Cervantes: Teoría Literaria

Cervantes: Teoría Literaria

Por Edward C. Riley

Hay escritores, hay críticos y hay escritores-críticos. Cervantes fue uno de estos últimos. No escribió ningún tratado o discurso sobre la poesía como Torcuato Tasso, ningún arte poética en verso como el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega. Con todo, su obra literaria embebe un sustancioso compendio de teoría y crítica literaria: se encuentra en los diálogos entre los personajes y en las observaciones del narrador, sobre todo en el Quijote, el Viaje del Parnaso, la comedia del Rufián dichoso y, más al paso, en algunas de las Novelas ejemplares (La gitanilla, El licenciado Vidriera, La ilustre fregona y El coloquio de los perros). A estas deben añadirse las importantes contribuciones de casi todos los prólogos publicados al frente de sus obras.

En cuanto escritor deseoso de expresar sus ideas sobre el arte que practica, Cervantes no se distingue esencialmente de otros de su siglo. Pero se diferencia, si no totalmente, al menos en gran medida, por la manera en que llega a incluir en sus consideraciones la misma obra que las contiene. El ejemplo más destacado de tal autocrítica es, por supuesto, el Quijote. En cierto sentido, toda obra literaria es producto de un proceso autocrítico, pues no se puede componer sin tener en cuenta ciertos criterios y convenciones. No es obligado ni necesario, sin embargo, hacer que estos se transparenten ni se comenten. La autocrítica que encontramos en el Quijote representa un acto de reflexión en el que vienen a prolongarse las consideraciones sobre la prosa de ficción integradas con toda naturalidad en el asunto principal de la historia narrada.

El Quijote llega como culminación de más de un siglo de experimentación —sin paralelo en la Europa de entonces— en el campo novelístico. Cervantes es uno de los más asiduos en la experimentación, según vemos en la variedad de sus escritos. Aun más que cualquiera de sus antecesores, fueran estos autores de diálogos, novelas picarescas o romances caballerescos, pastoriles o griegos, Cervantes, al escribir el Quijote, se halla practicando un género en buena medida nuevo y, de todos modos, falto de un conjunto tradicional de preceptos, es decir, falto de una poética propia.

Ocurre así por más que el Siglo de Oro, producto del Renacimiento con su renovado clasicismo, esté imbuido de cultura preceptista. Para la novela no había más remedio que apropiarse, en lo posible, el contenido de los abundantes tratados de poesía y retórica. Los grandes principios generales, como las ideas sobre la inspiración, la invención, la unidad, la imitación, etc., se adaptaron sin dificultad. Pero habría que esperar siglos enteros para que la novela se viera tratada como género independiente y no solo como una variedad de la poesía. El prestigio de los antiguos lo dominaba todo y, según observa Cervantes a propósito de los libros de caballerías, de estos «nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón» (I, Pról., 17). En los escritos teóricos sobre la prosa de ficción se encuentran poco más que observaciones dispersas sobre los libros de caballerías, los otros romances y las novelle italianas. A lo que se sabe, Cervantes había ponderado, como pocos o ninguno antes que él, los principios y condiciones del arte de novelar.

Como era de esperar, su teoría está arraigada en las poéticas clásicas y contemporáneas, pero rebasa los límites de ambas. No se puede afirmar con certeza absoluta cuáles son las fuentes principales de sus ideas —aparte de las autoridades primarias como Platón, Aristóteles, Horacio y Cicerón, comunes a todos—, porque no las cita a la letra, sino que, al parecer, se vale principalmente de la memoria. Sin embargo, no cabe duda de que había leído mucho, tanto autoridades italianas como españolas. De vez en cuando se ve una correspondencia, que parece ser algo más que fortuita, con algún pasaje de Torcuato Tasso, Giraldi Cinthio, Alessandro Piccolomi, Minturno y tal vez Castelvetro, entre los italianos. Entre los españoles, las fuentes más probables parecen ser Alonso López Pinciano, Luis Alfonso de Carvallo y Miguel Sánchez de Lima. Hay otros marginales, españoles e italianos, como Juan Luis Vives, Baldassare Castiglione o Juan Huarte de San Juan.

Es muy posible que Cervantes empezara a familiarizarse con la teoría italiana durante los años de su estancia en Italia entre 1570 y 1575. Sin embargo, varios de los tratados que más probablemente conocía son de fechas posteriores. Y aunque el aristotelismo no esté ausente de La Galatea, es incomparablemente más acusada su presencia en el Quijote de 1605. Tradicionalmente se ha supuesto que la lectura que hizo Cervantes de la Philosophía antigua poética (1596) del Pinciano fue determinante, pero igual lo pudo ser la de los Discorsi de Tasso (desde el decenio de los ochenta). Es difícil tener alguna seguridad. Cervantes no era de los que citaban los dichos de los preceptistas para hacer alarde de erudición, como Lope de Vega en alguna que otra ocasión.

Otra fuente de sus opiniones al respecto fueron tal vez las academias que frecuentó durante los últimos años de su vida, donde pudo tomar parte en las discusiones de crítica y teoría. Finalmente, no debe olvidarse su propia experiencia de escritor, otro impulso, sin duda, de sus ideas teóricas.

Hay una rama de la crítica española del siglo xvi que vuelve a florecer en el Quijote. Me refiero a los comentarios sobre los libros de caballerías, comentarios dispersos, ciertamente, pero que se encuentran no solo en tratados críticos, sino también en escritos de otro tipo. Desde el comienzo de su renovada popularidad, inaugurada por el Amadís de Gaula a principios de siglo, los libros en cuestión habían sido blanco de censuras y juicios adversos pronunciados por teólogos, humanistas y otros intelectuales. Las opiniones favorables eran muy pocas. Los libros fueron reprobados más que nada por lascivos e indecentes y, por ahí, por poner en peligro la virtud de las doncellas aficionadas a su lectura. Según Juan Luis Vives, un padre podía encerrar con toda precaución a su hija, pero «déjale un Amadís en las manos y deseará peores cosas que quizá en toda la vida». Vives, Erasmo, Juan de Valdés, Malón de Chaide y muchos más expresaron su desaprobación con razones vehementes. No solo se censuraba la falta de moralidad; también fueron criticados estos libros por razones estilísticas: por estar mal construidos y peor escritos. Finalmente, sus detractores los condenaban por mentirosos, insensatos e increíbles.

A veces, los mismos autores de los libros caballerescos (tales como Oliveros de Castilla, Las sergas de Esplandián y Don Olivante de Laura, por ejemplo) demostraban ser conscientes de esta acusación, ocasionando una autocrítica adulterada por una ironía poco convincente. Pero valgan por todos estas palabras del Pinciano (Philosophía antigua poética, epístola quinta): «las ficciones que no tienen imitación y verisimilitud no son fábulas, sino disparates, como algunas de las que antiguamente llamaron milesias, agora libros de caballerías, los cuales tienen acaecimientos fuera de toda buena imitación y semejanza a verdad».

Todas estas censuras se encuentran en el Quijote puestas en boca de distintos personajes o bien se dejan inferir de la misma historia. La supuesta lascivia se trata más bien por su lado ridículo, como cosa de risa. ¿Cómo no acordarse de aquella doncella «con toda su virginidad a cuestas», que andaba «de monte en monte y de valle en valle» y al fin «se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido» (I, 9, 106-107)? Más directos son los reparos críticos a cuenta de los defectos de estructura o de estilo verbal. Sin duda el más memorable es el que cita las palabras de Feliciano de Silva sobre «la razón de la sinrazón que a mi razón se hace» (I, 1, 38), razones suficientes para enloquecer al hidalgo de una vez. Pero la crítica más sentida y poderosa es, con mucho, la de que los romances caballerescos son extravagantes, increíbles y absurdos. No es necesario aducir ejemplos: tal opinión impregna la novela entera y contribuye en mucho a su comicidad.

Las cuestiones teórico-críticas están ensambladas en el Quijote de tres maneras: directamente (como tema de diálogo o discurso, como núcleo de la locura del héroe y como móvil de su conducta), y en su aplicación directa o indirecta a la misma novela de Cervantes.

Las grandes discusiones se encuentran fundamentalmente en la Primera parte. Se inician con el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, en el que se enjuician obras en su mayoría individuales: libros de caballerías, romances pastoriles y obras de poesía, épica y lírica (I, 6). Los juicios se hacen progresivamente menos severos al repasar estos géneros. Luego vienen las opiniones expresadas por el cura y el ventero, en particular sobre los libros de caballerías que hay en la venta (I, 32). En tercer lugar, los diálogos del canónigo de Toledo con el cura sobre los libros caballerescos y las comedias, y del canónigo con don Quijote otra vez sobre aquellos (I, 47-50). Es aquí donde más se profundiza en los problemas literarios.

En la Segunda parte del Quijote el tema reaparece, pero con menor frecuencia y extensión. La discusión más importante es la de don Quijote y Sancho Panza con el bachiller Sansón Carrasco (II, 3-4). Con un cambio de dirección extraordinario, se centra ahora en la Primera parte de la propia novela. Más tarde se lee el discurso de don Quijote sobre la poesía (II, 16). Finalmente, el tema literario surge con brevedad en pocas ocasiones, como por ejemplo al comienzo del capítulo 44, sobre la unidad de la obra.



Como es natural, tales discusiones implican diferentes voces y distintas opiniones según los personajes que dialogan. Hay que tomar en cuenta incluso las de Maritornes y la hija del ventero, sin olvidar las del mismo don Quijote. Hablan también al propósito el autor en los prólogos, el narrador Cide Hamete Benengeli y sus afines (el «traductor», etc.). Con tantas intervenciones, esperar uniformidad y coherencia en las ideas teóricas sería demasiado. Diríase que Cervantes tenía preferencia por el diálogo como modo de teorizar. Incluso en el primer prólogo parece que se le ocurre inventar un «amigo» con quien dialogar. Es probable que ello refleje una inclinación o necesidad temperamental —expresada también con su equívoca ironía— a ver las distintas caras de las cosas.

Por la misma razón, es a menudo difícil fijar con precisión las opiniones personales de Cervantes. Repetidas veces resultan ambiguas o inconclusas. Sería natural identificar la voz de algún personaje discreto, como el canónigo o el cura, con la del propio Cervantes, pero en muchas ocasiones resulta dudoso que así deba ser. Ciertos principios (la credibilidad, por ejemplo) se reiteran con bastante insistencia a través de las obras cervantinas, persisten ciertos puntos de vista y, a veces, el contexto ayuda a determinar la categoría de una afirmación. Indudablemente, Cervantes aceptaba gran parte de la teoría del siglo xvi. Pero al mismo tiempo propone o insinúa razonamientos contrarios o subversivos. Así, coexisten en la obra opiniones aristotélicas y antiaristotélicas, por ejemplo.

Más extraordinario que la discusión de cuestiones de crítica literaria es que estas formen una parte sustancial de la caracterización del héroe y, por ende, del argumento de la novela. Se trata de un hombre tan obsesionado por los libros de caballerías, que llega a perder el juicio. El irreductible y verificable punto de partida de su locura consiste en tomar al pie de la letra, como historias verídicas, las fabulosas invenciones que narran. En el centro nuclear del Quijote, así, se encuentra un problema de teoría literaria. Este problema puede expresarse de varias maneras: la credibilidad de las obras de imaginación, la relación entre la historia y la ficción (poesía, para emplear la palabra aristotélica), la relación de la literatura con la vida o los efectos de aquella en esta en un caso determinado.

A raíz de esta locura, el protagonista se decide a imitar a los fingidos héroes caballerescos, armarse caballero y salir al mundo en busca de aventuras, como si la España de alrededor del año 1600 fuera en realidad el mundo extraordinario representado en aquellos libros. Pone manos a la obra siguiendo de manera muy deliberada el precepto artístico —enunciado por Horacio y Quintiliano, y muy repetido en el Renacimiento desde Girolamo Vida y Julio César Escalígero— de que es preciso imitar los grandes modelos ejemplares para alcanzar la perfección en lo que se profesa. Don Quijote recuerda este precepto a Sancho en Sierra Morena, al iniciar su penitencia a imitación de Amadís de Gaula (I, 25). Pero el hecho es que los modelos de don Quijote eran creaciones ficticias tan exageradas, que en el mundo real resultaban imposibles de imitar. Por lo tanto, la imitación quijotesca resulta ser una parodia cómica. A diferencia de sus héroes, no es un superhombre vencedor de ejércitos enteros, matador de gigantes malévolos, enemigo formidable de encantadores malignos, sino un pobre hidalgo «de apacible condición» que ya va para viejo. Este contraste entre la fantasía literaria y la realidad escueta de la vida salta a los ojos a lo largo de la narración.

La imitación de los modelos como modo de perfeccionamiento propio no solo era bien conocida sino hasta prescrita por la educación humanística (basta leer El cortesano de Castiglione). Importaba poco que la figura ejemplar fuese histórica o imaginada; en el siglo xv no pocos caballeros españoles, franceses e ingleses se dedicaron a imitar a los héroes de los romances. Pero lo que tiene de insólita la ambición imitativa de don Quijote es que aspira a ser total. No le satisface sino que el mundo en torno suyo se conforme también con el ejemplo literario imaginado. Quiere hacer desaparecer la diferencia entre los dos mundos, logrando que el mundo material exterior se absorba en el de la imaginación. Dicho en otras palabras, trata de vivir un romance caballeresco. Como era inevitable, fracasa y protagoniza, como ya se ha dicho, una parodia cómica. Vale la pena notar que el parodista aquí no es Cervantes directamente, sino don Quijote, por querer convertir la vida vivida en una vida fantástica.

En el Quijote un tipo de literatura romántica se compara con la vida real representada mediante las acciones de un «héroe» incapaz de diferenciar uno y otra. En este sentido puede decirse que la novela de Cervantes es, también, una obra de crítica literaria. La cuestión se complica porque es muy evidente que la «vida real», por llamarla así, no es sino otra invención de Miguel de Cervantes. Por lo tanto, lo que se compara en realidad es un tipo de literatura ficticia con otro tipo de literatura ficticia. En términos generales modernos, se comparan el romance con la novela moderna y, en particular, el romance que don Quijote querría que fuera su vida con la novela del Quijote: o sea, dos versiones muy distintas de su historia. La narración finge ser una historia verdadera, lo cual es una complicación suplementaria. Repetidas veces se habla de la «verdad» y la «puntualidad» de la historia, y también de «anales» y «archivos». Sin embargo, tal fingimiento se hace de manera tan obvia y absurda, que se contradice en seguida la historicidad pretendida. Así, al final de la Primera parte el autor pide a sus lectores «que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo» (I, 52, 591).

Ciertamente, todo esto es una especie de juego literario para hacer sonreír al lector discreto. Pero en el fondo, se encuentran aquí los problemas teóricos que surgen de la interacción de la historia verídica con la ficción inventada. Según la teoría del Siglo de Oro la historia y la poesía son los dos polos entre los cuales circulan los relatos de todo tipo. A partir de tales consideraciones fueron formulándose los nuevos conceptos de la narrativa que habían de engendrar la novela moderna, a diferencia de las variedades antiguas de la prosa de ficción. Solo que casi nadie, ni siquiera los autores de las grandes novelas picarescas, se preocupó de comentar las novedades que se iban produciendo. La gran excepción es Cervantes, y aun él intuyó más por medio de la creación novelesca de lo que expresó como proposición teórica. No obstante, la teoría literaria impregna el Quijote de una manera u otra desde el concepto más sencillo del héroe enloquecido hasta las consecuencias intrincadas de hacer que unos personajes ficticios se enteren de que tienen una existencia literaria. Declara el cura en la venta (I, 32, 374):

Y si me fuera lícito agora y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los libros de caballerías para ser buenos, que quizá fueran de provecho y aun de gusto para algunos; pero yo espero que vendrá tiempo en que lo pueda comunicar con quien pueda remediallo.

Es difícil no suponer que esta persona anónima es el mismo Cervantes, ya mencionado anteriormente por el cura como amigo suyo (en I, 6, 86). No hay duda alguna de que Cervantes había meditado acerca de los romances de caballerías. El canónigo de Toledo, quizá actuando de sustituto del autor, dedica una parte de su discurso sobre esos libros a la censura de sus defectos, y otra parte a la exposición de sus buenas potencialidades. Estas se concentran especialmente en la ejemplaridad y la variedad. En cambio, su mayor defecto, según el canónigo y el cura y, sin duda, el propio Cervantes, el rasgo más comentado y puesto en ridículo es su incredibilidad. ¿Qué satisfacción estética, pregunta el canónigo, puede recibirse de «un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique, y que cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su fuerte brazo» (I, 47, 548)? Compárese con un solo pasaje de Vives:

Cuando se ponen a contar algo, ¿qué placer o qué gusto puede haber adonde tan abiertamente, tan loca y tan descarada mienten? El uno mató él solo veinte hombres y el otro treinta. El otro, traspasado con seiscientas heridas y dejado por muerto, el día siguiente se levanta sano y bueno, y cobradas sus fuerzas, si a Dios place, torna a hacer armas con dos gigantes y mátalos, y de allí sale cargado de oro y plata, y joyas y sedas, y tantas otras cosas que apenas las llevaría una carraca de genoveses. ¿Qué locura es tomar placer de estas vanidades?

Para quienes se plantean semejantes preguntas, claro está que prevalece el criterio histórico-empírico sobre cualquier placer imaginativo. El canónigo prosigue con esta descripción de la verosimilitud (I, 47, 548-549):

Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas.

Interesa esta notable observación sobre el funcionamiento de la verosimilitud por el énfasis que se pone en lo extraordinario como aceptable y hasta deseable en la narración, una vez que se haya encontrado modo de acomodarlo. No se trata de huir de lo maravilloso, sino de hacerlo aceptable al lector. La admiratio se había convertido en un principio artístico importante en la época barroca. Había que reconciliar lo verosímil con lo maravilloso, a pesar de la diferencia entre ellos, subrayada por Tasso y el Pinciano. Así se trasladaba este atributo de la épica a la prosa de ficción. Sin duda, tal reconciliación era del gusto de Cervantes. Su última obra da buena prueba de su predilección por el género del romance, lleno de peripecias y aventuras que admiran y asombran. Por la misma razón, sin duda, se había dedicado a leer tantos libros de caballerías, a pesar de los defectos que con tanta claridad veía en ellos.



Entre las voces discrepantes destaca la del mismo don Quijote, quien alguna vez tiene razones de bastante fuerza. En su gran diálogo con el canónigo, el ingenioso hidalgo hace hincapié en el puro placer que le proporciona leer los romances caballerescos, cosa que pasa a demostrar, en seguida, de la manera más práctica. Inventa y cuenta en el acto el episodio fantástico del caballero que se zambulle en el lago encantado, magistral parodia de un trozo de libro de caballerías. ¿Cómo confutar esa demostración con discursos razonables? En efecto, el canónigo de Toledo no sale muy bien de la contienda. Don Quijote hace una mezcla indiscriminada de ejemplos ficticios e históricos en defensa de la literatura caballeresca. A él no le importa un comino que sus héroes hayan existido o no: todo sería igual a los ojos del imitador (sobre este punto opinaba lo mismo la preceptiva). En cambio, el canónigo se esfuerza por distinguir lo fabuloso de la verdad y la media verdad. Pero frente a la certidumbre quijotesca resulta poco convincente. De hecho, en pro de las razones de don Quijote, la ejemplaridad no depende de la historicidad ni el placer de la lectura depende de la verosimilitud sino para quien se niegue a despojarse de los criterios empiristas. Más aun, es posible sostener que para la posteridad no hay manera infalible de comprobar que una personalidad histórica haya existido más auténticamente que un personaje ficticio (podemos inferir la conclusión aunque don Quijote no la enuncie). El buen canónigo habla como hombre moderno, razonable, ilustrado, y es difícil no aprobar sus razones. Don Quijote habla como hombre medieval más bien, para no decir como loco. Pero no por ello está desprovisto de intuiciones acertadas.

Para Cervantes hay otro gran problema teórico, que no tiene la trascendencia del de la credibilidad, pero que es todavía suficiente para preocuparle. Es la cuestión de la estructuración de la obra. El canónigo condena rotundamente los libros porque no llegan a contener «un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio» (I, 47, 549). Por otra parte, la variedad de personajes, de acontecimientos y de temas es uno de los rasgos manifiestos de su receta para el romance ideal. ¿Cómo armonizar las exigencias neo aristotélicas de unidad estética con los placeres de la variedad? Era este uno de los grandes problemas de la teoría literaria, en especial italiana. Según el Pinciano, la fábula había de ser a un mismo tiempo «una y varia» (Philosophía antigua poética, epístola quinta), y para Tasso lo difícil era conseguir que «la misma variedad se encuentre en una sola acción» (Del poema heroico, III, 79). Es dudoso que Cervantes llegara a solucionarlo a su satisfacción; por lo menos, en sus grandes obras se encuentran por todas partes disculpas y críticas de las digresiones y de la prolijidad.

Tras interponer una crítica del Curioso impertinente (II, 3, y de nuevo en II, 44) junto con otra del cuento del Capitán cautivo, por constituir ambos largas digresiones, el autor se enfrenta finalmente al gran problema de definir el «episodio». Lo hace en términos muy parecidos a los que emplearon Giraldi Cinthio, Minturno, el Pinciano y otros teóricos de la épica. Dice (II, 44, 980):

Y, así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos.

Quiere decir que los episodios externos serán independientes, como novelas cortas, de extensión limitada y, al mismo tiempo, nacidos de los sucesos del argumento principal. Cierto, la Segunda parte del Quijote se acerca más a esta fórmula que la Primera o el Persiles, pero no se puede decir que Cervantes llegue a sustituir la «escritura desatada» de los romances (la frase es del canónigo) y la nueva forma de novela que va desarrollando en el Quijote.

Los romances tenían otro atributo relacionado con la cuestión de la verosimilitud, no tan molesto para Cervantes como lo fantástico pero capaz todavía de preocuparle de vez en cuando. Hay claras muestras de inquietud y ciertas reservas sobre la idealización fundamental de los romances (los pastoriles, los griegos y otros, tanto como los caballerescos). Afecta a la caracterización, la cual se distingue por un perfeccionismo, un refinamiento y una simplificación psicológica muy distintos de lo que se encuentra en la clásica novela realista. Cervantes nunca llega a rechazar este idealismo literario, que en cambio suele provocar la impaciencia del lector de hoy: llena las páginas de los romances pastoriles, a los que siempre fue tan aficionado, e incontables páginas suyas desde el primer capítulo de La Galatea hasta el último del Persiles. Pero también este idealismo despierta a Cervantes algunos recelos. Tienen estos sus raíces en la conciencia de la exageración inevitable que lo acompaña, o sea, la desviación o distorsión de la verdad, defecto censurado por múltiples autoridades, desde Cicerón hasta Nebrija y otros posteriores. Se trata de un inextirpable escepticismo frente al elogio  hiperbólico. En el caso extremo de la sin par Dulcinea, el elogio hiperbólico se incorpora a la contradicción irónica para producir la paradoja. Insiste don Quijote que en ella «se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas» (I, 13, 141). Una afirmación en el prólogo de las Novelas ejemplares esclarece el pensamiento de Cervantes al respecto: «pensar que dicen puntualmente la verdad los tales elogios es disparate, por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios» (f. 4). A pesar de estas y otras muestras de duda, persiste el romance en el mismo Quijote en los episodios que cuentan las fortunas de Marcela, Grisóstomo, Cardenio, Dorotea, Basilio, Quiteria, Ana Félix y otros personajes más o menos idealizados, cuyas aventuras tienden a llegar a su conclusión feliz gracias más bien a una casualidad providencial que a una causalidad probable o necesaria.

Como lo fantástico, lo idealizado ha de comprenderse en el contexto contemporáneo de la verosimilitud. Como se sabe, este concepto se basa en la idea de que el poeta debe representar las cosas «como pueden o deben ser». Lo que «puede ser» respeta la probabilidad histórica. Por eso el cura y el canónigo de Toledo censuran la fantasía de los romances (lo prodigioso, lo mágico, lo sobrehumano) a menos que se tomen las medidas necesarias para hacerla aceptable. El otro aspecto, el ideal, respeta lo que «debe ser». Esto es lo que Sansón Carrasco contrapone a la verdad histórica al decir: «El poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna» (II, 3, 649-650). La omisión aquí de «o como podían ser» pone de relieve la idea que tiene don Quijote de su historia como narrativa idealizada.

Hay que subrayar la falta habitual de distinción entre lo posible y lo ideal. Por extraño que nos pueda parecer, el Renacimiento hacía equivalentes lo que «podía» y lo que «debía» ser. (Para Fernando de Herrera, por ejemplo, la poesía representa las cosas «como pueden o deben ser», en las Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones de Fernando de Herrera, Sevilla, 1580, p. 329.) Así es que se aceptaban y se justificaban los héroes y heroínas sin tacha y los desenlaces narrativos tan inesperadamente afortunados (pero no imposibles). Por eso Cervantes podía componer sus romances pastoriles y heroicos, como hemos visto, aunque no sin alguna reserva. Al mismo tiempo, en el acto mismo de componer el Quijote, iba tanteando una idea de la novela, ya no ligada a la poesía épica, como lo estaba el romance, sino a la historia.

En su nueva novela, que representa la fingida historia de la vida, exterior o interior, de un hombre que quiere vivir un romance de caballerías, descubre la interacción misteriosa de esos componentes. En tal incorporación creadora de unos principios críticos, derivados en su mayor parte del clasicismo de la época a la historia de don Quijote, consiste la mayor originalidad de la teoría literaria de Cervantes.



NOTA BIBLIOGRÁFICA

1. Preparó el terreno para los estudios modernos sobre la teoría literaria de Cervantes Giuseppe Toffanin, La fine dell´umanesimo, Bocca, Milán-Turín-Roma, 1920, llamando la atención sobre los preceptistas italianos del siglo xvi. Otro precursor de tipo muy distinto fue José Ortega y Gasset en las Meditaciones del «Quijote», Madrid, 1914, por varias intuiciones seminales después desarrolladas por otros. El verdadero fundador de la investigación de la teoría literaria cervantina es Américo Castro en el primer capítulo de El pensamiento de Cervantes, Centro de Estudios Históricos, Madrid, 1925, donde identifica los temas fundamentales y los sitúa en el contexto del pensamiento renacentista tanto italiano como español. Jean Canavaggio examina las correspondencias cervantinas con la fuente española más importante en «Alonso López Pinciano y la estética literaria de Cervantes en el Quijote», Anales Cervantinos, VII (1958). Según indica el título, en mi Teoría de la novela en Cervantes (1962), Taurus, Madrid, 1989, presento la teoría cervantina a base de numerosos comentarios y de las poéticas españolas e italianas contemporáneas. Alban Forcione ensancha la discusión, demostrando que se entabla un diálogo en la novelística cervantina entre los principios aristotélicos y los procesos creativos del arte. El artículo de Bruce W. Wardropper, «Don Quixote: Story o History?», Modern Philology, LXIII (1965), destaca la importancia de los significados de la palabra historia para la teoría y la práctica de Cervantes. Don Quixote and the Poetics of the Novel, de Félix Martínez Bonati, Cornell University Press, Ithaca y Londres, 1992 (trad. española El «Quijote» y la poética de la novela, Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 1995) propone una interpretación personal de muchas de las cuestiones tratadas por los investigadores arriba citados.

2. Empleo la palabra romance, en inglés, para diferenciar estas formas narrativas de la novela de base realista. La distinción es importante en el contexto cervantino. Véase Edward C. Riley, «Cervantes: una cuestión de género», en G. Haley, ed.El «Quijote» de Cervantes, Taurus, Madrid, 1984.

Las obras de los preceptistas italianos que con toda probabilidad conocía Cervantes son las siguientes: de Torcuato Tasso, los Discorsi dell´arte poetica e in particolare sopra il poema eroico (1587) y los Discorsi del poema eroico (1594), que cito por la edición de las Opere, Florencia, 1724, IV; de Giambattista Giraldi Cinthio, el Discorso … intorno al comporre dei romanzi, Venecia, 1554; de Alessandro Piccolomini, las Annotazzioni … nel libro della poetica d´Aristotele, Venecia, 1575; de Antonio Sebastiano Minturno, L´Arte poetica, Venecia, 1563, y, finalmente, de Ludovico Castelvetro, la Poetica d´Aristotele vulgarizzata et sposta, Basilea, 1576.

Los textos españoles que nutren la teoría literaria cervantina parecen ser la Philosophía antigua poética (1596) de Alonso López Pinciano (manejo la edición de Alfredo Carballo Picazo, Madrid, 1953, 3 tomos); el Cisne de Apolo (1602), de Luis Alfonso de Carvallo (del que existe la edición moderna de Alberto Porqueras Mayo, Madrid, 1958, 2 tomos), y El arte poética en romance castellano (1580) de Miguel Sánchez de Lima.

Finalmente, como fuentes marginales, tanto españolas como italianas, cabe mencionar los escritos de Juan Luis Vives, Obras completas (traducidas por Lorenzo Riber, Madrid, 1947-1948, 2 tomos), Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las sciencias (1575), y Baldassare Castiglione, Il libro del Cortegiano (1528).

En cuanto a la definición del episodio digresivo y su relación con la trama novelesca, vale la pena recordar las palabras, parecidas a las cervantinas, de Giraldi Cinthio, que repara en el placer que producen las digresiones cuando parecen surgir del tema mismo (Dei romanzi, p. 25), mientras que Minturno ve el episodio como algo «fuera de la fábula, pero no tan fuera que le sea extraña» (L´Arte poetica, p. 18), y el Pinciano declara que «los episodios han de estar pegados con el argumento de manera que si nacieran juntos, y se han de despegar de manera que si nunca lo hubieran estado» (Philosophía, III, p. 173).

La conciencia de la desmesura de los halagos fruto de una visión idealista de los personajes puede verse en el Persiles y Sigismunda cuando el héroe dice a la heroína: «las hipérboles alabanzas, por más que lo sean, han de parar en puntos limitados; decir que una mujer es más hermosa que un ángel es encarecimiento de cortesía, pero no de obligación». Pese a que a continuación añade: «Sola en ti, dulcísima hermana mía, se quiebran reglas y cobran fuerzas de verdad los encarecimientos que se dan a tu hermosura» (II, 2, f. 61v).