La Presente Edición. Texto Crítico

La presente edición. Texto crítico

La edición del Instituto Cervantes no tiene distinto objeto del que en rigor debiera tener cualquier otra edición del Quijote, cualquier otra edición de cualquier otra obra: ofrecer un texto tan correcto como lo permitan los conocimientos disponibles, un texto fiel a la intención del autor (a veces tornadiza), diáfano para el lector y verificable por el estudioso. Porque la edición de un clásico puede contener muchas cosas de valor, prólogos brillantes, notas eruditísimas, vocabularios exhaustivos, pero de hecho ninguna de ellas es imprescindible ahí, ninguna es inherente al género ‘edición’ —como un cuadro no requiere por fuerza un marco, ni menos bibliografía aneja—, salvo un buen texto, el mejor texto posible, y los datos necesarios para que el experto pueda aprobarlo o enmendarlo paso por paso.

En tal camino, a conciencia de que nunca se llegará a recorrerlo hasta el final y de que solo cabe echarse a andar, entendemos que nuestro trabajo aporta primordialmente dos novedades. Por un lado, partir de un estudio y una valoración hasta la fecha no realizados de las ediciones impresas «por Juan de la Cuesta» (pero véase II, Portada, 606, n. 3) y de un escrutinio metódico del resto de la tradición. Por otro, examinar cada lección y cada variante a la luz de las normas básicas de la crítica textual, y decidirse por la mejor fundada de acuerdo con ellas, y, por ahí, de conformidad con todos los elementos de juicio rastreables (caligrafía de Cervantes, usus scribendi, hábitos tipográficos, autoridad de la edición, etc.), en vez de atenerse a la panacea del codex unicus, a la vetusta idea, tan tenazmente sustentada sin análisis, de que en los muchos pasajes problemáticos del Quijote la solución consiste en transcribir la princeps a ciegas y por principio.

En cualquier caso, no se descuide que una edición es un aparato crítico a la vez que un texto. Esa evidencia debe regir en particular cuando el autor corrige estadios anteriores de la obra o da señales patentes de que los corregiría si la redactara de nuevo, como con la Primera parte del Quijote ocurre en un grado no trivial. En efecto, tras la princeps de 1604, con fecha de 1605 (A), Robles publicó a comienzos de 1605 una segunda edición (B) que incorpora algunas adiciones (en concreto, sobre el hurto del asno de Sancho) que con absoluta certeza se deben a Cervantes, y otros cambios menores que, dada esa certeza, no es ilícito achacarle parcialmente a él; y en 1608 sacó una tercera (C) con ligeras revisiones que, por versar sobre el mismo asunto (entre otras razones), no pueden descartarse como extrañas a Cervantes, las hiciera él mismo o no pasara de permitirlas. Sin embargo, si en B el escritor interpoló en lugar erróneo los añadidos en torno al rucio, en la Segunda parte (1615) prefirió ocultarlos con cortinas de humo. No es aceptable, pues, insertar tales añadidos donde los sitúa B, no ya porque estén ahí por una equivocación de Cervantes, sino porque, por culpa de esa equivocación, Cervantes se preocupó de cancelarlos en la Segunda parte; ni, obviamente, podemos inventarnos el texto que quizá el escritor habría compuesto en 1615 para disimular los lunares de un decenio atrás. Solo nos queda, por tanto, editar en el cuerpo de la página uno de los estadios palpables del primer Quijote y recoger los otros, seguros o posibles, en el aparato crítico.

No es dudoso que el estadio preferido ha de ser el de la princeps, por cuanto la Segunda parte no da por buenos los retoques de B, ni, por ende, de C, a cuenta del asno robado, y porque es en relación con aquel estadio como mejor se aprecia el itinerario del novelista hacia una ‘última voluntad’, jamás cuajada en una nueva edición, sobre la fisonomía del libro. Pero, supuesto ello, no hay ningún inconveniente en admitir las variantes de la segunda y de la tercera impresión que no implican un cambio, sino una restitución del tenor literal de la primera: si no se consideran de Cervantes o avaladas por él (y hay un puñado que podría serlo), son tan legítimas como cualquier otra conjetura bien construida; si cuando menos un cierto número de ellas sí se atribuye a Cervantes, tampoco violan el criterio de no crear un texto mixto, contaminando dos estadios distintos de la obra.

Las tres ediciones aparecidas a la sombra del autor disipan en gran medida las perplejidades ecdóticas que plantea la Primera parte: no son demasiadas las erratas y errores menudos de A que no se salvan fácilmente con ayuda de B y C. Para las insuficiencias de la Segunda parte (1615), en cambio, no tenemos más medicina que la conjetura, pero, tratándose de un libro con tantas ediciones próximas al autor, tampoco nos falta terreno donde escoger. De ahí que antes de arriesgar una solución nuestra, y para cumplir con el criterio documental que en seguida apuntamos, hayamos intentado compulsar en todas las impresiones del siglo xvii y en las más importantes de las posteriores la totalidad de los lugares que nos parecían dudosos.

El nuestro es un ‘texto limpio’ (el clear text de la tradición anglosajona), es decir, sin intromisión alguna de elementos (sean paréntesis cuadrados u otros signos diacríticos) que el lector deba reconocer como incorporados por los editores y, por tanto, lo alejen del cauce por donde lo lleva el autor. (En rigor, las llamadas a las notas constituyen una excepción a tal principio, pero excepción disculpable por la comodidad del procedimiento. La disposición tipográfica de las notas al pie, a dos columnas, se endereza también a separarlas más resueltamente del original cervantino).

En el aparato crítico, hemos querido, por otro lado, que ni una sola modificación, por pequeña que fuese, incorporada a nuestro texto respecto a la princeps de 1605 o de 1615 quedara sin registrar ni certificar en su origen. No hemos pretendido realizar una edición variorum, pero hemos colacionado por entero las ediciones antiguas fundamentales y las modernas que mejor se prestaban a verificar nuestro propio cotejo; y cuando la lección aceptada por nosotros no procedía de esas ediciones antiguas (ni se trataba de reparar un gazapo inconfundible), al igual que al enfrentarnos con los aludidos lugares dudosos, hemos hecho un amplio examen de la tradición —previamente sondeada para determinar los puntos en que nacen sus ramas mayores— con el fin de averiguar dónde y cuándo fue adoptada inicialmente. Con frecuencia hemos señalado además la fuente de las lecturas admitidas en las ediciones modernas que nos sirven de control, y para todos los pasajes cruciales damos el historial básico de las variantes y propuestas más discutidas o significativas, en general limitándonos a su primera aparición, sin detenernos en consignar quiénes las repiten (de modo que tras una escueta referencia a Madrid, 1655, o a Bruselas, 1662, muchas veces está la consulta de docenas de impresiones irrelevantes a nuestro propósito). Con todo lo cual, insistimos, de ningún modo queremos ofrecer una edición variorum, sino garantizar no solo que el filólogo y el cervantista están en condiciones de saber en cada momento de dónde sale el texto que están leyendo y qué otras posibilidades al respecto se han considerado, sino, en particular, que pueden fiscalizar nuestro trabajo y formarse su propia opinión.

La «Historia del texto» incluida más arriba resume otros datos sobre la transmisión y la fortuna textual del Quijote que se hallan asimismo en las raíces de la presente edición, y en las notas previas al aparato crítico se encontrarán las precisiones indispensables sobre los textos cotejados, las normas con que se han recogido las variantes, sobre grafía y puntuación, etc.etc. Pero las razones que en cada caso nos han inclinado por tal o cual lectura deben buscarse solo en los comentarios que acompañan a las correspondientes entradas del aparato crítico.