Estudio preliminar: Las Voces del Quijote

Estudio preliminar: Las voces del Quijote

Por Fernando Lázaro Carreter

La mutación fundamental que introduce el Renacimiento en la literatura de ficción consiste, esencialmente, en la independencia creciente de los personajes. Frente a su subordinación absoluta al autor en la edad anterior, tienden ahora a escapar de tal dominio, afirmándose, cada vez más, dueños de su albedrío. Quizá en La Celestina se observa ya este proceso autonómico; con la oposición inicial de Pármeno a la alcahueta, el autor primitivo parece dejar el triunfo de esta a merced de que a Calisto lo persuadan las fuertes razones del criado, lo cual habría desmantelado su plan, autorizado y vigente desde el Pamphilus, que implicaba la mediación victoriosa de la vieja. Más claramente ocurre en aquel momento de singular penetración psicológica en que Celestina, en camino hacia la casa de Melibea después de asegurar a Calisto y a Sempronio lo infalible de su tercería, duda de sí misma con el largo monólogo del acto V, se confiesa insegura de sus poderes y tiembla ante su compromiso. Otra vez el autor parece dejar a la libre decisión del personaje el curso que ha pensado para la acción facultándolo para desbaratar su proyecto. Hubiese bastado con que algún presagio hubiera confirmado los miedos de la ensalmadora —un perro ladrándole o un ave nocturna volando a deshora: ella lo dice— para que hubiese quedado en nada la tragedia prevista.

En la narrativa, la emancipación renacentista de las criaturas de ficción es ya declaradamente visible en el Lazarillo, donde el anónimo autor se propone mostrar el hacerse de una vida que nace y cursa fuera de su mente, para lo cual se subroga en el pregonero de Toledo y le cede la palabra con el fin de que cuente a su modo sus fortunas y adversidades. Si en el tratado VII resulta perceptible que el autor se burla del maridillo cornudo y contento, ello prueba hasta qué punto lo ha dejado desbarrar por su cuenta, sin hacerse cómplice de su vergonzosa felicidad.

El admirable, el áspero Mateo Alemán da un paso definitivo en esa concesión de autonomía cuando permite que Guzmán obre abiertamente en contra de su propio sentido del lícito obrar, dejándolo hacer libremente: pero, eso sí, manifestando su total desacuerdo con él y propinándole una tunda moral en las digresiones cada vez que lo solivianta la conducta del pícaro. Se diría que no es suyo.

Algo importante ha ocurrido, sin duda. Algo tan aparentemente sencillo, sin embargo, como el descubrimiento por parte del narrador de que el mundo circundante puede ser ámbito de la ficción y de que los vecinos del lector pueden ocuparlo con peripecias interesantes. El Lazarillo ha revelado que cuanto pasa o puede pasar al lado es capaz de subyugar con más fuerza que las cuitas de azarosos peregrinos, pastores refinados o caballeros andantes por la utopía y la ucronía. Ha sido obra de aquel genial desconocido que ha afrontado el riesgo de introducir la vecindad del lector en el relato e instalar en ella su propia visión de un mundo ya no remoto e improbable, sino abiertamente comprobable. Autor, personajes y público habitan un mismo tiempo y una misma tierra, comparten un mismo censo y han de ser otras sus mutuas relaciones.

El riesgo estriba en que la visión personal del escritor no tiene por qué coincidir con la particular del lector; sus respectivos puntos de vista pueden ser discordantes y hasta hostiles, por cuanto ya no los aúna lo consabido y lo coaceptado. De ahí que Lázaro se vele, hable con segundas intenciones, pero que, osadamente, avise de ellas: quiere que sus cosas se aireen, «pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le ayude, y a los que no ahondaren en tanto, los deleite». Tal propuesta de dos lecturas es el signo de la nueva edad, porque el escritor ya no repite siempre enseñanzas inmutables, sino que aventura con riesgo su propio pensamiento. Cervantes va a proclamarlo en las primeras palabras del prólogo del Quijote, declarando su libro «hijo del entendimiento».

Esta nueva actitud del narrador impone un nuevo tipo de lector. Podrá buscar mera recreación en la lectura, pero, inevitablemente, al toparse con cosas que ocurren en sus cercanías, se convierte en coloquiante activo con el relato y con el autor, dotado de facultades para disentir: «Libertad tienes, desenfrenado eres, materia se te ofrece; corre, destroza, rompe, despedaza como mejor te parezca», dice Mateo Alemán al vulgo que le lea. Cervantes le brinda el libro que llama hijo suyo, aceptando que, pues tiene libre albedrío, puede decir de la historia todo lo bien o lo mal que le parezca. Y una cosa fundamental que tiene que someter a su aprobación es el idioma, el cual ha de ser tan reconocible como el mundo que se le muestra.

A partir de los estudios de Bajtin, se ha caído en la cuenta de la íntima relación que existe entre el descubrimiento de lo cotidiano como objeto del relato y la irrupción de lo que él llamó polifonía lingüística. En efecto, la narración mundial, que se había movido en ámbitos y tiempos indefinidos o inaccesiblemente lejanos, podía y hasta debía emplear un idioma muy distante del común y ordinario, fuertemente retorizado, abismalmente remoto. Pero el Lazarillo se propone contar peripecias muy poco maravillosas, que ocurren entre Salamanca y Toledo, en años precisos del reinado de Carlos I, acaecidas a un muchacho menesteroso que sirve a amos ruines. No es posible narrar sus cuitas y reproducir las palabras con los primores y ornamentos que se aprendían en las escuelas de latinidad. Al introducir la verdad de la calle y de los caminos, penetra en el relato la verdad del idioma. Tímidamente aún en el Lazarillo; con decisión en el Guzmán; plena y extensamente con el Quijote. Cuando se asegura que este funda la novela moderna, esto es esencialmente lo que quiere afirmarse: que Cervantes ha enseñado a acomodar el lenguaje a la realidad del mundo cotidiano. Y algo muy importante: que ensancha el camino abierto por el autor anónimo y por las primeras novelas picarescas; ha respetado, se diría que exhibitoriamente, la libertad de sus criaturas de ficción.

Esto último es bien evidente desde el principio, cuando el narrador confiesa ignorar el nombre del hidalgo manchego, aunque ha acudido a informantes que tampoco lo conocen. Solo por sospechas colige que debe llamarse Quijana, lo cual quizá resulte falso al final de la novela, cuando sea el propio hidalgo quien declare ser Alonso Quijano (II, 74, I2I7). No cabe mayor alejamiento del personaje. Cuando las exigencias de la narración le obliguen a inventar a Sancho Panza —hablaremos luego de ello—, le atribuirá sin vacilación tal nombre; pero, en el original de Benengeli hallado en el Alcaná toledano, el rótulo que figura junto al retrato del escudero llama a este Sancho Zancas. Y Cervantes ignoraba el apodo, conjeturando, «a lo que mostraba la pintura» (nótese: él no sabía antes cómo era Sancho), que el mote se debía a que tenía «la barriga grande, el talle corto y las zancas largas» (I, 9, 109). El hecho de que ambos, el hidalgo y el criado, se salgan de la novela en la Segunda parte, para enterarse de la primera y juzgarla, es muestra preclara de su independencia. Resulta ostensible el afán de Cervantes por desarraigar de sí los entes de ficción.

Hace nacer a su Quijada o Quesada o Quijana, para embarcarlo en seguida en una acción por el mundo de la literatura y del lenguaje. Enloquece leyendo. Y no solo las aventuras de los caballeros lo vuelven orate, sino, tanto como ellas, el modo de contarlas, con la mención expresa de Feliciano de Silva, «porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas» (I, I, 37-38). Don Quijote deviene así un héroe novelesco enteramente insólito, inimaginable en época anterior: un enfermo por la mala calidad del idioma consumido.

Antes, fue posible la enajenación mediante contagio por el desvarío de los disparates narrados, y no por la prosa que los narraba. La Iglesia, desde la difusión impresa de los libros, no había cesado de prevenir contra el efecto letal de ciertas lecturas, protegiendo a los fieles contra ellas mediante condenas y censuras previas. No era difícil atribuir festivamente ese poder infeccioso a ciertas lecturas autorizadas, y un desconocido escribe el Entremés de los romances, cuyo influjo decisivo en la invención del Quijote probó irrefutablemente don Ramón Menéndez Pidal en 1920. Es bien conocido su asunto: el labrador Bartolo pierde la razón leyendo el Romancero, abandona su hogar imaginándose héroe de aquellos poemas y habla con fragmentos de ellos acomodados a su demencia; confunde a una pareja campesina con Tarfe y Daraja, desafía al imaginario moro y este le rompe la lanza en las costillas. Los trozos de romance que declama coinciden en gran parte con los de don Quijote en su primera salida. Hallado Bartolo por quienes han ido en su busca, lo devuelven a casa y lo acuestan; pero, al momento, sufre otro ataque de locura y prorrumpe en nuevos versos que dan fin a la breve pieza, la cual, por su insignificancia, no parecía destinada a tan importante consecuencia.



Aparte de su precedencia cronológica respecto del Quijote (Menéndez Pidal la fecha hacia 1591), su influjo en los orígenes de la novela inmortal es patente: también el hidalgo empieza enajenándose en diversos personajes del Romancero, coincidiendo abundantemente con Bartolo en los pasajes que declama. Se trata, sin duda, de un hecho enigmático. Porque si en el designio primero de Cervantes entraba que el agente nocivo fueran los libros de caballerías, no se explica que, desde el primer momento, sean otros héroes quienes invaden los sesos del protagonista.

Menéndez Pidal atribuye el hecho a que el autor empieza a escribir bajo el influjo del Entremés y que, agotado este como modelo argumental, rectifica «la conexión de la locura del hidalgo con el Romancero» —aunque no del todo—, y la establece con el Amadís. En esta decisión, habría intervenido, según el maestro, una suerte de arrepentimiento de Cervantes por haberse burlado cruelmente de los admirables romances que, como español, debía de amar. Pero si eso hubiera ocurrido de ese modo, sigue careciendo de explicación el que, desde el principio, lo alucinen los libros de caballerías, y que, sin embargo, al ponerse a actuar como caballero se nos presente con una enajenación romancesca.

No podemos exigir a don Quijote, tal vez ni a Cervantes mismo, la precisión en la distinción de géneros que nosotros nos imponemos. La identificación de lo caballeresco con lo romanceril aparece ya en el Entremés de los romances, donde se dice de Bartolo que «de leer el Romancero, / ha dado en ser caballero, / por imitar los romances». No es preciso, pues, suponer con don Ramón que haya dos fases en la elaboración del hidalgo; la inducida por el Romancero, de la que se arrepiente el autor por haberse encarnizado en género tan noble; y otra en la que apela al de caballerías, que Menéndez Pidal llama «bastardo». Los dos géneros andaban tan confundidos en la opinión general, que Covarrubias (s.v. «arma») asegura que los versos «Mis arreos son las armas, mi descanso el pelear» que don Quijote recita ante el ventero que imagina alcaide (I, 2, 51), los repetía «un caballero andante». Los hechos fabulosos de la caballería se mezclaban en los romanceros impresos con los de los paladines épicos; en ellos, junto con los temas de la pérdida de España o de las hazañas del Cid, aparecían las proezas del Marqués de Mantua o la penitencia de Amadís, según ocurre, por ejemplo, en el Cancionero de romances de Amberes. O, como en el Romancero historiado (Alcalá, 1572), se juntaban la traición de Vellido Dolfos con largas metrificaciones que narraban las peripecias del Caballero de Febo (el que escribió uno de los poemas preliminares del Quijote, saludando a su cofrade), y sus andanzas por la Ínsula Solitaria. Tan personajes del Romancero capaces de enloquecer son unos como otros y, juntos, volvieron tarumba a don Quijote.

De igual modo, son grandes amadores romanceriles los pastores. Menéndez Pidal notó que el episodio de Cardenio está directamente inspirado por un popular romance de Juan del Encina. Podemos añadir que también obedece a parecida motivación la trágica historia de Grisóstomo, muerto por los desdenes de Marcela. En varios romances, el pastor fenece por amar; recuérdese el que vertió a lo divino San Juan de la Cruz o aquel otro, «Al pie de un hermoso sauce», del Romancero historiado, en que un pastor acaba sus días habiendo previsto su epitafio y su inhumación al pie de un árbol, igual que Grisóstomo, del mismo modo, ha dejado unos papeles con versos de queja elegíaca por el desamor de la pastora que pretendía.

Lógicamente, Cervantes no sale del ámbito del Romancero cuando pasa de lo heroico a lo caballeresco o a lo pastoril. De haberse producido la contrición que postulaba Menéndez Pidal, lo normal es que hubiera reelaborado los capítulos en que imitaba el Entremés. Pero, evidentemente, los dio por buenos. Y eso conduce a un viejo problema no resuelto y de imposible solución, pero siempre provocativo. Es la sospecha apuntada por Heinrich Morf en 1905, más tarde asumida o discutida por no pocos cervantistas, según la cual, el proyecto inicial del autor consistió en un relato breve («la novela ejemplar de un loco», decía el hispanista germano). Menéndez Pidal desechó tal hipótesis pareciéndole que «el primer capítulo, sin olvidar otros pasajes convincentes, anuncia ya una novela mayor». Eso es así, en efecto, ¿pero quién puede asegurar que todo ese arranque anunciador de un empeño largo, no fue reescrito cuando a Cervantes se le reveló que tenía entre manos algo digno de mayor desarrollo? El relato inicialmente previsto podría haberse limitado a aprovechar la ocurrencia malograda por el Entremés de los romances que tanta ocasión proporcionaba para escarnecer las lecturas neciamente imaginativas. La novelita podría muy bien acabar con el retorno del caballero a casa con el labrador que lo ha encontrado molido a palos por el mozo de los mercaderes toledanos.

Mientras el caballero descansa, el cura y el barbero hacen el escrutinio de su biblioteca. En ella no aparece ninguno de los romanceros que han contribuido a enloquecerlo. Esa ausencia chocaba a Menéndez Pidal, que asegura: «Para Cervantes, los poemitas contenidos en esas colecciones eran como obra de todo el pueblo español y no podían ser causantes de la locura del nobilísimo caballero de la Mancha ni debían estar sujetos al juicio del cura y el barbero». ¿Por qué no, si lo estaba La Galatea misma? Es difícil imaginar que Cervantes tuviera de los romances un concepto crítico-literario tan exactamente coincidente con el de don Ramón. El licenciado Pero Pérez y Maese Nicolás expurgan los anaqueles del hidalgo en el momento justo en que el Entremés ha terminado su influjo inspirador. Aceptemos la probabilidad de que con ese final coincidiera el del primer proyecto del autor. Es entonces cuando Cervantes cae en la cuenta de que dispone de un filón incompletamente explotado y de que puede beneficiarlo mucho más si prolonga la demencia romanceril del manchego con la demencia caballeresca. El capítulo 6, el del examen de la biblioteca, marcaría el arranque de este Quijote ensanchado. De ahí que los censores se apliquen a juzgar principalmente libros de caballería. Y con un furor que Cervantes acaba de atribuirles. Porque, y esto no parece haber sido notado, el cura y el barbero, antes de ser aquejados por esa furia, eran bien aficionados a las lecturas de que ahora, inesperadamente, abominan. En el capítulo I se lee que el hidalgo «tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar… sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula» (I, I, 38-39). Y he aquí que ahora, cinco capítulos más adelante, aquellos expertos en caballerías se revuelven contra estas, y quienes antes discutían sobre los méritos de Amadís y de su hermano, ahora parecen conocerlos solo de oídas: «Según he oído decir, este libro [el Amadís] fue el primero de caballerías que se imprimió en España» (I, 6; 77), dice el cura; «…también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto», responde el barbero (I, 6; 78).

Da la impresión de que si han variado tanto es porque Cervantes ha cambiado de proyecto. No juzga necesario reemplazar los sucesos romanceriles de la primera salida, pues, como he dicho, se podía llegar a ser caballero andante a través del Romancero. Pero ahora se aplica con vehemencia al nuevo rumbo recién hallado y son solo los libros de sus aventuras los que escrutan los censores.

Cuando la gran pareja de caballero y escudero ha quedado ya constituida, la novela halla camino definitivo hacia su destino inmortal. Pero lo hace, según he dicho antes, transitando por el mundo del lenguaje y de la literatura. La búsqueda de altos simbolismos en la intención de Cervantes ha ocultado este aspecto del Quijote que es el fundamento de todos los demás. El alcalaíno es un obseso de la palabra: ya vimos cuánto contribuyó su mal empleo a la demencia del caballero. La necesidad de usar un lenguaje actual, que ya habían sentido los autores de los primeros relatos, picarescos, es en él agudísima y no solo en el Quijote, sino en obras como el Rinconete o El rufián dichoso. El rigor con el que asume la propiedad del idioma es patente, por ejemplo, cuando libra del fuego el Palmerín de Inglaterra, porque, entre sus virtudes, el cura estima «las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento» (I, 6, 82). El decoro, esto es, la adecuación justa del modo de expresarse el personaje a su calidad y carácter, variable según las circunstancias en que habla, y bien diferenciado del de los otros personajes, era una de las dificultades que Cervantes debía afrontar para escribir el libro. Va a ser la única que va a ocuparme, y aun así, limitada a don Quijote y Sancho.

¿Cómo se expresa el caballero en los primeros momentos de su invención? Los primeros esfuerzos de su demencia los realiza con las palabras. Cuatro días tardó en hallar nombre a Rocinante; ocho, en procurárselo a él. No se dice cuántos, pero aún debieron de ser más, para nominar a Dulcinea del Toboso. Y se holgó máximamente cuando acertó a acuñar aquella fórmula con que algún gigante vencido por su brazo iría a tributar homenaje a su dama: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha…» (I, I, 43-44). Esta es la primera vez que oímos su voz directamente. La segunda, cuando, apenas iniciada su salida, imagina la literalidad con que será contada: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos…» (I, 2, 46). Es obviamente una burla de los libros de caballeros o de pastores que leía (sin excluir su propia Galatea).



Esa intención burlesca patentiza la intención primaria con que Cervantes afronta su tarea. Eso es lo que parece querer hacer: parodia, lingüística también, por supuesto, de tales géneros falaces. Tras ese amanecer, continúa exclamando don Quijote: «¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece» (I, 2, 47-48). Su locución se llena de arcaísmos, al modo caballeresco; el autor advierte ahí, en efecto, que el demente habla «imitando en cuanto podía» el lenguaje de sus libros.

Llega a la venta que imagina castillo y hace reír a las dos coimas con la insólita vetustez de su saludo. Y él se enfada. Hasta ahora don Quijote existe solo por su raro idioma. Pero este procedimiento de caracterizarlo no podía prolongarse mucho; hubiera resultado insoportable para el lector. Y el autor lo alterna luego con otro, en contraste cómico, cuando el hidalgo experimenta el vulgar apremio del hambre y rebaja su lenguaje hasta el chiste ramplón y a los modos más vulgares, para responder a las mozas que le advierten que solo hay truchuelas: «Como haya muchas truchuelas… podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se pueden llevar sin el gobierno de las tripas» (I, 2, 53).

Se trata de un juego impensable antes del Quijote; ni el Lazarillo ni el Guzmán ofrecen nada comparable. Cervantes lleva hasta el límite aquel propósito suyo, expuesto en el prólogo, de hacer perfecta la imitación; que incluye, obviamente, no solo la de lugares, acciones y caracteres, sino, sobre todo, la del lenguaje, la de los múltiples lenguajes con que la vida se manifiesta. Don Quijote, a partir de ese primer momento en que el autor le puebla el habla de arcaísmos, empieza a dosificarlos. Se los administra con sabia prudencia y confía la caracterización de su parla al énfasis oratorio que se gastan en la orden que profesa. Vuelve a la dicción pretérita cuando, al traerlo apaleado el labrador, ha de manifestar intensamente su insania ante las mujeres de su casa y sus amigos: «Ténganse todos, que vengo malferido, por la culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho, y llámese, si fuere posible, a la sabía Urganda, que cure y cate de mis feridas» (I, 5, 75). El autor da una muestra de agudeza psicológica cuando el cura, tratando de aquietarle, le habla en el mismo estilo: «… atienda vuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está malferido» (I, 7, 88). Luego, ese modo de dirigirse a don Quijote con arcaísmos será repetido por otros personajes.

Y aun con mejor instinto idiomático, el propio Cervantes, al narrar en estilo indirecto, esto es, cuando escribe por su cuenta y no reproduce lo que dicen o piensan sus personajes, se cuida a veces de evocar cómo lo dicen o piensan, con toques que los definen. Así cuenta el ataque de don Quijote a los benedictinos: «… picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun mal ferido, si no cayera muerto» (I, 8, 100). Si el narrador emplea ahí primero antepuesto al nombre por única vez en sus escritos, y ferido, es perceptiblemente para que oigamos el pensamiento del andante mientras arremete. Pero ya antes, al aparecer Sancho, y sin que haya transcrito aún ninguna frase suya, se las ingenia para imponer al lector en el habla villanesca que se gasta. Su amo le encarga que lleve alforjas: «Él dijo que sí llevaría y que ansimesmo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie» (I, 7, 92). Pese a las continuas vacilaciones de los tipógrafos de Cuesta, que ansimesmo reproduce exactamente lo que dijo Sancho parece confirmarlo el hecho de que solo seis líneas más arriba el narrador ha empleado asimesmo. Comoquiera que sea, el raro vocablo duecho por ducho ya era diagnosticado por Covarrubias como «lenguaje antiguo castellano»; nunca más escribió Cervantes duecho en obra suya alguna.

Este es el sistema expresivo con que se caracteriza al hidalgo en lo que muy bien pudiera ser el primer proyecto cervantino: arcaísmos apiñados al principio, que luego se entreveran en una elocución de léxico más llano, pero muy retoricada. Cuando don Quijote habla descuidado de su condición de héroe, su idioma pierde tales rasgos y deja paso a una espontaneidad coloquial que puede recaer en la vulgaridad, contrastando cómicamente con el énfasis anterior. Frecuentemente, el narrador avisa de las circunstancias de la enunciación que van a condicionar la expresión del personaje: «Con gentil talante y voz reposada les dijo…» (I, 2, 50); «Don Quijote alzó los ojos al cielo y, puesto el pensamiento —a lo que pareció— en su señora Dulcinea, dijo…» (I, 3, 58); «Levantó don Quijote la voz y con ademán arrogante dijo…» (I, 4, 68). Este acomodar lo que se dice a la manera como se enuncia, es ya completamente moderno.

Con todo, tal sistema de conferir verdad al hidalgo no podía mantenerse durante mucho tiempo sin cansar e impedía que la obra se remontara a mayores trascendencias. Por otra parte, al ampliar el proyecto inicial, una vez extinguido el modelo del Entremés de los romances, de tan limitados alcances, y al introducirse amo y criado en ámbitos más amplios y complejos, las exigencias de su elocución aumentan. Y Cervantes vuelve a escuchar la variedad de los lenguajes hablados y escritos para hacerlos resonar en la novela. La polifonía se hace más compleja y en la prosa de su narración y en la heterofonía diferenciadora del habla de los protagonistas se hacen presentes múltiples estilos orales y escritos de su época, a veces, pero no siempre, reproducidos paródicamente. Veamos unos pocos ejemplos significativos.

He aquí a don Quijote derrengado en el suelo tras una paliza. Sancho lo cree muerto. El instante es apropiado para un planto funerario en el tono elegíaco de la novela sentimental: «¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje!… ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros! … ¡Oh, humilde con los soberbios y arrogante con los humildes!» (I, 52, 587-588). Con esta última invocación, entra, por cierto, contrahecha la palabra de Virgilio que, por boca de Anquises, había anunciado el destino de Roma: «parcere subiectis et debellare superbos» (Eneida, VI, 853). Como vemos, la mera dilatación del relato ha convertido a Sancho, de simple que era, en poseedor de aptitudes retóricas dignas de un estudiante de latinidad, aunque las emplee en simplezas.

Ahora don Quijote se dispone a dar consejos al escudero, antes de que este marche a Barataria. Su lenguaje ha de ser precisamente el de la doctrina de avisos de buen gobierno. ¿Quién los había dado mejor que Fray Antonio de Guevara, consejero del Emperador? Cervantes había captado exactamente su fórmula prosística esencial, consistente —lo he mostrado en otra ocasión— en un exhorto seguido de una explicación causal, con final bimembre: «Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo» (II, 42, 97I). La misma organización sintáctico-retórica, aprendida en el obispo de Mondoñedo, sigue articulando la carta que, desde Barataria, dirige Sancho al hidalgo.

Oigamos otra voz, que cualquier lector puede y podía recordar: el prólogo del Lazarillo. Allí justifica el pregonero su afán de conquistar honra o fama. Dice: «¿Quién piensa que el soldado, que es primero del escala tiene más aborrecido el vivir? No, por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro». Oigamos ahora a don Quijote: «¿Quién piensas tú que arrojó a Horacio del puente abajo? … ¿Quién abrasó el brazo y la mano a Mucio? ¿Quién impelió a Curcio? … Todas estas y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama, que los mortales desean» (II, 8, 690-69I). Don Quijote calca, multiplicándolo, el movimiento retórico que el prologo del Lazarillo había hecho bien conocido.

Pero el blanco más constante de esta cetrería cervantina por los estilos coetáneos es el oratorio. No son solo las disertaciones célebres de la Edad de Oro, o de las armas y las letras: otras muchísimas veces, don Quijote perora con la dignidad del profeta o del tribuno, jugando con motivos clásicos. En trance que cree sublime, ante la noche poblada de amenazadores ruidos —serán los batanes—, adopta las fórmulas memorables del yo nací para y del yo soy aquel que, resonantes desde el Mantuano: «Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada; como suele llamarse» (I, 20, 208; se advertirá el cómico prosaísmo). «Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos» (I, 20, 208). El noble chorro retórico está en marcha, y ¿para qué? Para anunciar aquel esperpento a caballo que restaurará la Edad de Oro, la magna utopía —todo lector culto la conocía entonces— que habla de restablecer aquel misterioso niño anunciado por Virgilio en su égloga IV. Cuando amanece y se comprueba lo infundado de la preocupación de don Quijote y del terror de Sancho, palpable en sus calzones, este le repite en son de burla aquellos yo nací; yo soy aquel. El hidalgo le propina un par de lanzonazos; pero, entre tanto, el discurso, engarzado con tan remontados recursos formales, ha saltado hecho trizas; después de contribuir a la polifonía de la novela.



No es posible aquí ir comprobando cómo las más ilustres voces escritas de la literatura áurea se suman a ese magno coro con dos solistas que es el Quijote. De todas se aprovecha el hidalgo para dar magnificencia, ironía, contundencia dialéctica y rigor a su elocuencia. Pero sus réplicas se cargan también de sencillez urbana o campestre, de emoción directa, de vehemencia, de malicia espontánea. Hay muchos don Quijote, como hay muchos Sanchos, según su palabra. Aunque todos ellos constituyan una sola persona verdadera. El hidalgo puede dirigirse así a su escudero: «¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón de mantequillas? ¿Quién te persigue, o quién te acosa, ánimo de ratón casero?» (II, 29, 869). Pero también de este modo: «Hijo Sancho, no bebas agua; hijo, no la bebas, que te matará» (I, 17, I85). Dirige a Dulcinea los más encendidos, castos y retóricos conceptos; pero, tras contar el picante cuento de la viuda que, desdeñando para la cama a los sabios teólogos del convento, prefirió a un fraile motilón y rollizo, apostillara rijoso, casi obsceno: «Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra» (I, 25, 285). Los personajes cambian cien veces de tono y de retórica como lo hacemos todos los hablantes. Y esto sucede así, de modo continuo, por primera vez en el Quijote.

Tampoco cabe ahora entretenerse en explicar cómo funciona en él la heterofonía, que llega a provocar conflictos como el que ocurre cuando un cuadrillero, viendo al hidalgo roto y desastrado, hecho un ecce homo, le pregunta qué le ocurre, llamándolo «buen hombre», como podía preguntárselo a un insignificante lugareño. «¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero?» (I, 17; 179), le contesta don Quijote, herido idiomáticamente en su dignidad. Voy a limitarme a tratar deprisa un solo aspecto de la creación de Sancho mediante sus modos expresivos. ¿Cuál es el rasgo más chocante en su hablar? Nadie dudará de que su continuado empleo de refranes. Y ello se ha justificado, como hizo Ángel Rosenblat, por dos tipos de causas: de un lado, porque abundaban en la antigua conversación castellana; de otro, por la exaltación que de ellos hicieron los humanistas, como manifestación admirable de lo natural. Pero estos dos hechos, que parecen tan evidentes, ni de lejos explican la adicción refranera de Sancho, porque son de naturaleza extraliteraria; y es dentro de la literatura donde los fenómenos literarios deben obtener su primera explicación. Tratemos de dársela, aunque sea en esquema. Sancho ha de hablar conforme al genus humile que corresponde a su naturaleza. Pero es sumamente difícil reflejar ese estilo en un texto literario, porque su excesiva presencia podría causar un abatimiento estético del conjunto.

En la literatura española se habían dado al problema cuatro soluciones principales, y, a veces, combinadas: a) la creación de un idioma artificial, el sayagués, para los pastores bobos del teatro; b) las incorrecciones al hablar, esto es, un lenguaje subestándar; c) el empleo de un lenguaje estándar, bajo pero no desviante, que sea «grosero», esto es, humilde, por la simplicidad, estupidez o vivacidad de lo que se dice: así hablan, en buena parte, los necios o los graciosos de la comedia; y d) el uso de refranes que ya hacen el Ribaldo del Caballero Zifar, a principios del siglo xiv; varios personajes de los dos Arciprestes, y, por supuesto, las heroínas de Rojas, Delicado y López de Úbeda. Cervantes apela al tercer procedimiento algunas veces. No solo Sancho dice necedades: el barbero que reclama por suya la albarda, habla así: «Señores, así esta albarda es mía como la muerte que debo a Dios, y así la conozco como si la hubiera parido, y ahí está mi asno en el establo, que no me dejará mentir» (I, 44, 5I9).

Pero son los refranes lo propio del escudero. Aunque Cervantes no renuncia a caracterizar su expresión por faltas de léxico o de prosodia. Recurso cómico que, por cierto, no suscita Sancho, sino Pedro el cabrero, en el capítulo I, 12, a quien el hidalgo corrige cris por eclipse, estil por estéril, y sarna por Sarra (Sara). Hasta entonces, a Cervantes no se le habían ocurrido los errores prosódicos como recurso cómico; será mucho más tarde, nueve capítulos después, cuando Panza empiece a prevaricar (para decirlo con Amado Alonso). Es una muestra de cómo Cervantes no lo tenía todo decidido al ponerse a escribir, y, mucho menos, cómo caracterizar al escudero.

Y es que este, como personaje ignorante, era muy difícil de elaborar. Cervantes lo dice por boca de don Quijote, aunque sea a propósito del teatro; asegura, en efecto, el hidalgo: «Decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple» (II, 3, 653). Un modo de darlo a entender era este, que Lope de Rueda había explotado hasta la saciedad: hacer hablar disparatadamente a sus personajes más burdos. Cervantes ve que aquel modo de expresarse el cabrero, con las interrupciones doctas del andante, puede trasladarse a Sancho. Pero, como siempre, amenaza la fatiga del lector si se abusa del procedimiento, y habrá de administrarlo prudentemente, después de un primer aprovechamiento intenso. Será Sancho quien advierta a don Quijote que no insista corrigiéndole, como síntoma del tiento con que se anda el autor: «Una o dos veces … si mal no me acuerdo, he suplicado a vuestra merced que no me emiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos» (II, 7, 679).

Es claro que Cervantes va buscando con ahínco la voz diferente de Sancho en la polifonía quijotesca. La logrará, al fin, y se sentirá orgulloso de su victoria. Porque, según dice Sansón Carrasco al escudero, al leer la gente la primera parte de sus aventuras, hay quien «precia más oíros hablar a vos que al más pintado de toda ella» (II, 3, 650). Otras personas, esperando la segunda parte, exclaman: «Vengan más quijotadas, embista don Quijote y hable Sancho Panza» (II, 4, 658). El habla de Sancho: el gran desafío en que ha triunfado Cervantes.

Como he recordado, parte esencial de esa palabra son los refranes. Los primeros que aparecen en la novela no los pronuncia él, y son bien comunes. Los dicen el mercader y el narrador mismo. El tercero es traído a cuento por la sobrina, y tampoco revela excesivo conocimiento del refranero: «Muchos van por lana y vuelven tresquilados» (I, 7, 90). Sancho no suelta su primer refrán hasta el capítulo 19 y lo enuncia así, nótese bien: «Como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza» (I, 19, 207). Ese como dicen remite a un dicho que Sancho ha oído y que cita sin brotarle de caudal propio alguno, es algo ajeno a él y traído a la ocasión como un recuerdo. Ello sugiere que Cervantes aún no está seguro del empleo de refranes para forjar a Sancho. El procedimiento se le va revelando poco a poco y sin firmeza. Alguno salta en su charla; pero será en el capítulo 25 donde se produce la primera acumulación de una réplica: «Allá se lo hayan, con su pan se lo coman… De mis viñas vengo, no sé nada, no soy amigo de saber vidas ajenas, que el que compra y miente, en su bolsa lo siente» (I, 25, 273). Pero este primer chorreo queda inexplicablemente aislado, y Cervantes ya no volverá a él hasta la Segunda parte.

El procedimiento de la acumulación de refranes se había empleado en otros géneros, pero no, según ha notado Louis Combet, en la novela. Menudean en la expresión de Celestina y también en las de Lozana y Justina, pero no los prodigan tanto. Y aun con el precedente del Ribaldo y Rampín, eran más propios de gente vieja y, sobre todo, de mujeres, de «honorables ancianos y reverendas mujeres», como se dice en los anónimos Refranes glosados. A otro propósito, recordó Rodríguez Marín que a las viejas los atribuye el Marqués de Santillana y que solía llamárseles ensiemplos de la vieja. Me parece que, en efecto, Cervantes se adueña definitivamente del recurso del chaparrón refraneril como estímulo cómico, cuando lo ha hecho pasar por boca de una mujer, de Teresa Panza, aunque no fuera vieja; pero tampoco lo eran Lozana y Justina.

El descubrimiento ocurre en el importantísimo coloquio de Sancho con su mujer, en el capítulo 5 de la Segunda parte. Momento difícil para el novelista, porque ha de hacer hablar a dos analfabetos. Se impondría que entre ellos fluyera un coloquio toscamente humilis; pero eso hubiera descompensado la ponderada concertación de la obra, tan delicadamente equilibrada por el escritor. Imaginemos lo chocante que resultaría una larga conversación  entre dos personajes tan rudos. Para prevenir una estrategia que conjure ese riesgo, Cervantes utiliza una admirable argucia. Al frente del capítulo inserta la siguiente advertencia: «Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese, pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía» (II, 5, 663). De ese modo, haciendo que el escudero alce, aunque sea apócrifamente, su calidad expresiva, evitará el insoportable arrusticamiento de los dos aldeanos, y restablecerá el desnivel elocutivo que, mutatis mutandis, mantienen don Quijote y Sancho



En efecto, a las primeras de cambio, Teresa amonesta a su marido: «Mirad, Sancho… después que os hicistes miembro de caballero andante, habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda» (II, 5; 664). El traductor señala las réplicas de Panza que, por su elevación, le parecen sospechosas de falsedad: «Por este modo de hablar, y por lo que más abajo dice Sancho; dijo el tradutor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo» (II, 5, 667); poco más adelante, avisa: «Todas estas razones que aquí va diciendo Sancho son las segundas por quien dice el traductor que tiene por apócrifo este capítulo, que exceden a la capacidad de Sancho» (II, 5, 669). Y es que, en efecto, en ausencia de don Quijote, el escudero asume su palabra. Siendo él tan gran prevaricador corrige a Teresa por hablar mal, de igual modo que el solía ser corregido. Y cuando ella le advierte: «Yo no os entiendo, marido… haced lo que quisiéredes y no me quebréis más la cabeza con vuestras arengas y retóricas. Y si estáis revuelto en hacer lo que decís…» (II, 5, 670), Sancho salta: «Resuelto has de decir, mujer… y no revuelto» (II, 5, 670). A lo que la rústica replica como antes hiciera su marido al hidalgo: «Yo hablo como Dios es servido y no me meto en más dibujos» (II, 5, 670).

Pues bien, en esta conversación Teresa suelta refranes en cascada: «Eso no, marido mío … viva la gallina aunque sea con su pepita: vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo … La mejor salsa del mundo es el hambre … advertid al refrán que dice: “Al hijo de tu vecino, límpiale las narices y métele en tu casa”… mi hija ni yo por el siglo de mi madre que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea; la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta» (II, 5, 665-668). La hemorragia refranera de la Panza es incoercible. Su marido ha de atajarla: «¡Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras, sin tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene que ver … los refranes … con lo que yo digo?» (II, 5, 668).

Dos capítulos más adelante, don Quijote pregunta al escudero qué piensa su mujer de la nueva salida; y él contesta: «Teresa dice … que ate bien mi dedo con vuestra merced, y que hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja, pues más vale un toma que dos te daré. Y yo digo que el consejo de la mujer es poco, y el que no le toma es loco» (II, 7, 680). Esta réplica representa el trasvase definitivo de la catarata refraneril de Teresa a Sancho; ella ha dicho una sarta de refranes; él dice —«y yo digo»— otros refranes: el anudamiento se ha producido, y el escudero es ya dueño del artificio. Don Quijote se da cuenta e ironiza: «Decid, Sancho amigo, pasad adelante, que habláis hoy de perlas» (II, 7, 680). En ese hoy de la novela, en ese instante, que está bien pasada ya la mitad de ella, se ha afianzado, tras tanteos inseguros, el Sancho ensartador de refranes. Y a Cervantes le urge hacer notar al lector su decisión; menos de dos páginas después, don Quijote afirma: «Y advertid, hijo, que vale más buena esperanza que ruin posesión, y buena queja que mala paga. Hablo de esta manera, Sancho, por daros a entender que también como vos sé yo arrojar refranes como llovidos» (II, 7, 682).

Esta propiedad del lenguaje de Sancho se hará ya consustancial con su persona: no tengo «otro caudal alguno, sino refranes y más refranes», declara más adelante (II, 43, 977); y aún después: «No sé decir razón sin refrán, ni refrán que no me parezca razón» (II, 71, 1204). Y así ha pasado Panza a la historia de nuestra lengua artística: como portador de «un costal de refranes en el cuerpo», según dictamen del cura (II, 50, 1043), aunque ello no figurara en el proyecto inicial de su creador. Al construir así al escudero, al imponerle un uso del refrán tan distinto del que hacen otros personajes, la voz de Sancho ingresa con un timbre diferenciado y potente en el gran conjunto polifónico del Quijote.

Como ha escrito Martín de Riquer, la idea primitiva de Cervantes era que Sancho fuese un tonto. En efecto: fue creado como el complemento que necesitaba don Quijote, proyectado inicialmente como un loco. El escudero nace en la mente del autor cuando este decide rebasar los límites que a su novela sugería la imitación del insustancial Entremés. El manchego hace su primera salida sin escudero; ni siquiera se le ocurre llevar con él al «mozo de campo y plaza» que le servía como criado (I, I, 36), sencillamente porque Bartolo no contaba con semejante compañía y ni siquiera se le ocurre a él procurársela: fue el primer ventero quien le aseguró «que eran pocas y raras veces» en que los caballeros andantes «no tenían escuderos» (I, 3, 57). Es al principio del capítulo siguiente, el cuarto, cuando don Quijote decide volver a casa, y «recebir a un labrador vecino suyo que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería» (I, 4, 62).

Cervantes lo inventa a impulsos de la misma experiencia con que Lope de Vega crea la figura del donaire en la comedia. El héroe literario necesita del «otro al lado» que sea su confidente y cooperador. Sin alguien junto a él con quien hablar, las andanzas de un orate por la Mancha hubieran dado poco juego. Tanto en la comedia áurea como en el relato, hacen falta dos conciencias compenetradas, pero en oposición dialéctica, de modo que una rebote en la otra, y permita revelar el pensamiento del personaje principal, dado que, normalmente, las miras del amo han de ser altas, sus hazañas valerosas y sus sentimientos elevados y sutiles. Pero ocurrió que a Cervantes le fue creciendo la figura del tonto hasta hacerse tan importante como la de su señor. Y que este fue soltando lastre de locura hasta hacerse un tipo humano de máxima trascendencia. Basta observar de qué hablan ambos en sus primeras jornadas y el crecimiento progresivo del interés de sus temas.

La famosa interpretación de don Quijote como héroe del ideal, opuesto al rudo materialismo de Sancho, no parece cierta si se entiende como un proyecto, digamos, filosófico de Cervantes, previo al momento de escribir su libro. Muchas cosas «sublimes» de la literatura tienen su origen y fundamento en causas hasta cierto punto mecánicas, que el genio del autor dota de sublimidad. Sancho es tosco, gordo, sensato y utilitario para que, a su lado, el caballero deje ver su cuerpo esperpéntico y su alma fantasiosa y acrisolada, una vez que Cervantes ha decidido dar formato grande a su narración. Y es inicialmente tonto, porque sus pocas luces no deben impedir el desvarío del héroe. Solo a medida que este vaya mostrando admirable cordura fuera de lo caballeresco, podrá ir enriqueciendo Sancho su personalidad hasta adquirir volumen comparable a la del caballero. A esto debe atribuirse la famosa quijotización de Sancho, tan notada por la crítica. Cervantes advierte varias veces, sutilmente, del crecimiento moral solidario de amo y criado, y, en algún momento, de manera tan clara como en el capítulo 22 de la segunda parte, en que Sancho, tras haber escuchado las reflexiones que hace su señor a Basilio sobre el matrimonio, comenta cómo ambos, él y don Quijote, están dotados de singular discernimiento. Dice: «Este mi amo, cuando yo hablo cosas de meollo y de sustancia suele decir que podría yo tomar un púlpito en las manos y irme por ese mundo adelante predicando lindezas; y yo digo dél que cuando comienza a enhilar sentencias y a dar consejos, no solo puede tomar un púlpito en las manos, sino dos en cada dedo, y andarse por esas plazas a ¿qué quieres, boca? ¡Válate el diablo por caballero andante, que tantas cosas sabes! … No hay cosa donde no pique y deje de meter su cucharada» (II, 22, 810).

Y así, picando en todo, hablando cosas de meollo y de sustancia, acuñados como cara y cruz de una medalla de oro, don Quijote y Sancho siguen  haciendo este milagro secular de reunirnos a mujeres y a hombres a escuchar o a leer o a interpretar su propia y libre palabra nuestra.