reforzar el tópico.

Sin embargo, si queremos comprender históricamente a Cervantes y su época, nos conviene abandonar semejantes prevenciones, pues uno y otra se habrían extrañado de nuestra actitud de perplejidad reverencial ante el Quijote y su autor. El juicio de Sansón Carrasco sobre la Primera parte es tajante al respecto: «es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran» (II, 3, 652-653). Además, en aquellos tiempos, los hombres solían dar por sentada la relación directa entre el yo de un autor (sus experiencias, opiniones, etc.) y la máscara o personalidad ficticia que asumía dentro de su obra, y no compartían los escrúpulos que hoy en día nos impiden saltar de esta a aquel. Innumerables textos del Siglo de Oro fueron compuestos, en todo o en parte, con un propósito autorrevelador: la novela pastoril en conjunto, la Vida de Marcos de Obregón de Vicente Espinel, La Dorotea de Lope de Vega… Los escritos cervantinos no deben sustraerse de la lista; Suárez de Figueroa, en un pasaje de El pasajero (1617), y pensando sin duda en la historia del capitán cautivo (Quijote, I, 39-42), ironiza incluso sobre el hábito de Cervantes de convertir sus vivencias en materia de ficción. De todas las obras cervantinas, el Quijote es la que más claramente deja constancia de haber sido compuesta con espíritu de compromiso personal: la Primera parte es un apasionado credo estético, cuyas implicaciones rebasan con mucho el marco caballeresco; la Segunda constituye un homenaje lúdico pero sentido al triunfo popular de los dos héroes, y, por extensión, a la genialidad de su concepción. Incurriríamos, pues, en un anacronismo perverso si renunciáramos a ver al hombre tras su obra, ya que está instalado de modo manifiesto dentro de ella.

Empecemos con la cultura literaria de don Miguel, tema que fue tratado por Marcelino Menéndez Pelayo en una conferencia magistral de 1905, y posteriormente por Américo Castro, Marcel Bataillon, Armando Cotarelo, Arturo Marasso, Agustín G. de Amezúa y Mayo, Edward C. Riley, Alban Forcione, Francisco Márquez Villanueva, Maxime Chevalier y, de un modo u otro, por cuantos han investigado las deudas de Cervantes con el pensamiento «ilustrado» del siglo xvi, condenado a la clandestinidad por la ortodoxia predominante. A pesar de no haber cursado estudios universitarios, circunstancia que explica el habérsele puesto en vida la etiqueta de ingenio lego (es decir, persona sin conocimiento de las lenguas y disciplinas doctas), Cervantes fue alumno destacado del Estudio de la Villa de Madrid, regentado por el maestro López de Hoyos, quien, en un libro compuesto para conmemorar la muerte y exequias de la tercera esposa de Felipe II, le califica de «nuestro caro y amado discípulo». Desconocemos el programa de estudios preuniversitarios que se impartían en esa institución o en otras escuelas a las que Cervantes asistiera antes. Pero cabría suponer que no difería mucho de la ratio studiorum de los jesuitas, cuya escuela sevillana es calurosamente elogiada en el Coloquio de los perros. El programa incluía el estudio intensivo de la gramática latina, prolongado durante años, junto al examen de autores y textos: las cartas de Cicerón, las comedias de Terencio, las églogas de Virgilio, las Epistolae ex Ponto y los Tristia de Ovidio, fragmentos de Séneca y de Salustio. El último año se dedicaba a la enseñanza de la composición latina, la poética y la retórica, basada en el De copia y De conscribendis epistolis de Erasmo, el Ars poetica de Horacio, las oraciones y las Tusculanae disputationes de Cicerón, la Retorica ad Herennium y partes de la Institutio oratoria de Quintiliano. El aprendizaje de Cervantes en las lenguas clásicas no sería desaprovechado posteriormente: se manifiesta en el sesgo académico de su teoría literaria y en su gusto por el estilo característico de los prosistas más destacados de la segunda mitad del siglo xvi, con la tendencia a reproducir la ampulosidad, sonoridad y simetría de la oratoria ciceroniana. Tal estilo es típico sobre todo de La Galatea y de la Primera parte del Quijote (discurso de las armas y las letras, de la Edad de Oro, etc.). Aunque tanto Menéndez Pelayo como Marasso adjudican a Cervantes un dominio razonable del latín, hay que añadir que también estaría familiarizado con las traducciones de los textos antiguos que más directamente influyeron sobre su obra: la Eneida, recordada con frecuencia en el Quijote y traducida por Hernández de Velasco; la Odisea y la Historia etiópica de Heliodoro, modelos del Persiles, en las traducciones, respectivamente, de Gonzalo Pérez y Fernando de Mena; las sátiras de Luciano (de las que existían numerosas versiones latinas), el Asno de oro de Apuleyo (fue muy leída la traducción de Diego López de Cortegana) y las fábulas de Esopo (cuya primera edición vernácula data de 1488), que han dejado su huella en el Coloquio de los perros.

Si pasamos de la Antigüedad al Renacimiento, se enturbia, por las razones aludidas, el panorama de la formación intelectual y literaria de nuestro autor. Destrozando la imagen de un Cervantes inconscientemente genial e intelectualmente vulgar, que había sido trazada por Menéndez Pelayo en su Historia de las ideas estéticas en España, Américo Castro, en el libro ya citado, le atribuye cualidades muy distintas: una inteligencia olímpicamente superior, un vaivén ambiguo entre la afirmación trascendental y la negación materialista, la cautelosa disimulación de su escepticismo bajo una capa de hipocresía, una profunda familiaridad con las corrientes más avanzadas e ilustradas del humanismo europeo. Con estos materiales, según Castro, Cervantes forja un sistema ético que, plasmado en forma novelesca más bien que teórica, rivaliza en belleza y originalidad con el de Montaigne y demuestra el mismo sesgo racionalista y secular. Los elementos constitutivos del sistema se hallan tanto en los escritos menores como en los mayores y conforman un mosaico coherente e inteligentemente pensado. El cervantismo posterior a 1925, embelesado por esa visión audaz e innovadora del pensamiento cervantino y atraído por la manera en que se anticipaba al relativismo, agnosticismo y liberalismo del siglo xx, aceptó, y sigue aceptando, algunas de las tesis principales de Castro; fundamentalmente, las relativas al perspectivismo de Cervantes y a su hábito de reflexión crítica y consciente sobre todos los aspectos de su arte. No obstante, ha rechazado la tendencia a convertirle en precursor del racionalismo europeo del siglo xvii, con la consiguiente secularización y ampliación inverosímil de sus horizontes intelectuales.

Hasta fechas relativamente recientes, los estudios que han seguido los derroteros de El pensamiento de Cervantes, intentando vincular el ideario cervantino con tradiciones contrarias a las de la España postridentina, se han centrado sobre todo en la herencia intelectual y espiritual de Erasmo de Rotterdam (1469?-1536), es decir, en la aspiración a armonizar el cristianismo con los estudios humanísticos y el Sermón de la Montaña con la moral socrática y estoica, para llevar a cabo de acuerdo con estos ideales una reforma radical de la vida cristiana en todas sus esferas: eclesiástica, política, laica, pedagógica. Los conocidos ataques satíricos de Erasmo al materialismo de la Iglesia de Roma y a su obsesión por el simbolismo externo del culto fueron aspectos integrantes de este programa. Los aludidos estudios incluyen los trabajos de Marcel Bataillon, Francisco Márquez Villanueva y Alban Forcione. Todos estos críticos, a pesar de su admiración declarada por El pensamiento de Cervantes, reaccionan en parte contra él esforzándose por ofrecer versiones más matizadas y precisas de las deudas intelectuales y literarias de Cervantes o bien por reducir su inconformismo a dimensiones proporcionadas al contexto ideológico circundante.

Con todo, incluso esas aplicaciones moderadas de las lecciones de Castro incurren en interpretaciones que pecan por exceso de sutileza. Ello se debe a que en el Siglo de Oro español estaba rigurosamente censurado todo lo que suponía una amenaza para los ritos, dogmas e instituciones de la Iglesia católica y, además, los residuos de pensamiento erasmista que pueden tal vez hallarse en los escritos de Cervantes y sus coetáneos cobran un sentido muy distinto al que tenían medio siglo antes por estar encuadrados en un contexto ideológico postridentino. Acaso por estos motivos la tendencia a liberalizar el pensamiento cervantino ha tomado en años recientes, aproximadamente desde 1980, caminos distintos: los críticos han abandonado la cantera erasmista, quizá agotada, para explotar otras, incluidas las teorías de Bajtin sobre el diálogo novelístico, su naturaleza polifónica y su relación con el espíritu subversivo del mundo al revés carnavalesco.



Con las observaciones anteriores, no tengo el propósito de hacer de Cervantes un pacato partidario de la Contrarreforma, ni dar a entender que aceptase sin reservas el régimen político de la época en que le tocó vivir. Mi objetivo es, sencillamente, sugerirle al lector que la grandeza esencial de Cervantes —su tolerancia y humanidad, su capacidad para cuestionar nuestras certezas e identificar rasgos perennes de la psicología humana, su incomparable estilo— no quedaría explicada en el fondo, ni a mi entender aumentaría en un ápice, si de repente descubriéramos milagrosamente que tenía ascendencia judía, aborrecía el régimen de Lerma y el Santo Oficio y poseía una biblioteca atestada de ediciones de Erasmo, Montaigne, Giordano Bruno, Pomponazzi, etc. Creer lo contrario es en cierta medida repetir el error de los críticos esotéricos del siglo xix, como Díaz de Benjumea, que presentaban a Cervantes como precursor del republicanismo librepensador.

¿Cuáles eran, pues, las lecturas de Cervantes? Con la cautela que exige cuestión tan controvertida, ofreceré una lista de sus libros de cabecera o de los que ayudaron de manera decisiva a moldear su pensamiento y arte: toda la lírica española, desde la época de los cancioneros hasta comienzos del siglo xvii, con Garcilaso de la Vega a la cabeza; varios líricos italianos, como Petrarca, Bembo, Tansillo, a quienes cita en sus obras; La Celestina (1499) de Fernando de Rojas y sus imitaciones; el Lazarillo de Tormes (1554); el Guzmán de Alfarache (1599, 1604) de Mateo Alemán; entre los poemas heroicos, La Araucana de Alonso de Ercilla (1569) y el Orlando furioso de Ariosto (1516); Rodríguez de Montalvo, Amadís de Gaula (1508); Joan Martorell, Tirante el Blanco (traducción castellana de 1511); Jorge de Montemayor, La Diana (hacia 1559); Gaspar Gil Polo, Diana enamorada (1564); el teatro español de su tiempo, en especial el de Lope de Vega; los novellieri italianos y, sobre todo, Boccaccio (mediados del siglo xiv) y Bandello (mediados del xvi); el Galateo español, de Gracián Dantisco (popularísimo libro de etiqueta, publicado hacia 1586); la Biblia; los Diálogos de Amor, de León Hebreo (tres traducciones españolas en el siglo XVI); las obras de Antonio de Guevara, incluidas las Epístolas familiares (1539); la Philosophía antigua poética, de Alonso López Pinciano (1596); libros didácticos o de misceláneas, como la Historia natural, de Plinio; la Silva de varia lección, de Pero Mejía (1540), y tal vez la Miscelánea, de Luis Zapata (hacia 1590) en alguna versión manuscrita; libros de historia y biografías, como los citados por el canónigo de Toledo en el Quijote (I, 49). Entre los nombres de autores, conviene destacar dos, ya que Cervantes parece distanciarse de ellos: Lope de Vega y Mateo Alemán. La enemistad literaria entre Cervantes y Lope por un lado, y entre Cervantes y Alemán por otro, ha sido comentada a menudo, y a mi ver exagerada. El ejemplo de Lope no solo induce a Cervantes a plegarse a las normas de la comedia nueva en sus Ocho comedias —pese a la censura severa a los desmanes artísticos del lopismo puesta en boca del cura (Quijote, I, 48)—, sino que le brinda una fuente fecunda de situaciones y personajes para sus novelas románticas, que pudieran calificarse, modificando ligeramente una frase de Avellaneda, de «comedias de capa y espada en prosa» (en el prólogo a la continuación espuria del Quijote se lee: «Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas»). Para poner de relieve la importancia de la deuda de Cervantes con Alemán, basta apuntar que todas las obras cervantinas famosas del decenio 1600-1610 —la Primera parte del Quijote, Rinconete y Cortadillo, el Coloquio de los perros, El celoso extremeño, El licenciado Vidriera, La ilustre fregona, La gitanilla— mantienen una especie de dialéctica soterrada con la obra maestra de Alemán, inspirándose en ella al tiempo que atenúan su didactismo y los aspectos groseros de su comicidad.

Así que la formación de Cervantes consistiría en una educación humanística a nivel preuniversitario, a la cual se vendría a añadir un autodidactismo gracias al cual adquirió un conocimiento íntimo de la literatura española e italiana: poesía, ficción, teatro, historia, preceptiva literaria, obras didácticas. Convendría hacer aquí dos matizaciones. La primera, al hilo de lo expuesto por Ángel Rosenblat en La lengua de Cervantes, donde sostiene que el estilo del Quijote presenta una armoniosa síntesis de lo culto y lo popular que afirma su propia individualidad jugando burlonamente con los elementos trillados o fosilizados de la lengua, sea cual sea su nivel de procedencia. La observación es certera en la medida en que el autor del Quijote acoge en su libro, con indulgencia irónica, un amplio abanico de registros y sociolectos que desborda el marco de lo estrictamente literario: la germanía, chistes y cuentecillos, los lugares comunes del habla cotidiana, satirizados por Quevedo en su Cuento de cuentos, el lenguaje notarial, comercial, litúrgico, términos del juego, juramentos e imprecaciones, el refranero, fórmulas epistolares, el lenguaje rústico. Esta actitud corresponde a la tendencia, fundamental en el Quijote, y anunciada desde su primera página, a contraponer a las quimeras exaltadas del protagonista, de inspiración arcaizante y libresca, un nivel de vida prosaico, casero y actual. Corresponde asimismo al empeño constante de Cervantes como creador: escribir literatura de entretenimiento asequible a todos, sin menoscabo de las reglas del arte y las exigencias del buen gusto: «Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla» (Quijote, I, Pról., 18). Por lo tanto, la cultura de Cervantes —y concretamente, la que cristaliza en su obra maestra— no se limita a las manifestaciones literarias, sino que incluye también las orales y folclóricas, además de todo tipo de prácticas sociales y usos cotidianos. Por su deslumbrante poder de asimilación y de síntesis, el Quijote puede equipararse con la obra de Shakespeare.

La segunda matización consiste en observar que saber cuáles fueron los libros leídos por Cervantes nos importa mucho menos que saber cómo los leyó y qué partido sacó de sus lecturas. En un notable ensayo, Américo Castro llamó la atención sobre la «literariedad» de la obra maestra de Cervantes, es decir, el hecho de que casi todos sus personajes se muestren obsesionados con la palabra escrita, creándola, consumiéndola, criticándola y, como el protagonista, convirtiéndola en núcleo de sus vivencias. Ya lo habríamos adivinado si no lo hubiera confesado el mismo Cervantes: «como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con caracteres que conocí ser arábigos» (Quijote, I, 9, 107). Aquí, en el momento de fingir el descubrimiento del manuscrito de Cide Hamete Benengeli, Cervantes nos hace partícipes de su intimidad y aclara el porqué del rasgo principal de su «ingenioso» hidalgo, cuya ingeniosidad se manifiesta precisamente en su prodigiosa capacidad para articular, entretejer y, de modo involuntario, parodiar registros y contextos literarios. Tras la manía del héroe entrevemos la de su creador, para quien la literatura es una forma de vida, no meramente un ameno accesorio de ella; su misma conciencia de lo manido de los tópicos que maneja el hidalgo, sacados de las más variadas fuentes, no le impide sumarse a este delirante eclecticismo y deleitarse en el elegante pero absurdo derroche de citas y tropos. A propósito de la descripción quimérica de los dos ejércitos —en realidad, dos manadas de ovejas— exclama Cervantes: «¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían!» (Quijote, I, 18, 193). La «maravillosa presteza» que aquí se aplaude, con una mezcla de ironía y admiración, no está motivada solamente por las reminiscencias caballerescas, sino por el recuerdo de pasajes de la Ilíada (rapsodia III), la Eneida (canto VII), Juan de Mena y tal vez Luis Zapata, de los que se nos brinda un espléndido pastiche. La literariedad del Quijote, con la actitud de autocrítica y de autorreflexión que supone, es tal vez el rasgo que más lo acerca a nuestra época; es una novela que, además de criticar otro género literario, incorpora a su propio entramado ficticio los problemas planteados por dicha crítica —la «verdad de la historia» o la verosimilitud, entre otros— junto con el proceso de su composición y recepción.

Volvamos a la espinosa tarea de precisar las particularidades del pensamiento de Cervantes. Para tratarla, conviene tomar La Galatea como punto de partida, ya que en este libro Cervantes desarrolla una serie de ideas destinadas a fundamentar su pensamiento ético en general. Como las demás novelas pastoriles españolas, esta versa sobre el tema del amor y, en especial, sobre la cuestión de la licitud del amor cortés —la relación amorosa del cortesano con su dama—, que se remonta hasta La Celestina y los cancioneros del siglo xv, pasando por la lírica de Garcilaso y La Diana, de Montemayor. Puesto que tal código pretendía emanciparse del yugo matrimonial, constituía, de entrada, una flagrante infracción contra la moral cristiana y las convenciones sociales y, por consiguiente, suscitaba una previsible condena dirigida a la literatura y las prácticas sociales que lo glorificaban. Montemayor y sus sucesores, valiéndose de las doctrinas neoplatónicas que circulaban en las cortes y academias italianas, intentaron distinguir el buen amor de su contrario: en aquel, la sensualidad quedaría sublimada en la contemplación de la belleza espiritual de la amada, reflejo de la de Dios. Cervantes, mediante el discurso de Tirsi en el libro cuarto de La Galatea, da un fundamento ortodoxo a este sueño idealizado, fundiendo la concepción neoplatónica del amor con la teología cristiana, que afirma la santidad del matrimonio y la bondad de los instintos naturales, siempre que estos estén sujetos al precepto religioso y a la razón. Desde La Galatea hasta el Persiles y Sigismunda, Cervantes se mantiene fiel a la visión idealizada del buen amor como servicio puro y ardiente de la amada, servicio que, sin desacato a su honestidad y libre albedrío, aspira al matrimonio. Este ideal fundamenta su concepción de la relación entre los sexos en la medida en que no solo los amantes nobles (Elicio y Galatea, etc.), sino también los degradados o paródicos (don Quijote y Dulcinea, etc.), están ideados en función del mismo. Además —y es esto lo que importa subrayar— demuestra la creencia de Cervantes en el potencial noble del ser humano si se ajusta a la providencia divina, la razón, la naturaleza bien concertada, la experiencia y los usos sociales, excluidos aquellos que contravienen las normas anteriores.



«Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho», le dice don Quijote al futuro gobernador, «serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes» (II, 42, 972). Hay algo de hipérbole en esta promesa y, no obstante, da fe de una actitud bien distinta al pesimismo de un Gracián. No quiero decir con ello que Cervantes profese un optimismo ingenuo: ni su propia experiencia de la vida ni su religión se lo habrían permitido. Un aspecto fundamental de su concepto de la condición humana es el reconocimiento de los estragos causados por el pecado original. En el Coloquio de los perros, la obra en que más claramente se acusa la influencia del Guzmán de Alfarache, lo expresa en tonos amargos que recuerdan los pasajes donde el pícaro pondera la bestialidad y malicia de sus prójimos. En el Persiles impera la visión de la vida como peregrinación dolorosa a través de un mar inseguro en busca de bienes forjados por el engaño. Las Ocho comedias, si bien con una tonalidad más risueña, complementan esta actitud presentando la mente humana como una especie de cueva de Montesinos donde acechan monstruos engendrados por el sueño de la razón. No obstante, si Cervantes suele burlarse de esos monstruos en vez de tratarlos como motivo de tragedia, ello se debe a que suelen presentársele bajo el aspecto de imprudencia, irracionalidad o ignorancia en que el ser humano incurre por ceguera propia. Esta actitud suya obedece sin duda al racionalismo, o gusto por la armonía y la proporción, del que hace alarde en numerosos pasajes de su obra, como este, extraído del capítulo sexto del Viaje del Parnaso (vv. 49-58, f. 47v):

Palpable vi, mas no sé si lo escriba,
que a las cosas que tienen de imposibles
siempre mi pluma se ha mostrado esquiva;
las que tienen vislumbre de posibles,
de dulces, de süaves y de ciertas,
explican mis borrones apacibles.
Nunca a disparidad abre las puertas
mi corto ingenio, y hállalas contino
de par en par la consonancia abiertas.

Pero dicha postura obedece también a un impulso a la vez complementario y contrario al anterior, que lleva a Cervantes a compartir hasta cierto punto, y por ende a comprender, las fantasías extravagantes de su personaje más famoso. El pasaje siguiente, en el primer capítulo del mismo poema (vv. 94-102, f. 3), es esencial para la comprensión de la mentalidad cervantina; fundamento del retrato que de sí mismo ofrece en el Viaje, está destinado a explicar por qué, a pesar de todos los inconvenientes de la empresa, ha decidido viajar al monte Parnaso en busca de la gracia poética que no quiso darle el cielo:

El poeta más cuerdo se gobierna
por su antojo baldío y regalado,
de trazas lleno y de ignorancia eterna.
Absorto en sus quimeras, y admirado
de sus mismas acciones, no procura
llegar a rico, como a honroso estado.
Vayan, pues, los leyentes con lectura,
cual dice el vulgo mal limado y bronco,
que yo soy un poeta desta hechura.

Claro está, el yo de Cervantes, tal como se presenta en el Viaje del Parnaso, es un personaje ficticio, que no puede identificarse sin más ni más con el autor de carne y hueso. En cuanto al pasaje citado, debemos descartar como broma la manera irónica en que rebaja su propio talento poético. Sin embargo, el ensimismamiento, el impulso fantaseador y la vanagloria son rasgos tan insistentes de este yo, y concuerdan con un tipo de personaje tan recurrente en las obras de Cervantes, que no puedo menos de inferir que se basan en el conocimiento de sí mismo. El vaivén entre los dos móviles que acabo de ejemplificar, el racional y el quijotesco, es una de las constantes de su creación literaria.

Llegado al jardín de Apolo en el monte Parnaso, adonde ha acompañado a los buenos poetas de España, Cervantes sufre una decepción humillante. Mientras a los demás poetas se les asignan asientos correspondientes a sus méritos, él es el único a quien dejan en pie. Cervantes reclama indignado ante Apolo (IV, vv. 70-87, ff. 29-29v), el cual le contesta serenamente:

Vienen las malas suertes atrasadas,
y toman tan de lejos la corriente,
que son temidas, pero no excusadas.
El bien les viene a algunos de repente,
a otros poco a poco y sin pensallo,
y el mal no guarda estilo diferente.
El bien que está adquirido, conservallo
con maña, diligencia, y con cordura
es no menor virtud que el granjeallo.
Tú mismo te has forjado tu ventura,
y yo te he visto alguna vez con ella;
pero en el imprudente poco dura;
mas si quieres salir de tu querella
alegre, y no confuso, y consolado,
dobla tu capa y siéntate sobre ella;
que tal vez suele un venturoso estado,
cuando le niega sin razón la suerte,
honrar más merecido que alcanzado.

El providencialismo manifestado en este pasaje, intrínseco a la actitud vital de Cervantes, comporta la premisa de que los altibajos de la fortuna, por arbitrarios que parezcan a primera vista, están diseñados para poner a prueba el temple moral de los mortales y desembocan, a la larga, en el castigo de los culpables y el triunfo de los virtuosos. Por lo tanto, don Quijote y Apolo están conformes en que «cada uno es artífice de su ventura» (Quijote, II, 66, 1168). Corolario de esta sabia sumisión al destino es la percepción de una oscilación constante entre el bien y el mal en el orden cósmico —«che per tal variar natura è bella» (el refrán italiano remata el bello soneto del libro V de La Galatea: «Si el áspero furor del mar airado…», ff. 247v-248)—, la cual exige que el hombre reaccione con ecuanimidad ante la buena o mala suerte, y renuncie a afanarse por parar los golpes de la fortuna por medios materiales, error del protagonista de El celoso extremeño. Cervantes cree, igual que Calderón, que el hombre vence a la fortuna venciéndose a sí mismo. El providencialismo cervantino incluye, además, una actitud racionalista que halla la virtud en un término medio entre el exceso y la deficiencia, fijado asimismo por la naturaleza. El pastor Damón, puesto a juzgar cuál de las desgracias lamentadas por cuatro pastores es más digna de compasión, niega su voto al pastor Orompo, que llora la muerte de su pastora. Damón se funda en que «la causa es que no cabe en razón natural que las cosas que están imposibilitadas de alcanzarse puedan por largo tiempo apremiar la voluntad a quererlas ni fatigar al deseo por alcanzarlas» (La Galatea, libro III, ff. 162-162v). Y añade, con ecos de Garcilaso, que si bien el no llorar la pérdida de un ser amado sería inhumano y bestial, el entregarse indefinidamente al dolor supondría carecer de juicio, puesto que el discurso del tiempo cura esta dolencia, la razón la mitiga, y las nuevas ocasiones tienen mucha parte para borrarla de la memoria. La misma fe en la prudente moderación se demuestra en la yuxtaposición de don Quijote con Sancho: la temeridad y abstinencia delirantes por un lado, y la glotonería, cobardía y pereza por otro, se ironizan mutuamente y apuntan al valor de la aurea mediocritas. Dada esta exaltación de la prudencia aristotélica, hay algo de paradójico en la fascinación cervantina por los chiflados y marginados de la fauna humana.

El racionalismo ético de Cervantes, junto con su repudio instintivo de la injusticia y la crueldad, le llevan a condenar la barbarie del precepto que reza: «la mancha del honor solo con sangre del que ofendió se lava», y, en general, todo tipo de venganza impulsiva. A diferencia de la mayor parte de los dramaturgos y novelistas españoles del siglo xvii, Cervantes, al tratar el tema del adulterio, hace que los maridos ultrajados acaben perdonando a sus esposas y reconociendo que ellos mismos cargan con parte de la culpa. El padre de Leocadia, la heroína de La fuerza de la sangre, violada brutalmente en la primera escena de la novela, muestra el mismo tipo de comprensión, absolviéndola noblemente de toda culpa: «La verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud; con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios, y pues tú ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho, le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo» (Novelas ejemplares, f. 130v). Pero el que Cervantes reconozca que la opinión social es a menudo injusta, y lo sienta tan de veras que remata su Coloquio de los perros con esta amarga reflexión, no debe tomarse como indicio de que mirase con altivo desprecio la honra mundana. La única perspectiva desde la que cabía tal objetividad era la vida monástica, por la que ni él ni la mayor parte de sus personajes muestran vocación. Sus reservas respecto a los preceptos del código del honor relativos al adulterio están compuestas, en partes casi iguales, por escrúpulos cristianos («No matarás») y por pragmatismo mundano. Este pragmatismo incluye la idea de que el deshonor equivale a la muerte social (Quijote, II, 3), la insistencia en la necesidad de evitar el escándalo («más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta», dice el padre de Leocadia), la concepción paternalista del papel social de la mujer, para quien la virtud se limita, en la práctica, a la obediencia y la castidad. Es cierto que este paternalismo está atenuado en parte por las exigencias de la fábula romántica que llevan a Cervantes, igual que a Lope, a pintar con indulgencia a heroínas atractivas (Marcela, Dorotea, etc.) que reclaman su derecho a decidir su destino matrimonial. En fin, el pensamiento de Cervantes sobre el honor es inteligente y humanitario, pero concorde con las premisas comunes de su tiempo; las obligaciones del caballero honrado expuestas por don Quijote ante la sobrina constituirían, para el lector coetáneo, una doctrina sumamente equilibrada (Quijote, II, 6).



El mismo pragmatismo se observa en el ámbito político y social. Rafael Lapesa señaló ya que las actitudes de Cervantes pasan de un período de inconformismo e irreverencia, que comprende la década 1595-1605 y se refleja en escritos como el soneto burlesco al túmulo ornamental erigido en la catedral de Sevilla para conmemorar la muerte de Felipe II, a otro de mayor conformismo, marcado por la creciente devoción de los años postreros. Américo Castro interpretó este cambio como un acto de renuncia a la marginación social: el rebelde que escribiera el primer Quijote anunciaba, con las melosas declaraciones de ejemplaridad del prólogo a las Novelas ejemplares, que se proponía alinearse con el orden establecido y escribir literatura acorde con sus valores. Pese a la simplificación de esta tesis, no hay duda de que el autor del segundo Quijote se nos dirige con un acento más moderado y benigno del que adoptó en la Primera parte, donde dividía el mundo —sobre todo el literario— entre los buenos y los malos y manifestaba sus discrepancias con una agresividad a veces teñida de malicia personal.

Aunque, en comparación con la Primera parte, la Segunda está en principio mucho más orientada hacia la realidad social y pinta a numerosos personajes (Roque Guinart, el morisco Ricote, los duques…) que parecen surgir de un tupido contexto histórico, la manera en que Cervantes los presenta suele escamotear este contexto, ya sea por el escenario estilizado, teatral, indeterminado o evasionista en que los coloca, ya porque su punto de mira está centrado en el caso o idiosincrasia individual, más bien que en el problema colectivo. Creo que la falta de precisión es deliberada. Si comparamos a Cervantes con Alemán y Quevedo, observamos en el primero una actitud de abstencionismo político que se manifiesta en la negativa a declararse sobre temas polémicos y a meterse con las clases gobernantes. Así, en el Coloquio de los perros, la obra que ofrece la versión más completa —ya que no la más clara y explícita— de su ideario social, las críticas asestadas a distintos grupos van casi siempre acompañadas de comentarios destinados a suavizar y moderar su impacto. Además, las denuncias más severas apuntan a grupos parasitarios o marginados cuya maldad está a la vista y constituye un escándalo para cualquier ciudadano honrado y prudente: la plaga de buhoneros, titereros, mendigos («gente vagamunda, inútil y sin provecho; esponjas del vino y gorgojos del pan»), los gitanos, los moriscos, las brujas. En cuanto a las clases superiores, Cervantes mantiene un discreto silencio, con una excepción: el ayuntamiento de Sevilla. El motivo de este silencio se manifiesta hacia el final del coloquio: «Mira, Berganza, nadie se ha de meter donde no le llaman, ni ha de querer usar del oficio que por ningún caso le toca. Y has de considerar que nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fue admitido, ni el pobre humilde ha de tener presunción de aconsejar a los grandes y a los que piensan que se lo saben todo» (Novelas ejemplares, f. 273v). No obstante, lo que el Coloquio cervantino pierde en especificidad, lo gana en universalidad y en potencial inquietante. Mediante esta parábola Cervantes da a entender que el mal social no consiste meramente en una serie de abusos o cabezas de turco que el satírico, encaramado en su púlpito, deba fustigar con desdén objetivo; los amos degenerados de Berganza ejemplifican impulsos viciosos que el perro, personificación del Hombre, lleva dentro de sí mismo. Este enfoque es característico de Cervantes. Todas sus ficciones mayores —el Coloquio, el Quijote, el Persiles— son odiseas cuyos escollos, sirenas, naufragios y encantadores cumplen el fin ejemplar de llevar a los protagonistas al descubrimiento de la verdad, que tiene una dimensión personal: el conocimiento de uno mismo, el temor de Dios, la superación del engaño mediante el uso de la razón.

Para conocer la personalidad de Cervantes disponemos de una serie de preciosos autorretratos: los prólogos y un dilatado poema en tercetos, el Viaje del Parnaso, mezcla de fantasía mitológica, de alegoría y de sátira. Los prólogos contienen importantes declaraciones sobre sus principios y motivaciones artísticas; el Viaje del Parnaso, entre otras cosas, recapacita sobre una de esas motivaciones, la pesadumbre producida por su falta de éxito como poeta dramático y por no haber obtenido los premios y el prestigio correspondientes a su valía.

El prólogo al Persiles, escrito cuando estaba en su lecho de muerte y que Sánchez Ferlosio, según confesión propia, no podía leer sin lágrimas, deja constancia de la importancia capital que para Cervantes tenían la risa y la amistad. La primacía que les otorgaba se infiere del hecho de que les rinda tributo al final del texto, que es, efectivamente, su epitafio literario: «¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos, que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!» (Persiles y Sigismunda, I, f. 4v). La imagen que de sí mismo proyecta en este y otros prólogos —alegre, chistoso, de condición apacible, aficionado a charlar con sus amigos— es en parte una estrategia retórica para ganarse la simpatía del lector, y, en el Quijote, atenuar el impacto de la sátira. No obstante, creo que el recurso retórico y la personalidad subyacente son una y la misma cosa, puesto que los pasajes de los prólogos en que Cervantes se retrata de tal manera corresponden a un tipo de escena reiterado en sus obras de ficción. La misma insistencia en el tema me hace sospechar otra vez que la literatura es prolongación de la vida. Tomemos un ejemplo concreto: el encuentro pintado en el prólogo al Persiles, que sin grandes modificaciones pudiera incorporarse al capítulo que describe el encuentro de don Quijote con los dos licenciados, camino de las bodas de Camacho (II, 19). La escena está pintada con humor magistral: el estudiante montado en su borrica, jadeando y dando voces, y con un cuello precariamente sujeto con dos cintas, logra por fin alcanzar al pequeño grupo de jinetes que se dirige a Madrid; nada más enterarse de que uno de ellos es el famoso Miguel de Cervantes, se precipita para darle un abrazo, haciendo volar su cojín por un lado y su portamanteo por otro; Cervantes, correspondiendo al abrazo, le destroza el cuello de una vez por todas. La torpe e ingenua manifestación de entusiasmo por parte de este admirador de Cervantes no resta valor al brío y elegancia del saludo: «¡Sí, sí, este es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las Musas!» (I, Pról.f. 4v). No me parece creíble que Cervantes, ya en su lecho de muerte y habiendo recibido la extremaunción, inventase este incidente. Ocurriría así como lo cuenta, y sirve de testimonio de la profunda satisfacción que le producía su renombre, debido sobre todo al éxito del Quijote. Cervantes apreciaba y necesitaba la amistad; dentro del Quijote, ella y la risa están íntimamente vinculadas; gracias a esa obra, se había ganado la amistad de toda España.

A juzgar por la frecuencia y el orgullo con que recuerda Lepanto y el cautiverio, y por el silencio en que deja sumido el desempeño de los cargos de alcabalero y de requisidor de provisiones en Andalucía, la posteridad acierta al suponer que el primer período fue, para él, un episodio glorioso, y el segundo, una fuente de decepción. Compárese el laconismo de esta referencia a sus experiencias andaluzas: «tuve otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica» (prólogo a las Ocho comedias, I, f. 3) con el tono triunfante de su alusión, en el prólogo a las Novelas ejemplares, a sus proezas militares y logros literarios. En este pasaje (Novelas ejemplares, Pról.f. 4), imagina que el elogio es una inscripción compuesta por un amigo para acompañar un retrato de Cervantes hecho por Juan de Jáuregui:

Este digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso … y otras obras que andan por ahí descarriadas, y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra Carlo Quinto, de felice memoria.

La modestia no es, por cierto, una de las virtudes de don Miguel. Pero este defecto suyo, que él mismo confiesa mediante su alegoría de la Vanagloria en el capítulo sexto del Viaje del Parnaso (vv. 64-231), está redimido por el hecho de que él nunca se toma demasiado en serio a sí mismo. Además, el heroísmo y demás virtudes que se adjudica en el citado pasaje están corroborados por testimonios independientes.

El orgullo de Cervantes, y su exceso de preocupación por su imagen pública, deben tenerse en cuenta para comprender el estado de ánimo en que escribió el primer Quijote. Muy revelador a este respecto es el prólogo a las Ocho comedias (1615), escrito para explicar por qué Cervantes, ya autor célebre y, años atrás, dramaturgo popular, tuvo que recurrir a la imprenta para que el público pudiera conocer estas piezas y disfrutar de ellas. Según él, esta situación extraordinaria tiene una explicación muy sencilla: la corta estima en que los autores, o sea, directores de compañías de actores, le tienen como dramaturgo. «En esta sazón me dijo un librero que él me las compraría [las comedias], si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso, nada; y, si va a decir la verdad, cierto que me dio pesadumbre el oírlo» (Ocho comedias, Pról.f. 3v). Cervantes no nos dice cuánto tiempo había durado esta pesadumbre. Pero lo podemos adivinar leyendo entre líneas un pasaje anterior del mismo prólogo: «Algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad, y pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias; pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía» (Pról.f. 3v). Es decir, su rencor databa de la época —postreros años del xvi— en que se retiró de su cargo de funcionario de Hacienda y reanudó su carrera literaria, esperando, como era natural, escribir comedias para los teatros públicos. La decepción que sufrió, sumada a otras más notorias, le heriría profundamente, sobre todo por motivos personales: la envidia y la pérdida de dinero («entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica»), la vanidad herida («pensando que aún duraban los siglos en que corrían mis alabanzas») y la impresión de que la literatura de entretenimiento en conjunto estaba echada a perder por el oportunismo comercial, interesado solamente en halagar los gustos chabacanos del populacho.

He aquí el motivo de la agresividad del primer Quijote, en comparación con los escritos posteriores de nuestro apacible escritor. Afortunadamente para nosotros, los autores de comedias contribuyeron a que Cervantes cambiara de rumbo, es decir, consiguieron que renunciara a sus ambiciones teatrales y se dedicara principalmente a la ficción en prosa. El género de ficción al que se sentía naturalmente atraído era el de las novelas de aventuras, de tipo romántico, como los episodios intercalados en el Quijote y el Persiles. Pero las circunstancias decepcionantes a las que he hecho referencia le hicieron suponer que todo intento en el campo novelístico resultaría vano dado que el público se aficionaba al mismo tipo de chabacanerías —en este caso, la lectura de libros de caballerías— que habían frustrado sus ambiciones teatrales. Era inútil proseguir, pues, mientras no se hubiera llevado a cabo una operación masiva de purga. Es por esta razón por la que Cervantes equipara los desmanes artísticos del género caballeresco con los de la comedia nueva (Quijote, I, 47-48), arremetiendo contra ellos —y contra un amplio abanico de aberraciones literarias— con furia quijotesca.

Con estas reflexiones sobre los móviles que inspiraron la composición del Quijote no subestimo la seriedad de los principios literarios de Cervantes. Solo quisiera hacer ver que este dios literario era un ser humano, sometido al mismo tipo de flaquezas, ambiciones y decepciones que los demás. Además, fue un gran hombre, que al final de su vida fue capaz de hacer balance de sus logros y fracasos, reconocer objetivamente sus flaquezas y asumir su destino con irónica serenidad.



NOTA BIBLIOGRÁFICA

La primera edición de El pensamiento de Cervantes de Américo Castro fue publicada entre los anejos de la Revista Española de Filología y ha sido reimpresa por Crítica, Barcelona, 1987. La mencionada conferencia de Marcelino Menéndez Pelayo, «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote», se encuentra en la Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo: Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, CSIC, Santander, 1941, I, pp. 323-356. Los otros estudios aludidos son los siguientes: Agustín G. de Amezúa y Mayo, Cervantes, creador de la novela corta española, CSIC, Madrid, 1956, 2 vols. (véase I, pp. 41-56) ¶ Marcel Bataillon, «El erasmismo de Cervantes», en Erasmo y España, Colegio de México, 1966, pp. 777-801 (incluido en Erasmo y el erasmismo, Crítica, Barcelona, 1977); «Relaciones literarias», en Suma cervantina, ed. J.B. Avalle-Arce y E.C. Riley, Tamesis, Londres, 1973, pp. 215-232. ¶ Maxime Chevalier, «Cinco proposiciones sobre el Quijote», Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXVIII (1990), pp. 837-848. ¶ Armando Cotarelo Valledor, Cervantes lector, Publicaciones del Instituto de España, Madrid, 1943. ¶ Alban Forcione, Cervantes and the Humanist Vision, Princeton University Press, 1982. ¶ Arturo Marasso, Cervantes, Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, 1947. ¶ Francisco Márquez Villanueva, Fuentes literarias cervantinas, Taurus, Madrid, 1973; Personajes y temas del «Quijote», Taurus, Madrid, 1975. ¶ Edward C. Riley, Teoría de la novela en Cervantes, Taurus, Madrid, 1966.

Para más detalles sobre los estudiosos del movimiento de oposición intelectual en el siglo xvi frente a la ortodoxia reinante, véase mi artículo «La crítica del Quijote desde 1925 hasta ahora», en Cervantes, Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares,1995, pp. 311-333 y, en especial, la p. 325. Por supuesto, cualquier estudio sistemático de las fuentes de Cervantes comporta la investigación de su cultura literaria; véase, dentro de esta línea, el valioso libro de Aurora Egido Cervantes y las puertas del sueño. Estudios sobre «La Galatea», el «Quijote» y el «Persiles», PPU, Barcelona, 1994.

La calificación de «ingenio lego» dirigida a Cervantes proviene de Tomás Tamayo de Vargas, que así le llamó en su Junta de libros, la mayor que ha visto España, hasta el año de 1624. El mismo Cervantes se aplica este calificativo en su Viaje del Parnaso, VI, v. 174, f. 50.

Ángel Rosenblat trata de la actitud de Cervantes ante la lengua en La lengua del «Quijote», Gredos, Madrid, 1971, cap. 1.

En cuanto a los estudios de Américo Castro y a la peculiar visión racionalista y europeizadora de El pensamiento de Cervantes, debe tenerse en cuenta que él mismo reaccionó contra estas primeras apreciaciones con la tesis que sobre «la realidad histórica de España» fue exponiendo en libros y artículos a partir de 1948. Desde esa fecha, Castro interpreta el Quijote como la máxima expresión del sistema de valores que los conversos o marranos españoles, entre los que Castro cuenta a Cervantes, elaboraron como respuesta a su angustiosa situación social. Véase, por ejemplo, Cervantes y los casticismos españoles, Alfaguara, Madrid-Barcelona, 1966-1967 y mi artículo «La crítica del Quijote desde 1925 hasta ahora», cit.p. 326.

Acerca de las nuevas lecturas que recibe en nuestros días el Quijote, véase el artículo de Carroll B. Johnson «Cómo se lee hoy el Quijote», en la ya citada antología Cervantes, pp. 335-348 (y, sobre todo, p. 342). Menciono a Bajtin sobre el particular porque el interés por su teoría novelística es punto de contacto entre los cervantistas europeos y sus colegas norteamericanos. En Estados Unidos el esfuerzo por definir y contextualizar la disidencia ideológica de Cervantes y los elementos modernos de su pensamiento es industria en pleno auge, no restringida a la doctrina bajtiniana. El lector interesado puede comprobarlo con un repaso somero de la revista norteamericana Cervantes. Los exponentes destacados incluyen a Carroll Johnson, George Mariscal, James Iffland, Antonio Gómez Moriana, N. Spadaccini y, en España, Jenaro Talens.

Para las conflictivas relaciones entre Cervantes y Lope de Vega, véase Joaquín de Entrambasaguas, Estudios sobre Lope de Vega, CSIC, Madrid, 19672, I, pp. 108 y ss.; en cuanto a Mateo Alemán, el citado artículo de Marcel Bataillon «Relaciones literarias», pp. 226 y ss.

El aludido ensayo de Américo Castro sobre la «literariedad» del Quijote es «La palabra escrita y el Quijote», en Hacia Cervantes, Taurus, Madrid, 19602pp. 292-324.

En cuanto al soneto de Cervantes al túmulo ornamental erigido en la catedral de Sevilla para conmemorar la muerte de Felipe II (que empieza con el verso «Voto a Dios que me espanta esta grandeza»), calificado de «honra principal de mis escritos» en el capítulo IV del Viaje del Parnaso, véase la edición de las Poesías sueltas de Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla, incluida en el tomo sexto y último de las Ocho comedias, Gráficas Reunidas, Madrid, 1915-1922, pp. 73-74. Sobre la primera etapa de inconformismo cervantino y la posterior resignación del escritor, véase el aludido ensayo de Rafael Lapesa «Sobre La española inglesa y el Persiles», en De la Edad Media a nuestros días, Gredos, Madrid, 1967, pp. 242-263.

Américo Castro entendió la postrera adecuación cervantina al orden social establecido como un intento de impedir su propia marginación: véase «La ejemplaridad de las novelas cervantinas», en Hacia Cervantes, cit.pp. 353-374.

En lo referente al abstencionismo político de Cervantes, véase mi artículo «Algunas reflexiones sobre la sátira en Cervantes», Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXVIII (1990), pp. 493-511.

Me aproximo también al autorretrato de la personalidad cervantina en un artículo, «A Poets Vanity: Thoughts on the Friendly Ethos of Cervantine Satire», publicado en la revista Cervantes, XIII (1993), pp. 31-63.