Los Libros de Caballerías

Los Libros de Caballerías

Por Sylvia Roubaud

«Libros de caballerías: los que tratan de hazañas de caballeros andantes, ficciones gustosas y artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de Amadís, de don Galaor, del Caballero de Febo y de los demás.» Así reza la breve definición —elogiosa y despectiva a un tiempo— que de la literatura caballeresca española propone Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana de 1611. Publicada entre la Primera y la Segunda parte del Quijote, sus pocas líneas expresan bien el ambivalente modo de sentir del público de aquellos años frente al género caballeresco; y bien concuerdan, en lo esencial, con las muchas páginas de la historia del ingenioso hidalgo que versan sobre los libros de caballerías: esas páginas en que, puestos a discutir de sus lecturas, los personajes cervantinos se lanzan a enjuiciar a la caballeresca prodigándole alternadamente alabanzas y críticas, encomios y vituperios, aprobaciones benevolentes y desdeñosas condenas; y que culminan con los dos capítulos (I, 47 y 48) donde cura y canónigo discurren amplia y detalladamente de los méritos y las tachas del género, mientras el autor va tomando nota de las observaciones de ambos con sonriente neutralidad.

Una neutralidad que, al revés de la simple y concisa frase del Tesoro, tiene más vueltas de lo que parece, pues no impide que, por detrás de sus personajes, Cervantes, lector atento y buen conocedor de la narrativa caballeresca, exprese con típica ambigüedad sus propias y complejas opiniones con respecto a ella. Ora le muestra innegable afición, ensalzando liberalmente sus libros de caballerías predilectos; ora se burla oblicuamente de ella o la ataca frontalmente, manifestándole marcada hostilidad. Buen ejemplo de lo último son las flechas que le dispara tanto al principio como al final de la biografía de Alonso Quijano. La burla encubierta viene primero en aquellos altisonantes sonetos preliminares que, con afectada solemnidad, celebran el advenimiento del heroico manchego por boca de cuatro conocidas figuras de la caballería literaria, tres hispánicas —Amadís de Gaula, Belianís de Grecia y el Caballero del Febo— y una italiana, el Orlando furioso de Ariosto. La hostilidad aparece en las célebres advertencias que enmarcan, a modo de aviso preliminar y de proclama retrospectiva, las dos partes del Quijote: en el Prólogo de 1605, la declaración del bien entendido amigo por boca de quien Cervantes nos informa de que su obra es toda ella «una invectiva contra los libros de caballerías», pues «no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen» sus «fabulosos disparates» (I, Pról., 17-18); y en el capítulo conclusivo de 1615, las postreras palabras del apócrifo autor Cide Hamete Benengeli, allí donde afirma que no ha sido otro su deseo «que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna» (II, 74, 1223).

Hace mucho ya que se ha cumplido esta orgullosa profecía cervantina. Relegados al olvido, los representantes de la considerable producción caballeresca del Siglo de Oro español —descontando aquellos que con el tiempo se perdieron sin dejar más recuerdo que su nombre— hoy día yacen sepultados en las secciones de «libros raros» de unas pocas bibliotecas europeas, donde se conservan silenciosamente en contado número de ejemplares, carcomidos por las polillas y envueltos en espesa capa de polvo. Verdad es que los ataques de Cervantes no fueron la causa directa de su desvalorización, que se había iniciado bastante antes de la publicación del Quijote y solo mucho después acabaría por provocar el derrumbe definitivo del género; pero sí influyeron decisivamente sobre el destino ulterior de este, contribuyendo a desacreditarlo de modo irremediable, sobre todo a partir del siglo xix, cuando, junto con el culto a la obra cervantina, nació y se afianzó la convicción de que las opiniones expresadas en ella eran punto menos que verdades incontrovertibles. Fruto de esta actitud es el estado de abandono en que están todavía, salvo raras excepciones, los libros de caballerías. Solo se acuerdan de ellos, fuera de algunos aficionados dispersos por el mundo, los manuales de historia de la literatura; allí reaparece periódicamente la caballeresca, no releída por cierto ni reexaminada, sino despachada en un corto capítulo que, por lo general, suele repetir sin mayores novedades los antiguos dictámenes enunciados a su respecto en el Quijote y acatados deferentemente por los eruditos decimonónicos. Entre ellos Clemencín, que se obligó a escudriñar con escrupuloso empeño cuantas ficciones caballerescas le salían al paso en las páginas del Quijote y a consultar otras muchas que Cervantes no menciona; Gayangos, que se dedicó a inventariar y clasificar la totalidad de la producción caballeresca sin dejar por ello de censurarla sarcásticamente; y más tarde, Menéndez Pelayo, a quien le bastó con leer unas pocas obras y con hojear condescendientemente parte de las restantes para aprobar la rigurosa sentencia pronunciada por el canónigo cuando declara que los libros de caballerías «son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana, como a gente inútil» (I, 47, 549).

Aún no se han apagado los ecos de tan enérgica condena. Por comodidad, por rutina, la crítica y el público la siguen haciendo suya. No siempre le han prestado suficiente atención a la simpatía que el canónigo, en otro momento de su plática con el cura, muestra tener por la caballeresca, «largo y espacioso campo» (I, 47, 549) abierto a todo aquel que sepa escribir «con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención» (I, 47, 550). Ni siempre han tomado verdadera conciencia del papel que desempeñan los libros de caballerías en el Quijote, donde no solo son tema de discusión literaria entre los personajes, sino también fuente de inspiración vital para el protagonista, y, sobre todo, fundamento de la reflexión de Cervantes sobre las dos caras del mundo en que se mueve Alonso Quijano: intrepidez guerrera, andanzas heroicas, amores ideales y hermosas ilusiones por un lado, y por el otro, prudencia burguesa, vida sedentaria, sentido práctico y férrea realidad.

Solo en época reciente —en los últimos veinte o treinta años— empezaron los libros de caballerías a salir del largo confinamiento al que se los había condenado. Salida lenta y progresiva. Un pequeño núcleo de investigadores volvió inesperadamente a interesarse por ellos y se dio a estudiarlos con el fin de levantar nuevo mapa del género rehabilitándolo hasta donde fuera posible. Lo mismo hicieron varios lectores de fama, entre ellos Mario Vargas Llosa, quien se lanzó a la defensa de la narrativa caballeresca, señalando el lugar central que ocupa en el Quijote y arguyendo que de ella, de su venerable materia y su continuada renovación, procede la novela moderna. También se fueron reeditando, además de dos o tres obras mencionadas por Cervantes, unas cuantas más que no habían vuelto a salir a luz desde el Siglo de Oro. Pero pese a todos estos esfuerzos no se han disipado hasta ahora los prejuicios ni la indiferencia casi general de que suelen ser víctimas los libros de caballerías. Considerados como curiosidades arqueológicas de difícil acceso y fastidioso contenido, desestimados y desatendidos, siguen gozando de escasa difusión. Apenas sobreviven en la memoria del público de hoy los títulos de aquellos que tienen la suerte providencial de figurar, aunque sea a poca honra, en el Quijote.

Actualmente, la literatura caballeresca española es una terra incognita de que los lectores desertaron para emigrar a otras regiones literarias, un verdadero continente cuyas múltiples provincias están por redescubrir y explorar nuevamente. Tan desprestigiada se halla, que nos cuesta imaginar la prodigiosa vitalidad con la que sus representantes fueron multiplicándose durante más de tres siglos: desde fines del siglo xiii, cuando surgen en España, junto con traducciones de los romans franceses, las primeras muestras de la novelística peninsular —el Caballero Zifar y el Amadís primitivo—, hasta principios del xvii, en que se publican la últimas creaciones caballerescas hispánicas, el Policisne de Boecia castellano y el Clarisol de Bretanha portugués. El género comprende, entre obras impresas y textos manuscritos, no menos y tal vez más de setenta títulos, si incluimos en él —como solían hacerlo los lectores del Siglo de Oro, un Juan de Valdés o bien el mismo Cervantes— no solo las narraciones castellanas, sino también las forasteras que se habían traducido al castellano: las de procedencia francesa, ya artúricas, ya carolingias; las de nacionalidad valenciana como el Tirant lo Blanch; las de origen portugués como el Palmerín de Inglaterra, o bien italiano como el Espejo de caballerías, inspirado en parte por el Orlando innamorato de Boiardo.

Igualmente impresionante es la enorme difusión que alcanzaron muchos de estos setenta libros, reeditados algunos de ellos varias veces, no solamente a lo largo del Siglo de Oro, sino incluso después de 1650: cerca de veinte ediciones totaliza el Amadís de Gaula durante el siglo xvi, y unas sesenta y seis el conjunto de sus continuaciones; doce el Palmerín de Oliva, once el Caballero de la Cruz; diez las Sergas de Esplandián, siete y seis respectivamente el Amadís de Grecia y el Caballero de Febo, cuya última reimpresión data de 1617; y nada menos que nueve entre 1500 y 1590 y otras tantas entre 1600 y 1705 la Historia del emperador Carlomagno y los Doce Pares de Francia (cuya longevidad, dicho sea de paso, muestra cuán infundada es la idea de que Cervantes logró, según se lo proponía, acabar brusca y definitivamente con la boga de los libros de caballerías; en 1653 Gracián todavía hostiga ásperamente en el Criticón a aquellos que leen estos «trastos viejos»). Verdad es que el ritmo al que fueron saliendo todas estas ediciones, muy acelerado antes de 1550, se hizo bastante más lento después de esta fecha, aminorándose aún más a partir de 1600, disminución que indica a las claras el debilitamiento progresivo sufrido por el género en los decenios posteriores al nacimiento de Cervantes. Pero ello no quita que globalmente las cifras editoriales resulten elevadísimas, viniendo a ser la caballeresca el sector más importante en cantidad de toda la literatura del Siglo de Oro.



Y uno de los más importantes en cuanto a número y a variedad de lectores. Tanto en España misma como en las colonias americanas de la monarquía española, la larga y abigarrada lista de los aficionados a libros de caballerías se nos presenta como un desfile de todos los estamentos de la sociedad. A la delantera están los reyes y reinas: Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso, que en 1361 le reclama a su capellán el «librum militi Siffar»; Isabel la Católica, en cuyo inventario de bienes figuran versiones hispánicas de las principales narraciones artúricas francesas, un Merlín, una Ystoria de Lanzarote, una Demanda del Santo Grial; Carlos V, que gusta del Belianís de Grecia y, en compañía de la Emperatriz, suele hacerse leer alguna obra caballeresca a la hora de la siesta. En pos de las figuras regias vienen los santos y santas: Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola, encandilados ambos en su juventud por las aventuras de la caballería libresca; los grandes señores y los hombres de letras, un Diego Hurtado de Mendoza, un Fernando de Rojas, que en sus bibliotecas disponen de respetable cantidad de libros de caballerías; la gente menuda, a quien también deleita la materia de estos libros y que, de una forma u otra, consigue acceder a ella; oscuros oficiales como aquel enfermero del hospital de Santiago de Compostela que a su muerte, en 1543, posee un ejemplar del Amadís, o aquel pregonero valenciano que en 1558 lega a sus herederos un Caballero de la Cruz y un Valerián de Hungría; artesanos y aprendices desocupados como los que alrededor de 1550 se reúnen los domingos en las gradas de la catedral de Sevilla para atender a la lectura en voz alta de algún episodio caballeresco escogido; estudiantes modestos, como ese hijo de labradores de Cuenca que hacia 1579 se acuerda de las Sergas de Esplandián; curanderos de pueblo, como el morisco aragonés Román Ramírez, en cuyo proceso inquisitorial de los años 1590 se declara capaz de recitar de memoria todo el Clarián de Landaniso y el Florambel de Lucea. Y, por fin, surgidos de todas estas capas sociales, las altas y las bajas, los conquistadores y los primeros colonos emigrados a América, quienes se llevaron a Ultramar las muestras más antiguas del género caballeresco, dejando al cuidado de sus descendientes la adquisición de las más recientes. De esa adquisición son testimonio las nóminas de encargos enviadas desde México o Lima a los impresores peninsulares a lo largo de los siglos xvi y xvii. Y de la difusión ultramarina de los libros de caballerías quedan indiscutibles huellas en la toponimia americana del norte y del sur: la California debe su nombre al del imaginario reino de las Amazonas evocado en las Sergas de Esplandián, y la Patagonia el suyo al de una tribu de salvajes monstruosos descritos en el Primaleón.

A la luz de estos datos y noticias es difícil seguir creyendo, como hicieron algunos, que los libros de caballerías fueron ante todo lectura de la aristocracia, que en ellos hallaba representados sus refinamientos amorosos, sus acciones heroicas y sus ocupaciones cortesanas. No cabe duda, eso sí, de que en la literatura caballeresca renacentista, nacida a la sombra y al arrimo de la antigua narrativa medieval, se ofrece la expresión nostálgica y la celebración casi exclusiva de un mundo nobiliario arcaico, habitado por figuras masculinas y femeninas de encumbradísima posición social —emperadores, reyes, príncipes, infantas, duques, condes y algún que otro caballero o escudero de menor cuantía—, en cuyas vidas solo hay lugar para las hazañas guerreras y las intrigas sentimentales, y a cuyo lado apenas si se perfilan, de tarde en tarde, las siluetas borrosas de un mercader o un rústico de plebeya extracción. Pero también es obvio que la pintura de ese mundo, lleno de ferocidad y cortesía, de peligros y prodigios, de amantes desdichados y parejas felices, consiguió granjearse el favor de una multitud de lectores: no solamente miembros de la nobleza y la hidalguía sino burgueses acomodados, campesinos opulentos, humildes jornaleros (y venteros socarrones como el que alberga a don Quijote y Sancho). No una minoría más o menos selecta, sino un público amplio, numeroso y variado, precisamente aquel que describe el ingenioso hidalgo cuando le declara al canónigo que los libros de caballerías «impresos con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remitieron … con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros …, finalmente, de todo género de personas de cualquier estado y condición que sean» (I, 50, 568).

No muy diferente del de España fue el público que en el resto de Europa se dejó cautivar por la abundante inventiva de los autores caballerescos españoles. La mayor parte de las ficciones hispánicas, tanto las castellanas como las catalanas y portuguesas, pasaron unas tras otras a Italia y a Francia, a Inglaterra y a Alemania, donde sus traducciones tuvieron lectores y se fueron reeditando hasta bien entrado el siglo xviii. Las traducciones más tempranas se realizaron en Francia, patrocinadas por Francisco I, quien, tal vez por haber tenido noticia del Amadís mientras estuvo preso en Madrid después de la batalla de Pavía, encargó hacia 1530 que se vertiera al francés junto con los demás «Amadises». Y entre los lectores más tardíos descuellan, en Inglaterra y en Alemania, dos ingenios ilustres: el doctor Johnson, que en sus años mozos dio con el Felixmarte de Hircania en la biblioteca de un amigo y en 1776, ya viejo, se compró un Palmerín de Inglaterra en italiano; y Goethe, que en carta de 1805 a Schiller se muestra impresionado por «tan hermosa y excelente obra» como el Amadís de Gaula y lamenta no haberla conocido hasta entonces «si no es a través de la parodia que de ella se ha escrito».

Ahora bien: ¿de qué tipo de obras se compone esta producción caballeresca, tan enorme en cantidad como dilatada en el tiempo? Puede decirse, simplificando mucho, que de dos sectores novelísticos diferentes en cuanto a origen y naturaleza. El uno comprende las viejas narraciones francesas —los romans— escritas en verso a fines del siglo xii y prosificadas en el siglo siguiente, que a su vez se subdividen en tres categorías: las de tema «clásico», cuyo fondo enlaza con las fábulas heredadas de la Antigüedad y en particular con los legendarios sucesos de la fundación y destrucción de Troya; las de ambiente artúrico, en el que evolucionan, en torno a la mítica figura del rey Artús de Gran Bretaña, las parejas simétricas formadas por Lanzarote y Ginebra y por Tristán e Iseo; y en tercer lugar, los relatos de asunto carolingio como el ya citado Carlomagno y los Doce Pares o el Enrique fi de Oliva, a los que hay que añadir breves novelitas de amor y aventuras como son, por ejemplo, las historias de Clamades y Clarmonda o de Pierres de Provenza y la linda Magalona. Parte de este material, considerado por muchos como histórico, había penetrado en España en época muy temprana, ya a mediados del siglo xiii, incorporándose primero a las crónicas, en especial a la Grande e general estoria de Alfonso el Sabio, y expandiéndose más tarde por toda la Península a través de adaptaciones en catalán, portugués y castellano, que, retocadas y modernizadas, se dieron a la imprenta a fines del siglo xv y en los dos primeros decenios del xvi: en 1490 salía a la luz la Crónica troyana, y algo después, los libros artúricos (la Tragèdia de Lançalot catalana en 1496, el Baladro del sabio Merlín en 1498, el Tristán de Leonís en 1501, el Tablante de Ricamonte en 1513, y la Demanda del Santo Grial en 1515). Igual sucedió con los relatos más breves que, además de publicarse por separado o juntándose varios de ellos en un solo volumen, se fueron imprimiendo en forma de pliegos sueltos de amplísima difusión.

Al lado de esta multitud de textos forasteros —«exóticos» los llamaba Menéndez Pelayo— están las obras «indígenas», o sea las de aquellos autores peninsulares que, a partir de fines del siglo xiii, se lanzaron a componer libros de caballerías por cuenta propia y siguieron elaborando ficciones nuevas hasta comienzos del xvii: el Caballero Zifar, escrito posiblemente antes de 1300 y editado en 1512; el Tirant lo Blanc, redactado hacia 1460 e impreso treinta años más tarde; el Amadís de Gaula, objeto de varias refundiciones sucesivas a lo largo de los siglos xiv y xv, que salió finalmente a luz, en la versión de Garci Rodríguez de Montalvo, en los albores del xvi, y el resto de los «Amadises» entre 1510 y 1549; el Palmerín de Oliva, impreso en 1511, cuya media docena de continuadores, los «Palmerines», se distribuyen entre Castilla y Portugal, siendo de procedencia lusitana, además del Palmerín de Inglaterra, los dos últimos miembros de la serie, el Don Duardos de Bretanha y el Clarisol, fechado en 1602. A estas obras se suman cantidad de otras menos conocidas o, por mejor decir, más olvidadas, que es imposible enumerar en forma exhaustiva; valgan como muestras y por hacer sonar el nombre de algunas, el Floriseo, el Polindo, el Félix Magno, la familia de los cinco «Clarianes», libros publicados todos antes de 1550, y, posteriores a esa fecha, Florando de Inglaterra, Leandro el Bel, Febo el troyano, Rosián de Castilla y, por fin, las cuatro partes del Caballero de Febo.

Entre los libros «exóticos» y los «indígenas» hay estrecha relación, pues los escritores hispánicos mantuvieron con extraordinario conservadurismo la tradición narrativa instaurada por sus predecesores franceses. Desde la eclosión del género hasta su extinción perduró en la Península la influencia de los romans medievales, que transmitieron a la primitiva novelística española, en particular al Amadís, su contenido y su forma, pasando estos luego del Amadís a toda la novelística posterior. En ese contenido predominaban, asociados el uno con el otro, dos elementos básicos: militia et amor, según escribiera lacónicamente, acordándose de un verso de Ovidio, el anónimo autor de un tratado de retórica en latín compuesto alrededor de 1220. Militia, o sea ‘caballería’ (que así solían interpretar la palabra latina aquellos que en la Edad Media la traducían a una lengua vernácula), vale decir las actividades militares propias de los caballeros: por un lado, las guerras, los retos, los combates singulares a ultranza, emprendidos por necesidad u obligación; y, por otro, las competiciones organizadas por gusto y ostentación, pasos de armas, justas y torneos, merced a los cuales la aristocracia feudal se ofrecía a sí misma, en la vida real como en los libros, la confirmación de su arrojo y gallardía. Amor, el ‘amor cortés’ o ‘amor fino’ (fin amors lo habían denominado los trovadores provenzales del sur de Francia, imitados después por los poetas catalanes, gallego-portugueses y castellanos de los siglos xiii y xiv), aquella relación amorosa en que el caballero prendado de una dama noble se le entrega por entero, sometiéndose a su voluntad, dedicándose a servirla y obligándose a observar estrictas reglas de conducta erótica —discreción absoluta, paciencia ilimitada, rigurosa fidelidad—; turbado cuando ve a su señora, suplicante cuando le habla, triste al alejarse de ella, dolorido si la descontenta, pero deslumbrado si obtiene sus favores y logra hacerla suya en apasionada unión de cuerpo y alma. Otro tópico fundamental de la narrativa ultrapirenaica fue el que sus personajes se movieran dentro de un marco geográfico de fantasía, una Europa y un mundo asiático poblados de islas y comarcas imaginarias donde a cada paso podían aparecer castillos fantásticos, surgir seres monstruosos y temibles gigantes, y verificarse toda suerte de prodigios funestos o benéficos.

En cuanto a la forma y composición de sus relatos, los autores de los romans habían ido elaborando y afinando progresivamente una técnica narrativa compleja, inspirada en aquella de la digressio o digresión ornamental, que recomendaban, aplicándola a la oratoria, los tratados de retórica medievales. Trasladada al ámbito de las obras de ficción, la utilización sistemática de esta técnica digresiva había quedado magistralmente ejemplificada en el monumental Lanzarote en prosa de los años 1200; consistía en ir desviando la narración de un episodio a otro nuevo y de este a muchos más, dejándolos todos momentáneamente inconclusos hasta darles remate uno tras otro en imbricada e ininterrumpida sucesión de aventuras de toda índole, cuyos hilos entrelazados se han podido comparar con los de una inmensa tapicería al estilo medieval: un intrincado laberinto de historias varias, por el que Dante profesara una honda admiración en su De vulgari eloquentia, allí donde elogia los «bellísimos meandros artúricos», y que, siglos más tarde, aún había de alabar a su manera el canónigo del Quijote al evocar «una tela de varios y hermosos lizos tejida, que después de acabada tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos» (I, 47, 550).



Al transmitirse a los autores peninsulares, todos estos ingredientes o, mejor dicho, componentes de los antiguos romans franceses estaban ya algo desgastados por el uso. Con el tiempo habían ido perdiendo parte de su eficacia, llegando a transformarse la técnica del «entrelazamiento» en mero recurso formal destinado a prolongar indefinidamente, merced a la multiplicación mecánica de combates, amoríos e incidentes fabulosos, la biografía del protagonista. Pero no por ello dejaron los escritores hispánicos de conservar e imitar el material francés, basándose en él para componer sus ficciones. En el Amadís es manifiesta la impronta de dos grandes modelos, el Tristán en prosa y el Lanzarote, cuyo prestigio se había impuesto a toda Europa; como la historia de Tristán, «los cuatro libros del valeroso y virtuoso caballero Amadís de Gaula, fijo del rey Perión y de la reina Elisera», comienzan con una evocación de los padres del héroe y sus amores; y como Lanzarote, el héroe español es un príncipe que desconoce sus orígenes y se cría lejos de su familia en la corte de un rey de Gran Bretaña, llegando a convertirse, gracias a sus dotes excepcionales, en «el mejor caballero del mundo». También perdura en el texto amadisiano, incluso en la versión modernizada por Montalvo a fines del siglo xv, el empleo de un léxico arcaico que permite situar la acción, supuestamente desarrollada «no muchos años después de la pasión de nuestro Salvador Jesucristo», en una época venerable y atribuirles a los personajes la indumentaria, las armas y a veces hasta el lenguaje propios de sus antecesores artúricos del siglo xiii, anacronismo obstinadamente cultivado por los autores de libros caballerescos posteriores al Amadís y sabrosamente parodiado a lo largo del Quijote.

Sin embargo, después de 1530, las narraciones hispánicas fueron suplantando poco a poco a las viejas traducciones de los romans medievales y solo algunos novelistas siguieron inspirándose directamente en el antiguo material de procedencia francesa; poco corriente es el caso del leído autor portugués del Memorial das proezas da segunda Távola Redonda, Ferreira de Vasconcêlos, quien, al empezar su relato, rememora con emoción la grandiosa muerte del rey Artús tal como la cuentan los últimos capítulos de la Demanda del Santo Grial. Del Amadís y sus primeras continuaciones, como también del Palmerín de Oliva y las suyas, es, en realidad, de donde deriva en su mayor parte la caballeresca española. Un género que, con puntillosa fidelidad a su propio pasado literario, preservó incansablemente, en pleno Renacimiento, el recuerdo de modos de vivir, hablar y pensar caídos en desuso, de costumbres y jerarquías sociales desaparecidas, encerrando ese recuerdo en un molde narrativo heredado de la Edad Media; pero que al mismo tiempo supo renovarse, evitando con típico optimismo renacentista los desastres sentimentales y los trágicos desenlaces que solían ensombrecer a las ficciones medievales. El libro de caballerías peninsular excluye el amor adúltero —aquel que había unido a Lanzarote con Ginebra, esposa de Artús, y a Tristán con Iseo, mujer del rey Marco— y solo admite los amores ilícitos con tal de que los santifique, como en el caso de Amadís y su dama Oriana, un matrimonio secreto, confirmado después de algún tiempo por bodas públicas y solemnes. También ignora aquellos epílogos patéticos de las narraciones francesas, en que perecen los amantes y se derrumba, en torno a ellos, el mundo heroico que los rodeaba; superados los peligros y sinsabores de la juventud, sus protagonistas viven felices sin envejecer y a veces sin morir siquiera, gozando de inusitada longevidad, mientras su descendencia, hijos, nietos y demás allegados, perpetúa interminablemente su historia.

Así es como, a pesar de su apego a la tradición, los escritores hispánicos se esforzaron por adaptar sus obras a los tiempos en que vivían y, con prudencia pero con clara conciencia de lo que les exigía su quehacer literario, fueron introduciendo en ellas elementos originales. Si cada autor reproduce la sustancia, la trama, el tono y el esquema constitutivo de los arquetipos novelísticos de los que su obra es, en cierto modo, la repetición, también inventa variantes o elabora motivos novedosos que dan a su relato una fisonomía y una andadura propias. Semejantes variaciones se deben, por lo general, a que los escritores rivalizan entre sí, proponiendo monstruos más espantosos que el Endriago vencido por Amadís, combates más impresionantes, torneos más complicados, amores más contrariados, vestimenta más lujosa, edificios de arquitectura más extravagante, en continua amplificación de los motivos desarrollados ya por sus predecesores. Muestra característica de este fenómeno es la forma en que va evolucionando, a partir del Amadís, la atribución a dos autores sucesivos, un redactor antiguo y un traductor moderno, del libro que se está leyendo, desdoblamiento iniciado por Montalvo y tan sutilmente aprovechado después por Cervantes en su creación de Cide Hamete Benengeli: en el Caballero de la Cruz (1521) los autores son un cronista moro y un cautivo cristiano capaz de verter al castellano el texto árabe; en el Amadís de Grecia (1530) coexisten dos responsables cuyos prólogos se oponen y contradicen; en el Palmerín de Inglaterra (1547) Francisco de Moraes finge que la biografía de su protagonista no es sino un extracto, vertido al portugués, de las viejas crónicas de Gran Bretaña conservadas en la biblioteca de un erudito parisino; y en el Felixmarte de Hircania (1556) aparecen nada menos que cuatro personajes: el griego Philosio, cuyo texto, supuestamente traducido al latín por Plutarco y retraducido por Petrarca al idioma toscano, pasa finalmente al castellano en la versión del oscuro Melchor Ortega.

Al margen de estas variaciones, que a buen seguro eran perceptibles para los lectores del Siglo de Oro más sensitivos y más familiarizados con la caballeresca, como podía serlo un Cervantes, también hay notables diferencias de fondo y estilo entre cada uno de los representantes del género. Compuestos por individuos de condición y cultura muy diversas —nobles palaciegos, hidalgos provincianos, profesores de universidad, jurisconsultos, oscuros medicastros y mujeres letradas—, los libros de caballerías reflejan la personalidad de sus autores, sus gustos literarios, sus aficiones científicas y a veces hasta sus experiencias personales. El Clarimundo del docto historiador lusitano João de Barros conmemora los míticos orígenes y las gloriosas figuras de la dinastía real portuguesa; el segundo de los «Clarianes», obra de un cierto «maestre Álvaro», físico del conde de Orgaz, va encabezado por un prólogo pedantesco donde, a base de citas aristotélicas, se encarecen las distancias que median entre las nueve esferas celestiales; en el Florindo del piadoso Fernando Basurto se describen las riñas de los tahúres y se censura la pasión del juego; el Amadís de Grecia y el Florisel de Niquea, del prolífico regidor de Ciudad Rodrigo, Feliciano de Silva, de cuyo estilo enrevesado se burló tan sarcásticamente Cervantes, contienen largos episodios pastoriles; en el proemio del Cristalián de España, doña Beatriz Bernal contrasta la «femínea debilidad» de su sexo con la bravura combativa de sus personajes masculinos; en el Valerián de Hungría, el notario Dionís Clemente multiplica las arengas y debates de corte jurídico para compensar su escaso interés por las armas y la guerra; y en el Belianís de Grecia, el cultísimo licenciado Jerónimo Fernández pretende ambiciosamente entroncar con los poemas homéricos, ofreciendo de paso una guía turística de las cuatro partes del mundo.

Reflejo de épocas pretéritas y representación de los tiempos presentes, la caballeresca española sin duda debió su asombroso éxito precisamente a esta variedad de enfoques, a esta mezcla de rutina e invención, que le permitió conservar intactas sus estructuras a lo largo de toda su trayectoria y, al mismo tiempo, diversificar su temática poniéndola al día y ajustándola en parte a la realidad contemporánea. En los libros de caballerías los hombres y las mujeres del Siglo de Oro pudieron contemplar, como en un espejo lejano, la imagen de un mundo muy diferente y a la vez bastante próximo de aquel en que vivían: un mundo más primitivo, más heroico, más incómodo, pero que, por haber perdido su vigencia, les parecía más atrayente que la conflictiva edad en que les había tocado nacer. Mundo ilusorio y ficticio por cierto, pero que les daba la posibilidad de evadirse del suyo sin desprenderse totalmente de él. Ese refugiarse en la ficción caballeresca para escapar de la mediocridad y las tribulaciones del vivir cotidiano accediendo a otra forma de vida más noble y mejor, bien lo conoce don Quijote y bien se lo describe al canónigo cuando, después de largo alegato en defensa de los libros de caballerías, termina diciendo: «No quiero alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea de cualquiera historia de caballero andante ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced créame, y … lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y … pienso, por el valor de mi brazo … en pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra» (I, 50, 571-572).

«Cualquiera historia de caballero andante ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyera»: en la perentoria afirmación de don Quijote se percibe el eco tenue de lo que pudo representar quizá para Cervantes, en algún momento de su vida, la lectura de los libros de caballerías. En algún momento de su vida que nos es imposible ubicar en el tiempo, pues ignoramos cuándo los leyó, si a lo largo de su vida o en sus años mozos (según hicieran, arrepintiéndose de ello en su edad madura, Pero López de Ayala y Juan de Valdés). Tampoco sabemos a ciencia cierta cuáles y cuántos de ellos juntó en su biblioteca, suponiendo que los coleccionara y su colección se pareciera a la de Alonso Quijano. Es evidente en todo caso que en el momento de escribir la historia del ingenioso hidalgo distaba mucho de compartir el ciego entusiasmo de este por el género caballeresco, pero sí lo tenía muy presente en la memoria, como quien lo frecuentara desde antiguo compenetrándose con su materia y su estilo.

Ni cuantitativa ni cualitativamente es fácil apreciar lo que pudo ser esta compenetración, que en opinión de la mayoría de los críticos denota por parte de Cervantes un conocimiento extensísimo a la vez que minucioso de la producción caballeresca. En realidad, si se echa la cuenta de los libros de caballerías presentes en el Quijote se comprueba que solo doce de ellos aparecen en el capítulo del «donoso escrutinio» llevado a cabo por el cura y el barbero en la biblioteca de Alonso Quijano, quedando mencionados otros nueve en el resto de su historia y tal vez aludidos de manera indirecta unos tres o cuatro más: en total, veinticinco títulos, cifra limitada que equivale a una tercera parte más o menos de los que comprende el género en su conjunto. Pero cantidad respetable, hay que reconocerlo, si se tienen en cuenta las voluminosas dimensiones de cada libro y se admite hipotéticamente la posibilidad de que Cervantes, con parquedad muy propia de su ingenio, haya omitido intencionadamente algunos de los que había leído, seleccionando cuidadosamente aquellos a los que iba concediendo el honor de figurar en su obra. Cabe notar, por otro lado, que semejante selección privilegia notablemente la caballeresca peninsular, ya que Cervantes dedica casi exclusiva atención a las narraciones españolas, si bien no las designa expresamente como tales ni diferencia claramente de las castellanas las obras catalanas o portuguesas como Tirante el Blanco y Palmerín de Inglaterra, que casi seguramente conoció a través de sus traducciones. Menos caso hace, en cambio, de la narrativa francesa: tan solo de pasada alude a uno o dos relatos carolingios, y no parece haber leído ni el Merlín ni el Tristán ni la Demanda del santo Grial, sino únicamente el modesto Tablante de Ricamonte, texto secundario pero en cuyas páginas iniciales pudo hallar una escueta lista de héroes que diestramente utilizó para suplir su ignorancia de la materia, valiéndose también para ello del romance de Lanzarote y de la vieja leyenda relacionada con la metamorfosis de Artús en cuervo y con su posible resurrección en algún siglo futuro.



Bien indica este recuento que la lectura cervantina de la caballeresca no fue enciclopédica ni ordenada, sino, como es natural en un escritor —y más en uno tan ajeno a toda ostentación erudita como sabemos que era Cervantes—, lectura libre, exploración caprichosa y desenvuelta, puesta al servicio de la creación personal. Así lo sugieren las confidencias del canónigo, quien significativamente admite que jamás se ha podido acomodar a leer ningún libro de caballerías del principio al cabo (I, 47), y en otro momento confiesa que ha tenido cierta tentación de escribir uno, guardando de él todos los puntos que le parecen convenir e imponerse en esta clase de literatura (I, 48). De hecho, en las lecturas caballerescas de Cervantes se da una mezcla singular de atención escrupulosa a ciertas obras y de desenfadada distracción por lo que respecta a las demás. Ejemplos de lectura cuidadosa y memoriosa son la del Amadís de Gaula y la de Tirante el Blanco. El Amadís no solamente es el libro de caballerías más frecuentemente aludido en el Quijote (donde se le menciona de treinta a cuarenta veces), sino que es evidente que Cervantes lo tenía muy en la uña: por boca de don Quijote señala que hay en el libro una figura —la de Gasabal, el nebuloso escudero de Galaor— cuyo nombre aparece una vez sola, indicación tanto más meritoria cuanto que la obra encierra a más de doscientos cincuenta personajes diferentes, siendo, por lo demás, esta densidad de población una característica fundamental de las tierras caballerescas y una de las causas que hoy en día más desalienta al turista-lector que se anima a visitarlas. También en el Tirante, donde los personajes son casi trescientos, recuerda Cervantes, junto con varios incidentes que le han caído en gracia, a un insignificante caballero, llamado Fonseca, que sólo fugazmente y de manera marginal surge entre las páginas de la novela catalana.

Cuatro obras más ocupan en el Quijote un lugar preferente: el Palmerín de Inglaterra, puesto sobre las nubes por el cura en el capítulo del «escrutinio»; el Caballero de Febo y el Belianís de Grecia, cuyos protagonistas, además de vitorear al ingenioso hidalgo en los sonetos preliminares, vuelven a mencionarse varias veces a lo largo de su historia, pareciéndole admirables a maese Nicolás el barbero las hazañas del Caballero de Febo y problemáticas a Alonso Quijano las heridas de don Belianís; y el Carlomagno, repetidamente aludido en las páginas cervantinas, donde ha dejado inolvidable huella uno de sus personajes, el gigante Fierabrás, detentor del salutífero bálsamo codiciado por Sancho Panza. Por lo que respecta a los demás representantes del género, Cervantes se contenta por lo general con referirse a su título, sin meterse en detalles ni pormenorizar su contenido, o bien se limita a evocar los aparatosos nombres de sus protagonistas; es típico a este respecto el catálogo que de ellos hace don Quijote, aplicándole a cada uno adjetivos intercambiables que, según advierte acertadamente Clemencín, a cualquier héroe caballeresco pueden convenirle: «Díganme quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís de Gaula. ¿Quién más discreto que Palmerín de Inglaterra? ¿Quién más acomodado y manual que Tirante el Blanco? ¿Quién más galán que Lisuarte de Grecia? ¿Quién más acuchillado ni acuchillador que don Belianís? ¿Quién más intrépido que Perión de Gaula, o quién más acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que Esplandián? ¿Quién más arrojado que don Cirongilio de Tracia?» (II, 1, 634).

Verdad es que en el capítulo del «escrutinio» los juicios emitidos por el cura a propósito de cada libro examinado son algo menos generales y, ya sean elogios, ya sean condenas, concuerdan mejor con la obra a que se aplican. El Palmerín de Inglaterra de Francisco de Moraes, gran señor portugués de finísimo ingenio y educación cortesana, justifica plenamente lo que dice Pero Pérez del «grande artificio» y «mucha propiedad y entendimiento» de su autor; y son muchos los lectores del Tirante que han hallado en él, como el buen sacerdote, «un tesoro de contento y una mina de pasatiempos» (I, 6, 83). Sin embargo, para quien ha leído los demás libros de caballerías inspeccionados por cura y barbero, no siempre son comprensibles ni apropiados los reproches que se le hacen a cada uno. A Clemencín ya le extrañaba que al Olivante de Laura se le calificara de «tonel» a pesar de que no es particularmente voluminoso, excediéndole en mucho numerosas narraciones de mayor tamaño; tampoco en el Felixmarte de Hircania es más conspicua que en otros textos echados al fuego por el ama «la dureza y sequedad» de estilo que se le achaca, ni más patente en el Caballero de la Cruz la «ignorancia» de la que lo acusa su implacable censor.

No dejan, por otro lado, de ser desconcertantes las confusiones en que reinciden una y otra vez los personajes cervantinos al comentar ciertos episodios específicos de las obras que supuestamente han leído. Nimio error de la dueña Dolorida es atribuirle a Pierres de Provenza el caballo volador en cuyas ancas, dice, se lleva por los aires a la linda Magalona, siendo así que esta montura mágica —prefiguración del Clavileño en el que cabalgan Sancho y su amo— pertenece a la Historia de Clamades y Clarmonda (II, 40). Pero de magna equivocación del ventero Juan Palomeque —¿o negligencia intencional de Cervantes?— es imputarles a Cirolingio de Tracia y a Felixmarte de Hircania dos aventuras que no figuran en absoluto en sus respectivas historias: la disparatada navegación submarina de uno a horcajadas de una sierpe acuática, y el inverosímil enfrentamiento del otro con un ejército de un millón seiscientos mil soldados a quienes desbarata «como si fueran manadas de ovejas» (I, 32, 372). Semejantes inexactitudes parecen a primera vista sorprendentes en un escritor que en otras ocasiones saca a relucir los nombres de personajes ínfimos y totalmente subalternos del Amadís o del Tirante, pero, bien miradas, muestran en realidad cuán poco sistemáticas pudieron ser, por fortuna y para bien nuestro, las lecturas caballerescas de Cervantes. De su distante proximidad, por llamarla así, a los libros de caballerías surgió la inimitable postura, mezcla de interés, irritación y descuido, que adoptó con relación a ellos, esa postura en que se aúnan la dedicada atención a mínimos detalles que hoy nos parecen sin importancia; una panorámica pero aguda visión de los más ilustres representantes del género; y un recuerdo a veces inexacto de su contenido, que no se dignó verificar mientras escribía el Quijote o tal vez prefirió modificar inventando deliberadamente episodios de su propia cosecha. Y no solo episodios apócrifos como aquellos que insertó en el Felixmarte y el Cirongilio, sino también mini-narraciones caballerescas como las dos que el ingenioso hidalgo se lanza a improvisar compendiando con talento las farragosas ficciones reunidas en su librería: la novelita del caballero del lago ferviente, que en arquetípico viaje al mundo subterráneo penetra en un castillo fantástico habitado por doncellas silenciosas y músicos invisibles (I, 50); y la biografía abreviada del andante que se enreda en los amores de una infanta desconocida hasta casarse con ella, coleccionando de paso gloriosas victorias, encuentros con enanos y gigantes, y llorosas entrevistas sentimentales con su dama (I, 21).

El que Cervantes haya capacitado a Alonso Quijano para manejar con soltura los lugares comunes de la literatura caballeresca y recomponerlos a su antojo en cualquier momento influye de modo determinante, según todos sabemos, en la historia de don Quijote. En estos lugares comunes se inspira el de la Triste Figura para tejer la trama de su vida amoldándose al esquema de las biografías heroicas que se le presentan en sus libros. Pero por lo mismo que son tópicos el ritual de la investidura de armas, la elección de un escudero fiel, el amor a una dama de belleza sin par, los combates contra enemigos desconocidos, las maquinaciones urdidas por encantadores malintencionados, no se les puede asignar a casi ninguno de ellos, cuando aparecen en la obra cervantina, una fuente precisa o un precedente seguro en las narraciones leídas por el hidalgo manchego. Los motivos de la literatura caballeresca reutilizados a cada paso en el Quijote jamás proceden directa y sencillamente de uno de los textos que quiso imitar su cándido protagonista y parodió su escurridizo e irónico autor: siempre son fruto de reminiscencias múltiples que Cervantes combina a su manera, elaborando su propia variante del tema y dándole ese sesgo humorístico que es propio de su ingenio. Bien nos lo indica él mismo al señalar socarronamente, a propósito de la penitencia amorosa de don Quijote en Sierra Morena (I, 25 y 26), que el episodio se remonta a dos modelos juntamente: el retiro melancólico de Amadís en las soledades de la Peña Pobre y el furioso vagar del Orlando de Ariosto por los bosques donde Angélica y Medoro lo han traicionado.

La indicación, por cierto, es valiosa en la medida en que deja entrever algo del complejo proceso creativo que, a partir de los libros de caballerías, dio origen a buena parte del Quijote. Y conviene no olvidarla cuando, para determinadas aventuras del ingenioso hidalgo, se buscan antecedentes en la literatura caballeresca. Pero, a decir verdad, en la mayoría de los casos la identificación de semejantes antecedentes resulta sumamente insegura e insatisfactoria. A la célebre carta que don Quijote le envía a Dulcinea del Toboso por mediación de Sancho —«la mejor carta de amores de la literatura española», en opinión de Pedro Salinas— se la puede relacionar con prácticamente cualquiera de las innumerables epístolas amatorias incluidas en los libros caballerescos; al mandato conminatorio que el hidalgo dirige a los mercaderes toledanos para que confiesen, sin haberla visto, la inigualada hermosura de su dama, se le han encontrado equivalentes en varias obras que Cervantes conocía, entre ellas el Caballero de la Cruz y el Belianís de Grecia; en la grande aventura de la cueva de Montesinos se ha detectado la posible influencia no solo de diversas cuevas caballerescas —la de Urganda en las Sergas de Esplandián, la de Hércules en el Clarián de Landanís o la de Artidón en el Caballero de Febo—, sino también de una multitud de cavernas e infiernos subterráneos situados en otras regiones de la literatura, como la República de Platón, la Eneida de Virgilio, la Divina Comedia de Dante y el Orlando de Ariosto.

Si algo muestran estos ejemplos es que el Quijote es, ante todo, un libro de y sobre libros. En él, los de caballerías han servido, junto con otros muchos, de material de construcción para que Cervantes levantara un edificio nuevo inventando arquitecturas narrativas que la novelística anterior no había descubierto. Esta novelística antigua no disponía aún, después de tan larga carrera, de un término específico para designarse a sí misma ni hallaba cabida en los tratados de preceptiva literaria («historias fingidas» son para Montalvo a fines del siglo xv las narraciones caballerescas, y «fábulas milesias o cuentos disparatados» las llama López Pinciano a fines del xvi); pero, a pesar de ello, seguía triunfando de las continuas censuras de eclesiásticos y moralistas, y era todavía lo bastante vigorosa como para estampar profundamente su sello en la obra cervantina, dejando inscritos en ella sus temas y sus formas. Cervantes, sin embargo, la transfiguró y la hizo otra, ridiculizando con devastadora ironía lo peor que había en ella y aprovechando lo mejor con magistral eficacia. La historia del ingenioso hidalgo es un ataque feroz a la tradición narrativa que representan los libros de caballerías. Pero, por una paradoja típicamente cervantina, también es la victoria póstuma de aquellos escritores medievales que, en palabras de Juan de Valdés, «escribieron cosas de sus cabezas» y fueron, sin tener quizá clara conciencia de ello, los iniciadores de la novela.



NOTA BIBLIOGRÁFICA

De la especial afición de Cervantes por toda clase de libros, incluidos los de caballerías, y del papel preeminente que desempeñan en su obra se han ocupado Américo Castro («La palabra escrita y el Quijote», en Hacia Cervantes, Taurus, Madrid, 19673pp. 359-419), Mia Gerhardt (Don Quichotte, la vie et les livres, Noord-Hollandsche Uitgevers Maatschapij, Amsterdam, 1955), Martín de Riquer («El Quijote y los libros», Papeles de Son Armadans, XIV, 1969, pp. 9-24) y Carlos García Gual («Cervantes y el lector de novelas del siglo xvi», en Mélanges de la Bibliothèque Espagnole. Paris, 1976-1977, Ministerio de Asuntos Exteriores, Dirección General de Relaciones Culturales, Madrid, 1978, pp. 13-38).

La cuestión de la fecha del declive del género caballeresco en España ha suscitado notable controversia. Maxime Chevalier insiste en que los libros de caballerías gozaron de popularidad hasta bien entrado el siglo xvii («El público de las novelas de caballerías», en Lectura y lectores en la España del siglo xvi y xvii, Turner, Madrid, 1976, pp. 65-103), mientras Daniel Eisenberg opina que el auge de la literatura caballeresca corresponde a la época imperial de Carlos V, y su decadencia se inicia ya en las primeras décadas del reinado de Felipe II, hacia 1560 («Who Read the Romances of Chivalry?», en Romances of Chivalry in the Spanish Golden Age, Juan de la Cuesta, Newark, 1982, pp. 89-118; y A Study of «Don Quixote», Juan de la Cuesta, Newark, 1987, pp. 3-44, traducido al español como La interpretación cervantina del «Quijote», Compañía Literaria, Madrid, 1995); sobre la perduración paralela de libros de caballerías y poesía de cancionero hasta la edad barroca, son importantes las consideraciones de Francisco Rico, «“Un penacho de penas”. De algunas invenciones y letras de caballeros», en su libro Texto y contextos, Crítica, Barcelona, 1990, pp. 189-230.

Incesantes a partir de fines del siglo xv, las críticas a la caballeresca, a la que moralistas, predicadores y preceptistas literarios de los siglos xvi y xvii seguirían reprochando ásperamente su inmoralidad e inverosimilitud, han sido reproducidas y comentadas por Marcelino Menéndez Pelayo (Orígenes de la novela, CSIC, Madrid, 1962, vol. I, pp. 440-447), Henry Thomas (Spanish and Portuguese Romances of Chivalry, Cambridge University Press, 1920; reimpresión por Kraus, Nueva York, 1969; trad. española, Las novelas de caballerías españolas y portuguesas, CSIC, Madrid, 1952, pp. 115-134), Marcel Bataillon (Erasmo y España, Fondo de Cultura Económica, México-Madrid-Buenos Aires, 19916pp. 615-622), Edward Glaser («Nuevos datos sobre la crítica de los libros de caballerías en los siglos xvi y xvii», Anuario de Estudios Medievales, 3, 1966, pp. 393-410), Martín de Riquer («Tirante el Blanco, Don Quijote y los libros de caballerías», separata del prólogo a la edición de Tirante el Blanco de la Asociación de Bibliófilos de Barcelona, 1947-1949, pp. XXV-LX; y «Cervantes y la caballeresca», en Suma cervantina, ed. J.B. Avalle Arce y E.C. Riley, Tamesis, Londres, 1973, pp. 273-292) y, más recientemente, Elisabetta Sarmati (Le critiche ai libri di cavalleria nel Cinquecento spagnolo (con uno sguardo sul Seicento). Un’ analisi testuale, Giardini, Pisa, 1996). Al margen de estos vituperios, que quizá contribuyeran en parte al desdoro del género, y cuyos tópicos, en todo caso, reelabora Cervantes en el Quijote, son varias las causas que se han venido invocando para explicar el descrédito de la novelística caballeresca a fines del siglo xvi: Américo Castro consideraba que este se debía ante todo a la condena pronunciada por el Concilio de Trento en contra de la literatura profana en general (El pensamiento de Cervantes, Noguer, Barcelona-Madrid, 19722p. 26), hipótesis apoyada por Karl Kohut (Las teorías literarias en España y Portugal durante los siglos xv y xvi, CSIC, Madrid, 1973, pp. 39-41) y complementada por Eisenberg, quien aduce ejemplos de la hostilidad a la caballeresca manifestada por algunos de los censores consultados por el Santo Oficio («An Early Censor: Alejo Venegas», en Medieval, Renaissance and Folklore Studies in Honor of J.E. Keller, Juan de la Cuesta, Newark, 1980, pp. 229-241). En cambio, Peter Russell insiste en que no figura ningún libro de caballerías entre los prohibidos por los índices tridentinos de 1558 y 1564, como tampoco en los sucesivos índices publicados por la Inquisición española entre 1559 y 1640, sino que recaía en los censores contratados por el Consejo de Castilla la responsabilidad del imprimatur concedido o denegado a las obras de ficción («El Concilio de Trento y la literatura profana: reconsideración de una teoría», en Temas de «La Celestina», Ariel, Barcelona, 1978, pp. 441-478). Por otra parte, en las colonias americanas fueron ineficaces, según Irving Leonard, las ordenanzas reales en virtud de las cuales periódicamente se prohibió la importación o la lectura de obras caballerescas (Los libros del Conquistador, Fondo de Cultura Económica, México, 19792pp. 92-100 y 160-163). Harry Sieber relaciona el declive del género con cambios sociales de mayor alcance, como la aparición de un público lector nuevo o las transformaciones experimentadas por las prácticas militares de los ejércitos («The Romance of Chivalry in Spain. From Rodríguez de Montalvo to Cervantes», en Romance: Generic Transformation from Chrétien de Troyes to Cervantes, ed. Kevin Brownlee y Marina Scordilis Brownlee, Published for Dartmouth College by University Press of New England, Hanover y Londres, 1985, pp. 203-219).

No hace mucho, Daniel Eisenberg recordaba que los libros de caballerías son en su mayoría prácticamente inaccesibles al lector de hoy, al no haberse reeditado desde el Siglo de Oro («El problema del acceso a los libros de caballerías», Ínsula, núm. 584-585, agosto-septiembre de 1995, pp. 5-7). De la poca estimación que sintieron por la caballeresca los críticos de fines del siglo xix y principios del xx son buen ejemplo las páginas de Pascual de Gayangos («Discurso preliminar», en Libros de caballerías, Rivadeneyra, Madrid, 1857, BAE 40, pp. III-LXII), Menéndez Pelayo (Orígenes de la novela, vol. I, pp. 293-466) y Thomas (Spanish and Portuguese Romances of Chivalry, passim), aunque hay que reconocer que estos estudios no dejaron de ser un primer paso hacia la recuperación del género y un punto de referencia para análisis posteriores. La nueva valoración tuvo su inicio a partir de la década de los cincuenta, gracias a los estudios de Justina Ruiz de Conde (El amor y el matrimonio secreto en los libros de caballerías, Aguilar, Madrid, 1948) y Pierre Le Gentil («Pour l’interprétation de l’Amadís», en Mélanges à la mémoire de J. Sarrailh, Centre de Recherches de l’Institut d’Études Hispaniques, París, 1966, vol. II, pp. 47-54). En fechas más próximas destacan el repertorio bibliográfico de Eisenberg (Castilian Romances of Chivalry in the Sixteenth Century. A Bibliography, Grant & Cutler, Londres, 1979), el modélico estudio del Amadís realizado por Juan Manuel Cacho Blecua (Amadís: heroísmo mítico cortesano, Cupsa, Madrid, 1979) y el valioso inventario de referencias bibliográficas y críticas que ofrecen María Carmen Marín Pina y Nieves Baranda («La literatura caballeresca. Estado de la cuestión», Romanistisches Jahrbuch, 45, 1994, pp. 271-294, y 46, 1995, pp. 314-338).

El ingente número de ediciones y reediciones de obras caballerescas que salió a luz en España durante el Siglo de Oro puede apreciarse merced a las estadísticas propuestas por Chevalier («El público de las novelas de caballerías», pp. 65-66), al catálogo bibliográfico de Eisenberg, del que quedan excluidas las novelas catalanas y portuguesas (Castilian Romances of Chivalry in the Sixteenth Century. A Bibliography), y a la lista publicada por Baranda («Compendio bibliográfico sobre la narrativa caballeresca breve», en Evolución narrativa e ideológica de la literatura caballeresca, ed. M.E. Lacarra, Universidad del País Vasco, Bilbao, 1991, pp. 183-191). Para un cómputo del número total de ejemplares de los libros de caballerías que circularon en España, consúltese a Riquer («Cervantes y la caballeresca», pp. 285-286).

Aunque Chevalier («El público de las novelas de caballerías»), seguido por Eisenberg («Who Read the Romances of Chivalry?», pp. 90-100), sostiene que las ficciones caballerescas fueron degustadas principalmente, si no de forma exclusiva, por los miembros de la nobleza y la hidalguía, a quienes ofrecían lecciones de heroísmo y cortesanía propias de su estado, se han descubierto documentos, escasos pero fehacientes —entre ellos, los aducidos por Sara T. Nalle («Literacy and Culture in Early Modern Castile», Past and Present, núm. 125, 1989, pp. 65-96)—, que confirman la certera intuición de Riquer según la cual la popularidad de los libros de caballerías se extendió a las capas más modestas de la sociedad española aurisecular («Cervantes y la caballeresca», p. 286).

Los distintos aspectos del originalísimo entrelazamiento narrativo propio de las ficciones caballerescas francesas fueron expuestos por Ferdinand Lot (Études sur le «Lancelot en prose», Champion, París, 1954, pp. 17-28) y Eugène Vinaver («La création romanesque», en À la recherche d’une poétique médiévale, Nizet, París, 1970, pp. 128-149); la puesta en práctica de estas técnicas en los primeros cinco libros de la serie de los Amadises ha sido estudiada por Juan Manuel Cacho Blecua («El entrelazamiento en el Amadís de Gaula y en las Sergas de Esplandián», en Studia in honorem Prof. Martín de Riquer, Quaderns Crema, Barcelona, 1986, vol. I, pp. 235-271).

Las huellas de los romans franceses de tema artúrico o troyano en el Amadís han sido detectadas por los estudios fundamentales de Grace Williams («The Amadís Question», Revue Hispanique, XXI, 1909, pp. 1-167) y María Rosa Lida («El desenlace del Amadís primitivo», Romance Philology, VI, 1952-1953, pp. 283-289; reimpreso en Estudios de Literatura española y comparada, Eudeba, Buenos Aires, 1966, pp. 149-156). Riquer ha señalado el arcaísmo léxico del Amadís («Las armas en el Amadís de Gaula», Boletín de la Real Academia Española, LX, 1980, pp. 331-427; reimpreso en Estudios sobre el «Amadís de Gaula», Sirmio, Barcelona, 1987, pp. 55-189), que imitan los libros de caballerías posteriores; su aprovechamiento y parodia en el Quijote quedan ampliamente ejemplificados por Howard Mancing (The Chivalric World of «Don Quijote», University of Missouri Publications, Columbia, 1982, pp. 13-21 y 217-219). No sabemos si Cervantes, hombre de extensas lecturas, según asegura Armando Cotarelo Valledor (Cervantes lector, Publicaciones del Instituto de España, Madrid, 1943), poseyó una biblioteca propia; la cuestión ha sido analizada por Eisenberg («Did Cervantes Have a Library?», en Studies in Honor of A. Deyermond, Hispanic Seminary of Medieval Studies, Madison, 1986, pp. 93-106), quien intenta reconstituir el contenido de la misma a partir de los títulos mencionados o aludidos por Cervantes en sus obras («La biblioteca de Cervantes», en Studia in honorem Prof. Martín de Riquer, Quaderns Crema, Barcelona, 1987, vol. II, pp. 271-328).

Uno de los primeros en rastrear las posibles lecturas y fuentes caballerescas cervantinas fue John Bowle, editor del Quijote a fines del siglo xviii, seguido de Diego Clemencín, en su «Comentario» de los años 1833-1839 al Ingenioso hidalgo; en época más reciente, y a la zaga de María Rosa Lida («Dos huellas del Esplandián en el Quijote y en el Persiles», Romance Philology, IX, 1955-1956, pp. 156-162), la crítica se ha esforzado por hallar antecedentes de algunos episodios del Quijote en los libros de caballerías mencionados por Cervantes: Eisenberg, en el Espejo de príncipes y caballeros, por otro nombre Caballero del Febo, de Diego Ortúñez de Calahorra (introducción a su edición del Espejo, Espasa-Calpe, Madrid, 1975, vol. I, pp. LXI-LXIII); Sylvia Roubaud, en el Caballero de la Cruz o Lepolemo, así como en el Belianís de Grecia («Cervantes y el Caballero de la Cruz», Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXVIII, 1990, pp. 525-566). Semejantes antecedentes, más que «fuentes» propiamente dichas, son muestras de la entera libertad con que Cervantes hizo suyo el material libresco que tenía a mano o conservaba en la memoria, conforme expone agudamente Francisco Ayala («Experiencia viva y creación poética. Un problema del Quijote», en Experiencia e invención. Ensayos sobre el escritor y su mundo, Taurus, Madrid, 1960, pp. 79-103; y «Nota sobre la novelística cervantina», Revista Hispánica Moderna, XXXI, 1965, pp. 36-45).

Por último, que el Quijote constituye a un tiempo un enérgico ataque y un sentido homenaje a los autores caballerescos que precedieron a Cervantes en la invención de la novela es firme convicción de Mario Vargas Llosa («Presentación» de la traducción española del libro de Edwin Williamson The Halfway House of Fiction. «Don Quixote» and Arthurian Romance, Clarendon Press, Oxford, 1984, traducido como El «Quijote» y los libros de caballerías, Taurus, Madrid, 1991, pp. 11-17).